En el Barrio Antiguo, según cuentan las crónicas y las voces heredadas de generación en generación, se vivió siempre en armonía absoluta. Las familias avecindadas en ese espacio urbano eran como una sola, tanto en los sucesos alegres como en aquellos marcados por el dolor.
La religiosidad caracterizaba al pueblo de aquellos días: era obligada la asistencia a misa diaria de cinco o a las que tenían lugar a lo largo del día en Catedral; desde luego, no se podía faltar al rosario ni a la hora santa que durante muchos años el padre Jardón-fundador de la Congregación Mariana- celebró exclusivamente para los señores. Andrés Jardón, su hermano, recitaba el rosario en los velorios de los vecinos y les acompañaba hasta el panteón para rezarlo ante el sepulcro.
También se asistía a misa o a otros actos piadosos en, la capilla del Colegio de San José, los vecinos en el ala que daba a Abasolo y las alumnas internas en la nave que miraba hacia el patio.
Por muchas décadas vivieron en el Barrio Antiguo, además del padre Jardón -a quien la gente veía pasar rodeado de niños y haciendo flotar su enorme capa negra-, el canónigo Juan Treviño, mejor conocido como "el padre Juanito", y el padre Juan José Hinojosa, a quien no pocos vieron en levitación no sólo al celebrar los oficios, sino también cuando caminaba por la calle con su semblante de asceta.
Durante el rigor del verano las aceras se poblaban de sillas y mecedoras austriacas o de la Malinche. Allí se saludaba con afecto a don Celedonio Junco, que pasaba con el periódico bajo el brazo, o al general Garza Ayala, quien, a decir del doctor Gonzalitos, manejaba tan bien la pluma como la espada. Entretanto, los muchachos en la calle jugaban sin riesgo alguno a la roña, a las escondidas, a los encantados o al burro saltado.
Los cumpleaños y los días de santo de jóvenes y mayores eran motivo de convivencia y de alegría en la merienda y en la ingenua piñata; igual desbordamiento se observaba durante la temporada navideña en las posadas y pastorelas.
En cada casa había un piano o se tocaba algún instrumento como el violín y la guitarra. Fueron famosas las tertulias de la casa de don Celedonio Junco; las canciones, los versos y las improvisaciones hacían la delicia de los asistentes.
Por su parte, las muchachas formaban estudiantinas y participaban en las fiestas cívicas y sociales. Era tal la alegría que propios y extraños llamaron a esa zona “ el barrio de Triana”.
Era común que además del comentario sobre los acontecimientos políticos o de la Revolución, o sobre el último capítulo de la novela por entregas que incluía El Imparcial, la conversación bordara sobre lo acaecido en el barrio: la niña que se cayó del balcón, don Genaro que salió de su tienda y jamás volvió, el joven a quien se le desbocó su caballo y le arrastró varios metros, etcétera.
Algunos sucesos tenían tinte violento, como el del oficial que exigió a la familia Castillón desalojar su casa en 24 horas, para hospedar en ella a Carranza, sin conocimiento de éste. Otros eran de carácter chusco, como el de la muchacha que concertó con su novio la fuga y acordó llevar un manto verde para identificarse. Su abuela, única persona con quien vivía, iría a misa de cinco, y esa sería la hora oportuna para escapar. Pero la abuela tomó el manto de la nieta, que fingía dormir. El enamorado galán, al identificar el manto, la tomó en sus brazos y la subió en su caballo, pero en el-primer farol encendido se dio cuenta de la confusión. Cuentan que la abuela iba eufórica en brazos del jinete.
La leyenda se ha enseñoreado también en el Barrio. Ruidos, pasos y sombras se oyen y se ven en los antiguos caserones. Huesos enterrados en el tronco del nogal; túneles secretos de la catedral al colegio; mujeres emparedadas en los gruesos muros; coronas de imágenes que al frotarlas hacen realidad los deseos; pianos que tocan solos; o algún caballero endeudado que a punto del suicidio encuentra en la puerta norte de la catedral a un obispo que le entrega la suma de dinero para que salve el compromiso.
