miércoles, 14 de noviembre de 2007

Esparta: El pueblo guerrero

Esparta no tenía ejército, lo era. La pequeña población de Lacedemonia fue, en efecto, el primer Estado militar de la historia: sus habitantes, peones cuyo único objetivo era la total sumisión a las leyes e intereses de la patria. Desde entonces el término espartano califica todo aquello que recuerda la regla ascética y los criterios de disciplina que imprimieron la vida de los lacedemonios.
Llegados del norte hacia el año 1.200 antes de Cristo, los dorios transformaron el mundo griego bajo su empuje. Con ellos, Europa occidental, hasta entonces una región salvaje y muda frente a los imperios orientales, se afirmó como rival. Porque los dorios, a diferencia de otros pueblos como los aqueos o los jonios, no fueron unos invasores pacíficos. Fue una casta conquistadora que se asentó primero en el valle de Laconia y años después en la llanura vecina de Mesenia, al sur del Peloponeso, infundiendo en todo el mundo mediterráneo una nueva y desconocida organización social. En la estructura social rígidamente jerarquizada de Esparta, el campesino pasivo y conservador dejaba paso preferente al soldado. En ella sólo la minoría ciudadana poseía plenos derechos civiles y políticos. La mayoría restante eran los ilotas, antiguos pobladores de Esparta que fueron esclavizados para cultivar las tierras. Sobre esa masa de desheredados se elevaban los periecos, habitantes sometidos pero libres de las zonas alejadas que no habían sido confiscadas durante la invasión y dedicados al comercio y la artesanía.
Junto a los templos de Artemisa y Atenas, los cuarteles caracterizaron la silueta de la ciudad. Pero no sólo su perfil arquitectónico, también la atmósfera de la ciudad se impregnó del carácter castrense, quizá como resultado de su propia estructura social. Inquietas por la desproporción numérica entre ciudadanos libres y desheredados, y la desigualdad social que originaba la hostilidad de los ilotas y el descontento de los periecos, las autoridades espartanas instituyeron un estado de semisitio permanente para evitar cualquier revuelta interna. Así todas las instituciones primitivas y el conjunto de leyes, atribuidas al héroe legendario Licurgo, estuvieron dirigidas a formar a todos y cada uno de los espartanos libres en soldados profesionales.
La férrea disciplina espartana comenzaba ni bien llegaba el niño al mundo: el recién nacido era adoptado por el Estado y desde los siete a los veinte años instruido por el agoge, una severa educación destinada a templar su carácter. Al poco de nacer los niños eran presentados desnudos a una comisión de ancianos de la comunidad para que los examinara. Los débiles o deformes, incluso los cortos de talla no aprobaban el examen y eran arrojados por un barranco desde el pico del monte Taigeto.
Cumplidos los siete años el niño era arrancado del hogar familiar. A partir de entonces y hasta los veinte el chico entraba a formar parte de los cuarteles juveniles donde, a través de una compleja jerarquía de clases de edades y pruebas de iniciación, era formado e instruido en las artes de la guerra. Durante la mayor parte del año los alumnos dormían al raso sobre esteras porque así tendrían que hacerlo también en los campos de batalla. Además de enseñarles a leer, escribir y los rudimentos matemáticos, la formación del joven espartano iba dirigida exclusivamente a convertirle en hoplita: desarrollar su fortaleza y resistencia física, a la par que someterle a duros ejercicios de supervivencia y constantes entrenamientos para ejercitar su destreza con la lanza y espada. El espartano seguía viviendo militarmente en barracas o tiendas sin conocer las comodidades caseras hasta los treinta años. Se lavaba poco, ignoraba la existencia del jabón, debía procurarse la comida y costear sus propias armas.
Aunque a partir de los treinta el joven soldado podía regresar a su casa y tomar esposa, hasta los sesenta vivía en una especie de movilización permanente. Comía en mesas comunales y acudía esporádicamente a ver a su mujer, preferentemente por las noches.
Naturalmente esa severa disciplina entre la casta guerrera, así como su injusta estructura social, sólo podía mantenerse si Esparta sostenía un absoluto aislamiento con el mundo exterior. Favorecidos por la cadena montañosa que circundaba el valle y dificultaba los contactos con otras ciudades helenas, los órganos gubernamentales hicieron todo lo posible por cortar el paso a las ideas progresistas de justicia social para no perder sus privilegios patronales.
