miércoles, 29 de abril de 2009

Saint-Germain: El Conde que vino de ninguna parte

El peculiar conde de Saint-Germain (Músico, pintor, joyero, curandero, alquimista, diplomático y aventurero) llevó una vida muy movida por las cortes reales de la Europa del siglo XVIII. Algunos creen que sigue todavía vivo...

El misterio que rodea al conde de Saint-Germain se vuelve aún más profundo a causa de la incertidumbre que, incluso hasta hoy, ha rodeado sus orígenes. Una versión afirma que nació en 1710 en San Germano, y que era hijo de un recaudador de impuestos. Eliphas Levi, famoso ocultista del siglo XIX, afirmaba que Saint-Germain había nacido en Lentmeritz (Bohemia) a fines del siglo XVII, y que era hijo bastardo de un noble rosacruciano. La fecha es verosímil, y estos antecedentes explicarían la fuerte inclinación del conde por el misticismo, así como sus formidables talentos... aunque no fueran propiamente «poderes» en el sentido paranormal de la palabra.

Poseía, por ejemplo, un auténtico don para los idiomas: se sabe que hablaba con fluidez francés, alemán, inglés, holandés y ruso, y él afirmaba dominar también el chino, el hindú y el persa, aunque no puede haber habido mucha gente a su alrededor con suficiente conocimiento de estos idiomas como para poner a prueba esta afirmación.

Horace Walpole escribió que el conde era un músico «maravilloso». También era un pintor «maravilloso», aunque no nos ha llegado ningún cuadro suyo. El rasgo característico de sus óleos parece haber consistido en que podía reproducir joyas que «relucían... como en la realidad».

Existen muchas pruebas de que Saint-Germain era un joyero experto, aunque no de que hubiera estudiado aquel arte con el sha de Persia. Se dice que Luis XV quedó encantado cuando le reparó un diamante agrietado, y bien podría ser que pintase sus famosos cuadros de joyas con madreperla o alguna otra sustancia por el estilo.

También conocía bien todas las ramas de la química; los muchos laboratorios que instaló con dinero prestado en toda Europa estaban, aparentemente, dedicados a la producción de pigmentos y tintes mejores y más brillantes, pero también al estudio del ennoblecimiento de los metales, es decir: a la alquimia.

Saint-Germain poseía también reputación de curandero: además de curar al mariscal de Belle-Isle, revivió a una joven amiga de Madame de Pompadour, cuando un envenenamiento causado por setas casi la había matado.

El conde tenía fama de no comer nunca acompañado; se sentaba y bebía agua mineral mientras a su alrededor todos se atracaban, según la moda de la época. Esto sólo puede haber acrecentado su aire misterioso. Giacomo Casanova, por cierto, quedó impresionado:

«En vez de comer, habló desde el principio hasta el final de la comida y yo seguí su ejemplo, sólo en un sentido, ya que no comí sino que le escuché con la mayor atención. Puede decirse sin temor a equivocarse, que como conversador no tenía igual».

De hecho, como señaló Colin Wilson en su obra The occult (Lo oculto), lo más probable es que el conde fuera simplemente vegetariano.

El verdadero misterio que sigue rodeando la leyenda de Saint-Germain es la forma en que obtuvo sus conocimientos especializados. Y, de nuevo, la respuesta es simple: la experiencia. Los seguidores del conde en el siglo XIX insistían en que ya los poseía la primera vez que apareció en la corte francesa, hacia 1740, pero es más probable que los haya adquirido durante su larga vida; después de todo, vivió al menos hasta después de los setenta.

Hacia finales del año 1745, Londres fue asaltada por la «fiebre de los espías». Fue el año en que el joven pretendiente, príncipe Carlos Eduardo Estuardo, desencadenó su rebelión de los jacobitas en un intento de recuperar el trono británico para su padre. A pesar de que la causa jacobita había sido derrotada, se temía que los conspiradores jacobitas y sus simpatizantes franceses pudiesen estar ocultándose en Londres. Uno de los sospechosos fue arrestado en noviembre y acusado de estar en posesión de cartas que apoyaban a los Estuardo. Muy indignado, sostuvo que aquella correspondencia le había sido «endosada» y, sorprendentemente, se le creyó y fue liberado.

Comentando el caso en una carta dirigida a sir Horace Mann, Horace Walpole escribió: «El otro día detuvieron a un hombre extraño que se hace llamar conde de Saint-Germain. Ha estado aquí estos dos años, pero no dice a nadie quién es ni de dónde viene. Admite sin embargo que éste no es su verdadero nombre. Canta y toca el violín magníficamente, está loco y no es muy sensato».

