Este hecho narra lo que le sucedió a un sacerdote de la Ciudad de México, de apellido Aparicio. Se cuenta que siendo noche, había sido invitado a cenar a la casa de una noble familia, cuando fue interrumpido por unas personas que tocaban a la puerta. Los criados le avisaron al padre Aparicio que lo buscaban dos individuos humildes que aparentemente estaban algo pasados de copas.
Salió el padre a ver quién le llamaba y los dos desconocidos le pidieron que los acompañara indicandole que había una moribunda que necesitaba absolución de sus pecados, en un lugar cercano. El padre Aparicio se disculpó con el dueño de la casa, diciéndole que acudiría a ese llamado y regresaría en breve. Una de estas personas le señaló la dirección a seguir, y caminaron por un estrecho callejón. Al final de éste estaba una carreta y un cochero que le dijeron lo llevaría con la persona de la que se hablaba. Ayudaron al Padre Aparicio a subir, e indicaron al cochero que ya sabía a dónde tenía que llevar al clérigo.
El carro comenzó a desplazarse, dejando atrás las calles del Centro de la Ciudad de México, y poco a poco el Padre Aparicio comenzó a distinguir que se acercaban a los límites de la región más habitada. Fue entonces que llegaron a una casa con aspecto descuidado y ruinoso. Las ventanas estaban cerradas con tablones y la puerta desvencijada carecía de cerradura, por lo que rechinó sonoramente cuando una anciana vestida con andrajos y rebozo salió a recibir al Padre.
El Padre Aparicio, se desconcertó un poco ante la apariencia de la casa, pero se presentó con la vieja, que lo invitó a pasar, con lágrimas en los ojos. La casa estaba casi vacía, sin muebles, a no ser por una mesita donde había un candelabro que iluminaba la estancia. Debido a su voz queda y a que la mujer ya carecía de la mayor parte de su dentadura, el Padre apenas pudo comprender que la anciana le dijo que en piso superior estaba la moribunda.
Después de subir por la apolillada escalera de madera, el Padre se encontró con que la casa estaba en el mismo estado que el piso inferior, como abandonada, carente de mobiliario, como si se hubieran mudado hacía tiempo. Al fondo, la tenue luz de una veladora alumbraba un petate sobre el cual estaba una mujer joven, enfundada en un vestido de terciopelo con una diadema en la frente. La enferma, sudaba por la intensa fiebre y decía cosas ininteligibles, siendo el delirio una manifestación de lo grave de su estado. El Padre se acercó lentamente hacia el lecho, limpió la frente de la mujer con su pañuelo, se sentó en un banquito y después de escuchar atentamente la confesión, absolvió los pecados de la moribunda, dándole su bendición, y apretando su mano, que poco a poco fue perdiendo la fuerza. El pecho de la enferma comenzó a dejar de expandirse y su respiración fue disminuyendo convirtiéndose en un tenue suspiro hasta que finalmente ya no se pudo percibir. Los ojos vidriosos que nunca miraron claramente al Padre Aparicio se quedaron fijos en el techo... había fallecido.
El Padre Aparicio se levantó del banco y salió de la habitación, buscando a la anciana, sin embargo no la encontró en el piso superior. Bajó las escaleras buscándola, venciéndose la parte superior de la estructura inmediatamente después de usarla, y quedando sin acceso a la parte de arriba. Preocupado, el Padre salió de la ruinosa residencia. El frío viento soplaba en el exterior, cerrando la puerta principal. No había señales del carruaje que lo había llevado, ni del chofer. Asustado, el Padre Aparicio se alejó caminando y luego corriendo, espantado por lo extraño del acontecimiento, regresó a pie de nuevo hasta el Centro, pálido y sobresaltado, y llegó a la casa donde un rato antes había estado de invitado, y contó con detalle lo que le había pasado.
El dueño de la casa ordenó a sus criados atender al clérigo y luego les indicó que prepararan un carro para ir con el Padre Aparicio a la casa mencionada para esclarecer lo que había pasado. Cumpliendo sus órdenes, los criados prepararon el carro del señor y escoltados por dos que iban armados y a caballo fueron en la dirección que les dijo el Padre Aparicio.
Así pues, llegaron al lugar que les indicó y grande fue su sorpresa al encontrar la casa en el descuidado estado que les había comentado el Padre, sin embargo, la puerta estaba atrancada y cerrada con clavos ya oxidados. Tras derribar la puerta, los hombres entraron, y el Padre Aparicio reconoció la casa como la misma en donde había recibido la confesión de la moribunda, sin embargo, todos coincidían en que la casa tenía el aspecto de estar abandonada hacía años. Después de unos momentos, el Padre Aparicio se asomó por una ventana, donde distinguió algo que lo sobrecogió: En donde había estado un jardín, junto a un árbol, estaba su pañuelo muy bien doblado justo delante de lo que quedaba de una lápida, casi deshecha por el tiempo. Los criados se apresuraron a escarbar en la tierra, y encontraron un ataúd de madera, que contenía los restos de una mujer vestida con terciopelo, como la que había visto el Padre Aparicio, y en su frente una diadema, la misma que llevaba puesta la moribunda.
El hallazgo estremeció a los testigos y a todos los que se enteraron del fenómeno. El Padre Aparicio no volvió a ser el mismo desde entonces, se volvió introvertido, se encerraba a orar a altas horas de la noche y su salud se vió mermada por la falta de descanso, ya que tuvo muchas dificultades para conciliar el sueño.