Curiosamente el modelo social de Esparta, pueblo para el que las virtudes masculinas como la valentía o la fuerza eran valores absolutos, no puede encajarse en el tradicional sistema patriarcal. Salvo en algunos asuntos de gobierno, la mujer en Esparta estuvo equiparada socialmente al hombre. Esa elevada posición no tuvo ningún otro ejemplo en el resto del mundo griego. Ni siquiera en la democrática Atenas, donde la mujer siempre se mantuvo en segundo plano, a la sombra del varón.
Dicen que pudo ser porque los dorios fue la única tribu de la comunidad helena que trajo consigo a sus propias mujeres para asentarse en las regiones conquistadas. Los demás nunca se atrevieron a viajar con ellas, dejándolas atrás en sus patrias de origen, por lo que, como luego hicieron los romanos con las sabinas, se vieron obligados a raptar a las féminas del lugar, que siempre serían consideradas ciudadanas de segunda.
Por el contrario en Esparta la igualdad de los sexos fue absoluta como lo demuestra el hecho de que sólo los hijos de espartana recibían la titularidad de ciudadanía. Esa equiparación pudo ser fruto de la semimovilización permanente a la que estuvo sometido el varón espartano hasta que cumpliera los sesenta años. Las tareas encomendadas a la mujer de Esparta abarcaban muchos aspectos: se encargaban de gobernar los hogares y administrar las finanzas de la familia, tenían responsabilidad absoluta para educar a sus hijos hasta que cumplieran la edad prescrita para que ingresaran en los cuarteles juveniles y se ocupaban de supervisar el trabajo de sus ilotas. Las niñas espartanas recibían una educación similar a la de los muchachos: además de leer y escribir, aprendían música y danza, y se les incluían el deporte y la gimnasia como disciplina obligatoria. Las competencias deportivas solían ser con frecuencia mixtas y ningún espartano se avergonzó nunca de ser vencido por una mujer en el encuentro. La juventud de Esparta tampoco conocía el pudor porque desde temprana edad los contrincantes contendían desnudos en la palestra.
Las constantes batallas y conflictos internos habían ido desangrando las tropas, reduciendo peligrosamente la población militar que habitaba sus cuarteles. Así, mientras que en el año 490 a. de C. el ejército lacedemonio contaba con 8000 hoplitas, sólo trescientos años después la cifra había disminuido a 700.
Al hablar así de la historia de Esparta podríamos preguntarnos: ¿Fue realmente un pueblo tan violento? Ciertamente Esparta se distinguió por ser una irrefrenable máquina de guerra pero nunca por un carácter sanguinario o cruel. Sucede que los espartanos, tan disciplinados para muchas cosas, nunca se preocuparon por dejar testimonio alguno de sus costumbres y actividades, y las noticias que nos han llegado se deben única y exclusivamente a la afilada pluma de autores e historiadores atenienses.
Hoy podemos afirmar que las tropas espartanas respetaron y observaron siempre las normas que regían las campañas bélicas de la época. Jamás atacaron o asaltaron al enemigo en contra de la voluntad de sus dioses. Como era costumbre, antes de comenzar la lucha, sacrificaban un animal para consultar el deseo divino. Si los signos de la víctima eran de mal agüero, posponían la batalla hasta que éstos les fueran más propicios. Cuenta Tucídides que en la batalla de Platea (479 a. de C.), que enfrentó a Esparta con el ejército persa, ningún hoplita lacedemonio movió un dedo hasta que finalizaron los rituales de sacrificio, a pesar de que las flechas enemigas habían comenzado a causar las primeras bajas en sus filas.
Humilde y desinteresada, Esparta permitió a Atenas llevarse la gloria y los laureles de salvar la Hélade. Preocupada antes porque su régimen militar mantuviera el orden interno del Estado que por dominar los mares, no dispuso de armada, dejando el campo libre para que Atenas acaparara la hegemonía marítima. Unicamente respondió con toda la fuerza de lo que era capaz cuando el mundo griego se vio seriamente amenazado por la invasión del poderoso ejército persa. Fue precisamente en el desfiladero de las Termópilas (480 a. de C.) donde Esparta libró la última pero la más genial de las batallas de su historia. Allí el heroico comportamiento de los 300 hoplitas lacedemonios comandados por su rey Leónidas ha pasado a la historia como ejemplo de lealtad patriótica. Durante dos días el escaso contingente espartano supo mantener en jaque a los temibles arqueros del persa Jerjes, sucumbiendo al fin bajo una densa lluvia de flechas, pero fieles al estribillo que las madres de Esparta cantaban cuando sus hijos iban a la guerra: "Vuelve con el escudo o encima de él."

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