El comentario de Walpole describe con gran acierto a uno de los personajes más extraños de la alta sociedad del siglo XVIII: un hombre al que el conde Warnstedt tildó de «charlatán, loco, atolondrado, pretencioso y timador», y al que su último mecenas, el príncipe Carlos de Hesse-Cassel, consideraba «quizás uno de los más importantes sabios que haya existido jamás».

El primero de los escasos datos históricos acerca del conde de Saint-Germain se remonta aproximadamente a 1740; un elegante hombre de unos 30 años comenzó a frecuentar los ambientes vieneses de moda. Su vestimenta llamó la atención en aquella época de moda colorista y fantasiosa, puesto que normalmente vestía de negro, con la única excepción de vaporosos cuellos y puños de lino blanco. La sobriedad de su vestimenta, sin embargo, contrastaba notablemente con el brillo de los diamantes que llevaba en los dedos, en la faltriquera del reloj, en la cajita de rapé y en la hebilla de los zapatos. Según informaciones posteriores, también llevaba puñados de diamantes sueltos en los bolsillos en lugar de dinero.

En Viena conoció al mariscal francés de Belle Isle, que había resultado seriamente herido durante una campaña en Alemania y estaba muy enfermo. No se sabe cuál era la naturaleza de su enfermedad, pero según el mariscal fue el conde de Saint-Germain quien le curó. Como agradecimiento se lo llevó a Francia poniendo a su disposición unos apartamentos y un laboratorio bien equipado.

Los hechos fundamentales de la vida del conde después de su llegada a París sí son bien conocidos, pero son los detalles que ignoramos los que confieren a su vida un misterio permanente.

La leyenda empieza poco después de la llegada del conde a París. Según las memorias del pseudónimo «Condesa de B...», tituladas Chroniques de l'oeil de boeuf, una noche el conde acudió a una fiesta organizada por la anciana condesa Von Georgy, cuyo difunto marido había sido embajador en Venecia por los años 1670. Al oír que anunciaban al conde, la condesa dijo que recordaba el nombre de cuando ella estuvo en Venecia. ¿Acaso el padre del conde estuvo allí por aquella época? No, contestó el conde, él mismo había estado allí, y se acordaba muy bien de la condesa: una hermosa y joven muchacha. Imposible, replicó la condesa. El hombre que ella conoció entonces tenía por lo menos 45 años, aproximadamente la misma edad que el conde tenía en aquel momento. «Madame», dijo el conde sonriendo, «yo soy muy viejo». «Pero entonces usted debe tener casi 100 años», exclamó la condesa. «No es del todo imposible», replicó el conde, exponiendo algunos detalles que convencieron a la condesa, la cual exclamó: «Me ha convencido. Es usted un hombre sumamente extraordinario, un demonio». «¡Por el amor de Dios!», exclamó el conde con voz de trueno. «¡No pronuncie estos nombres!» Le sobrevino un temblor o calambre por todos los miembros del cuerpo, y abandonó la sala inmediatamente.

Muchas historias parecidas circularon (y fueron creídas) en los ambientes de moda franceses durante los primeros años en que el conde fue famoso. Afirmaba, por ejemplo, que había conocido íntimamente a la Sagrada Familia, que había asistido a las fiestas de las bodas de Caná, y que «siempre supo que Cristo tendría un mal final». Sintió particular admiración por Ana, madre de la Virgen María, y había propuesto personalmente su canonización en el primer Concilio de Nicea en el año 325.

En París el conde fascinó muy pronto al aburrido Luis XV y a su favorita, Madame de Pompadour. Quizás nunca se sepa la verdad acerca de sus dos años de estancia en Inglaterra antes de su arresto en 1745, pero es muy posible que se le hubiese confiado una misión secreta. A su regreso a Francia realizó para el rey varias gestiones políticas delicadas.

En 1760 el rey Luis envió al conde de Saint-Germain a La Haya como representante personal, con la misión de negociar un préstamo con Austria para ayudar a financiar la Guerra de los Siete Años contra Inglaterra.

Mientras estaba en Holanda el conde se enfrentó con su antiguo amigo Casanova, también embajador en La Haya, quien se esforzó, sin éxito, por desacreditarle en público. Sin embargo Saint-Germain se ganó también un enemigo más poderoso. El duque de Choiseul, ministro de Asuntos Exteriores del rey Luis, descubrió que el conde había hecho sondeos con la intención de firmar la paz entre Inglaterra y Francia. El conde tuvo que escapar, primero a Inglaterra y luego a Holanda.