Historia, tradición y leyenda, eso ha sido el Barrio Antiguo a través de los siglos. Su significación y rescate restituirán a Monterrey este bello girón de su pasado.
La religiosidad caracterizaba al pueblo de aquellos días: era obligada la asistencia a misa diaria de cinco o a las que tenían lugar a lo largo del día en Catedral; desde luego, no se podía faltar al rosario ni a la hora santa que durante muchos años el padre Jardón-fundador de la Congregación Mariana- celebró exclusivamente para los señores. Andrés Jardón, su hermano, recitaba el rosario en los velorios de los vecinos y les acompañaba hasta el panteón para rezarlo ante el sepulcro.
También se asistía a misa o a otros actos piadosos en, la capilla del Colegio de San José, los vecinos en el ala que daba a Abasolo y las alumnas internas en la nave que miraba hacia el patio.
Por muchas décadas vivieron en el Barrio Antiguo, además del padre Jardón -a quien la gente veía pasar rodeado de niños y haciendo flotar su enorme capa negra-, el canónigo Juan Treviño, mejor conocido como "el padre Juanito", y el padre Juan José Hinojosa, a quien no pocos vieron en levitación no sólo al celebrar los oficios, sino también cuando caminaba por la calle con su semblante de asceta.
Durante el rigor del verano las aceras se poblaban de sillas y mecedoras austriacas o de la Malinche. Allí se saludaba con afecto a don Celedonio Junco, que pasaba con el periódico bajo el brazo, o al general Garza Ayala, quien, a decir del doctor Gonzalitos, manejaba tan bien la pluma como la espada. Entretanto, los muchachos en la calle jugaban sin riesgo alguno a la roña, a las escondidas, a los encantados o al burro saltado.
Los cumpleaños y los días de santo de jóvenes y mayores eran motivo de convivencia y de alegría en la merienda y en la ingenua piñata; igual desbordamiento se observaba durante la temporada navideña en las posadas y pastorelas.
En cada casa había un piano o se tocaba algún instrumento como el violín y la guitarra. Fueron famosas las tertulias de la casa de don Celedonio Junco; las canciones, los versos y las improvisaciones hacían la delicia de los asistentes.
Por su parte, las muchachas formaban estudiantinas y participaban en las fiestas cívicas y sociales. Era tal la alegría que propios y extraños llamaron a esa zona “ el barrio de Triana”.
Era común que además del comentario sobre los acontecimientos políticos o de la Revolución, o sobre el último capítulo de la novela por entregas que incluía El Imparcial, la conversación bordara sobre lo acaecido en el barrio: la niña que se cayó del balcón, don Genaro que salió de su tienda y jamás volvió, el joven a quien se le desbocó su caballo y le arrastró varios metros, etcétera.
Algunos sucesos tenían tinte violento, como el del oficial que exigió a la familia Castillón desalojar su casa en 24 horas, para hospedar en ella a Carranza, sin conocimiento de éste. Otros eran de carácter chusco, como el de la muchacha que concertó con su novio la fuga y acordó llevar un manto verde para identificarse. Su abuela, única persona con quien vivía, iría a misa de cinco, y esa sería la hora oportuna para escapar. Pero la abuela tomó el manto de la nieta, que fingía dormir. El enamorado galán, al identificar el manto, la tomó en sus brazos y la subió en su caballo, pero en el-primer farol encendido se dio cuenta de la confusión. Cuentan que la abuela iba eufórica en brazos del jinete.
La leyenda se ha enseñoreado también en el Barrio. Ruidos, pasos y sombras se oyen y se ven en los antiguos caserones. Huesos enterrados en el tronco del nogal; túneles secretos de la catedral al colegio; mujeres emparedadas en los gruesos muros; coronas de imágenes que al frotarlas hacen realidad los deseos; pianos que tocan solos; o algún caballero endeudado que a punto del suicidio encuentra en la puerta norte de la catedral a un obispo que le entrega la suma de dinero para que salve el compromiso.
Historia, tradición y leyenda, eso ha sido el Barrio Antiguo a través de los siglos. Su significación y rescate restituirán a Monterrey este bello girón de su pasado.
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