El nombre de la persona que había confesado el padre Aparicio nunca se pudo determinar, y éste, imposibilitado para divulgar los detalles por el secreto de confesión, tuvo que llevarse a la tumba la identidad de la mujer.
Salió el padre a ver quién le llamaba y los dos desconocidos le pidieron que los acompañara indicandole que había una moribunda que necesitaba absolución de sus pecados, en un lugar cercano. El padre Aparicio se disculpó con el dueño de la casa, diciéndole que acudiría a ese llamado y regresaría en breve. Una de estas personas le señaló la dirección a seguir, y caminaron por un estrecho callejón. Al final de éste estaba una carreta y un cochero que le dijeron lo llevaría con la persona de la que se hablaba. Ayudaron al Padre Aparicio a subir, e indicaron al cochero que ya sabía a dónde tenía que llevar al clérigo.
El carro comenzó a desplazarse, dejando atrás las calles del Centro de la Ciudad de México, y poco a poco el Padre Aparicio comenzó a distinguir que se acercaban a los límites de la región más habitada. Fue entonces que llegaron a una casa con aspecto descuidado y ruinoso. Las ventanas estaban cerradas con tablones y la puerta desvencijada carecía de cerradura, por lo que rechinó sonoramente cuando una anciana vestida con andrajos y rebozo salió a recibir al Padre.
El Padre Aparicio, se desconcertó un poco ante la apariencia de la casa, pero se presentó con la vieja, que lo invitó a pasar, con lágrimas en los ojos. La casa estaba casi vacía, sin muebles, a no ser por una mesita donde había un candelabro que iluminaba la estancia. Debido a su voz queda y a que la mujer ya carecía de la mayor parte de su dentadura, el Padre apenas pudo comprender que la anciana le dijo que en piso superior estaba la moribunda.
Después de subir por la apolillada escalera de madera, el Padre se encontró con que la casa estaba en el mismo estado que el piso inferior, como abandonada, carente de mobiliario, como si se hubieran mudado hacía tiempo. Al fondo, la tenue luz de una veladora alumbraba un petate sobre el cual estaba una mujer joven, enfundada en un vestido de terciopelo con una diadema en la frente. La enferma, sudaba por la intensa fiebre y decía cosas ininteligibles, siendo el delirio una manifestación de lo grave de su estado. El Padre se acercó lentamente hacia el lecho, limpió la frente de la mujer con su pañuelo, se sentó en un banquito y después de escuchar atentamente la confesión, absolvió los pecados de la moribunda, dándole su bendición, y apretando su mano, que poco a poco fue perdiendo la fuerza. El pecho de la enferma comenzó a dejar de expandirse y su respiración fue disminuyendo convirtiéndose en un tenue suspiro hasta que finalmente ya no se pudo percibir. Los ojos vidriosos que nunca miraron claramente al Padre Aparicio se quedaron fijos en el techo... había fallecido.
El Padre Aparicio se levantó del banco y salió de la habitación, buscando a la anciana, sin embargo no la encontró en el piso superior. Bajó las escaleras buscándola, venciéndose la parte superior de la estructura inmediatamente después de usarla, y quedando sin acceso a la parte de arriba. Preocupado, el Padre salió de la ruinosa residencia. El frío viento soplaba en el exterior, cerrando la puerta principal. No había señales del carruaje que lo había llevado, ni del chofer. Asustado, el Padre Aparicio se alejó caminando y luego corriendo, espantado por lo extraño del acontecimiento, regresó a pie de nuevo hasta el Centro, pálido y sobresaltado, y llegó a la casa donde un rato antes había estado de invitado, y contó con detalle lo que le había pasado.
El dueño de la casa ordenó a sus criados atender al clérigo y luego les indicó que prepararan un carro para ir con el Padre Aparicio a la casa mencionada para esclarecer lo que había pasado. Cumpliendo sus órdenes, los criados prepararon el carro del señor y escoltados por dos que iban armados y a caballo fueron en la dirección que les dijo el Padre Aparicio.
Así pues, llegaron al lugar que les indicó y grande fue su sorpresa al encontrar la casa en el descuidado estado que les había comentado el Padre, sin embargo, la puerta estaba atrancada y cerrada con clavos ya oxidados. Tras derribar la puerta, los hombres entraron, y el Padre Aparicio reconoció la casa como la misma en donde había recibido la confesión de la moribunda, sin embargo, todos coincidían en que la casa tenía el aspecto de estar abandonada hacía años. Después de unos momentos, el Padre Aparicio se asomó por una ventana, donde distinguió algo que lo sobrecogió: En donde había estado un jardín, junto a un árbol, estaba su pañuelo muy bien doblado justo delante de lo que quedaba de una lápida, casi deshecha por el tiempo. Los criados se apresuraron a escarbar en la tierra, y encontraron un ataúd de madera, que contenía los restos de una mujer vestida con terciopelo, como la que había visto el Padre Aparicio, y en su frente una diadema, la misma que llevaba puesta la moribunda.
El hallazgo estremeció a los testigos y a todos los que se enteraron del fenómeno. El Padre Aparicio no volvió a ser el mismo desde entonces, se volvió introvertido, se encerraba a orar a altas horas de la noche y su salud se vió mermada por la falta de descanso, ya que tuvo muchas dificultades para conciliar el sueño.
El nombre de la persona que había confesado el padre Aparicio nunca se pudo determinar, y éste, imposibilitado para divulgar los detalles por el secreto de confesión, tuvo que llevarse a la tumba la identidad de la mujer.
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