Durante dos o tres años vivió en Holanda bajo el nombre de conde de Surmont, dedicándose a recoger dinero para construir laboratorios en los que fabricaba pinturas y colorantes, tratando además de perfeccionar las técnicas de la alquimia, «el ennoblecimiento de los metales». Al parecer tuvo éxito, puesto que desapareció de Holanda con 100.000 florines aunque sólo para reaparecer en Bélgica, esta vez haciéndose llamar marqués de Monferrat. Allí, en Tournai, puso en marcha otro laboratorio antes de desaparecer de nuevo.

En el transcurso de los años siguientes se sucedieron las historias procedentes de varios lugares de Europa acerca de las actividades del conde. En 1768 apareció en Rusia en la corte de Catalina. Turquía acababa de declarar la guerra a Rusia, y parece ser que su habilidad como diplomático y conocedor de la política francesa le ayudaron a mantenerse en buen lugar, puesto que al cabo de poco tiempo fue nombrado consejero del conde Alexéi Orlov, jefe de las Fuerzas Imperiales Rusas. Como recompensa fue nombrado oficial del Ejército Ruso, eligiendo en esta ocasión un irónico alias: general Welldone (en inglés, general Bien-hecho). En este punto podría haberse establecido en Rusia y llevar una vida honorable y provechosa, pero después de la derrota de los turcos en Chesmé (1770) decidió partir.

En 1774, apareció en Nuremberg, intentando obtener fondos de Carlos Alejandro, margrave de Brandenburgo, para instalar otro laboratorio. Esta vez pretendió ser el príncipe Rákóczy, miembro de una familia de tres hermanos de Transilvania. Al principio el margrave estaba impresionado, especialmente cuando el conde Orlov visitó Nuremberg con ocasión de una visita de estado y abrazó al «príncipe» efusivamente. Sin embargo, al hacer comprobaciones el margrave descubrió la identidad de Saint-Germain. El conde no intentó nunca desmentir la acusación, pero consideró prudente emigrar, cosa que hizo en 1776.

Aunque el duque de Choiseul afirmaba que Saint-Germain había trabajado como agente doble para Federico el Grande, una carta del conde de Saint-Germain a éste pidiéndole su mecenazgo no obtuvo respuesta. Sin perder los ánimos el conde se trasladó a Leipzig, presentándose ante el príncipe Federico Augusto de Brunswick como francmasón de cuarto grado. Esta acción fue muy arriesgada, puesto que Federico Augusto era Gran Maestre de las Logias Masónicas Prusianas, pero al conde de Saint-Germain pocos podían comparársele como embustero y embaucador: por regla general sus historias de fondo soportaban un escrutinio detallado. Esta vez, sin embargo, no consiguió su propósito. El príncipe declaró que no era un masón, a lo que el conde replicó sin mucha vehemencia que sí lo era, pero que había olvidado todos los signos secretos.

No todos los contemporáneos de Saint-Germain quedaban impresionados por sus talentos. Casanova, que le conoció en La Haya cuando ambos estaban allí cumpliendo misiones diplomáticas, lo consideraba un charlatán, pero pese a eso lo encontró encantador.

«Este hombre extraordinario, destinado por naturaleza a ser el rey de los impostores y los curanderos, era capaz de decir de forma simple y confiada que tenía trescientos años, que conocía el secreto de la Medicina Universal, que dominaba la Naturaleza, que podía disolver diamantes, afirmándose capaz de formar, a partir de 10 o 12 diamantes pequeños, uno de la mayor transparencia...

Todo esto, decía, era una bagatela para él. A pesar de sus jactancias, sus descaradas mentiras y sus numerosas excentricidades, no puedo decir que lo encontrara ofensivo. Pese a que yo sabía quién era, y pese a mis propios sentimientos, pensé que era un hombre asombroso...»

Y en 1777, el conde Alvensleben, embajador de Prusia en la corte de Dresde, y hombre que conocía bien a Saint-Germain, escribió:

«Es un hombre muy dotado, con una mente muy despierta pero totalmente carente de juicio, y se ha ganado su singular reputación por medio de las adulaciones más viles de que es capaz un hombre y por medio de su notable elocuencia, especialmente si uno se deja arrebatar por el entusiasmo con que se expresa. Una vanidad poco común es el resorte que domina todos sus mecanismos».

En 1779, el conde de Saint-Germain fue a la última residencia que se le conoció, en Eckenförde (Schleswig), Alemania. Era un hombre viejo (probablemente de sesenta y tantos años), aunque como es natural pretendía ser mucho más viejo. Parte de su encanto superficial había desaparecido, y al principio no logró impresionar mucho al príncipe Carlos de Hesse-Cassel, pero muy pronto éste quedó cautivado, al igual que sus predecesores.

Por esta época Saint-Germain, que según todos los indicios se había mostrado muy insolente respeto a la Iglesia Católica, tenía ideas marcadamente místicas. Al príncipe Carlos le dijo lo siguiente:

«Sé la antorcha del mundo. Si tu luz es únicamente la de un planeta, no serás nada a la vista de Dios. Reservo para ti un esplendor para el que la gloria del Sol es una sombra. Guiarás el camino de las estrellas, y los que gobiernen los Imperios deberán ser guiados por ti».

Documentos de París muestran que el conde de Saint-Germain murió el 27 de febrero de 1784 en la residencia del príncipe Carlos, en Eckenförde. Fue enterrado allí, y su último mecenas le erigió un monumento funerario con la inscripción:

«Aquel que se hacía llamar conde de Saint-Germain y Welldone, y del que no hay otras informaciones, ha sido enterrado en esta iglesia».

Muchas de las historias acerca de Saint-Germain que dieron lugar a estas actitudes escépticas no provienen del conde sino, como revelaron las investigaciones de Gustav Berthold Volz en los años 20, de la boca de un impostor llamado Gauve. Gauve estaba al servicio del peor enemigo de Saint-Germain, el duque de Choiseul, quien, a causa de los celos que le inspiraba el conde, no se detenía ante nada con tal de desacreditarlo. Su estratagema consistía en que Gauve, que se parecía muchísimo al conde, solía presentarse en sociedad exagerando las debilidades conocidas del conde.

No todo el mundo cree que el conde haya muerto. Aunque en los archivos de la parroquia de Eckenförde está registrada su muerte, la leyenda de que seguía vivo nació casi inmediatamente. El último protector del conde, el príncipe Charles de Hesse-Cassel, incrementó el misterio que rodeaba a su muerte quemando todos sus papeles, «para que no fueran mal interpretados», mientras uno de sus seguidores de Hesse transmitió la noticia de que no había muerto, sino que había aparecido en París y predicho el estallido de la revolución francesa a María Antonieta... quien, en sus diarios, lamentó no haber tomado en cuenta lo que le había dicho Saint-Germain. Hizo otra aparición, observada por mucha gente, en 1785, en Wilhelmsbad, un año después de su supuesta muerte, acompañado -según se dijo- por el mago Cagliostro, el hipnotizador Anton Mesmer y el «filósofo desconocido» Louis Claude de Saint-Martin.

En 1789 se presentó en Suecia para advertir al rey Gustavo III de un peligro, y visitó a su amiga mademoiselle d'Adhemar -quien anotó en su diario que seguía aparentando tener 46 años- y le dijo que la vería cinco veces más. Ella afirmaba que eso había sucedido, por cierto, «siempre para mi gran sorpresa». La última ocasión fue la noche anterior al asesinato del duque de Berry, en 1820.

¿Estaba muerto de verdad el conde? Hay pruebas de que se apareció a un cierto número de personas durante los años comprendidos entre 1784 y 1820; algunos ocultistas creen que todavía está vivo. El misterio ha sobrevivido y se ha hecho más profundo durante los dos siglos transcurridos desde su supuesta muerte.

La leyenda sigue viva

El emperador Napoleón III (1808-73) estaba tan intrigado por la historia que nombró a una comisión especial para investigar la vida y los actos del enigmático conde. Los hallazgos de la comisión quedaron destruidos en el terrible incendio que arrasó el Hôtel de Ville de París en 1871, hecho que los seguidores del conde no atribuyen a la coincidencia.

Pocos años después, la Sociedad Teosófica de madame Blavatsky anunció que Saint-Germain era uno de sus «maestros ocultos» -seres inmortales cuya reserva de conocimientos secretos estaba a disposición de los adeptos con el objeto de enriquecer el mundo- junto a figuras como Cristo, Buda, Apolonio de Tiana, Christian Rosencreutz y Francis Bacon. Se dice que un grupo de teósofos se trasladó a París después de la derrota nazi, convencidos de que encontrarían al conde; pero por lo visto éste no apareció.

Sin embargo, la leyenda de esta enigmática figura sigue viva. En fecha tan reciente como enero de 1972, un parisino llamado Richard Chanfray apareció en la televisión francesa, afirmando que era el conde de Saint-Germain. Frente a las cámaras de televisión, y empleando un hornillo de camping, intentó transformar, al parecer con éxito, plomo en oro. ¿Volverá a aparecer el conde? El tiempo no hace más que incrementar el misterio que rodea a este enigmático personaje.

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