De camino hacia Las Navas de Tolosa, el rey Alfonso VIII de León, llegó a Oviedo y antes que ninguna otra cosa, se dirigió a la Iglesia del Salvador para dar gracias al Señor por cuanto había recibido hasta ese momento y a pedir su divina ayuda para la gran batalla que se avecinaba.
Después de una larga oración, el rey Don Alfonso se retiró a descansar, sumiéndose en un profundo sueño.
Bien entrada la noche, un repique de aldabón en la puerta principal de la Iglesia alertó a los monjes que guardaban vigilia, pero no respondieron por creer que quizás el viento o algún desaprensivo habría movido la aldaba. Pero al poco rato de nuevo retumbó el repique del aldabón. Esta vez un monje se acercó a la puerta receloso y preguntó quien llamaba, pero no obtuvo respuesta alguna. Y otra vez un repiqueteo insistente y a nadie se veía ni se escuchaba palabra alguna de respuesta.
Los monjes, asustados, corrieron en busca del Obispo, que de inmediato bajó a la Iglesia no menos asustado que sus monjes y al siguiente golpe de aldabón preguntó:
-¿Quién llama?
De lo más oscuro de la noche, surgió una voz:
-Soy Rodrigo Díaz de Vivar.
Y otra voz;
-Soy Fernán González.
-¡Dios mío!-exclamó el Obispo- ¡Si estos caballeros murieron hace ya mucho tiempo...!
Así es -respondieron las voces- pero hemos venido a traer un mensaje al rey Don Alfonso. Decidle que en la batalla que pronto entablará en Las Navas de Tolosa contra los moros, saldrá victorioso. Nosotros estaremos allí para ayudarle.
Y las voces en la sombra desaparecieron.
Tres días después, el rey Alfonso obtuvo una gloriosa victoria en las Navas y muchos soldados que allí lucharon, dijeron haber visto durante la batalla a dos caballeros que montando briosos caballos y cubiertos con largas capas, acudían a los puntos de mayor peligro y resolvían la situación a favor de los cristianos
Durante mucho tiempo el buen Obispo se preguntó si habrían sido, en verdad, las almas de los dos esforzados caballeros las que habían llamado a la puerta de la Iglesia del Salvador.
Después de una larga oración, el rey Don Alfonso se retiró a descansar, sumiéndose en un profundo sueño.
Bien entrada la noche, un repique de aldabón en la puerta principal de la Iglesia alertó a los monjes que guardaban vigilia, pero no respondieron por creer que quizás el viento o algún desaprensivo habría movido la aldaba. Pero al poco rato de nuevo retumbó el repique del aldabón. Esta vez un monje se acercó a la puerta receloso y preguntó quien llamaba, pero no obtuvo respuesta alguna. Y otra vez un repiqueteo insistente y a nadie se veía ni se escuchaba palabra alguna de respuesta.
Los monjes, asustados, corrieron en busca del Obispo, que de inmediato bajó a la Iglesia no menos asustado que sus monjes y al siguiente golpe de aldabón preguntó:
-¿Quién llama?
De lo más oscuro de la noche, surgió una voz:
-Soy Rodrigo Díaz de Vivar.
Y otra voz;
-Soy Fernán González.
-¡Dios mío!-exclamó el Obispo- ¡Si estos caballeros murieron hace ya mucho tiempo...!
Así es -respondieron las voces- pero hemos venido a traer un mensaje al rey Don Alfonso. Decidle que en la batalla que pronto entablará en Las Navas de Tolosa contra los moros, saldrá victorioso. Nosotros estaremos allí para ayudarle.
Y las voces en la sombra desaparecieron.
Tres días después, el rey Alfonso obtuvo una gloriosa victoria en las Navas y muchos soldados que allí lucharon, dijeron haber visto durante la batalla a dos caballeros que montando briosos caballos y cubiertos con largas capas, acudían a los puntos de mayor peligro y resolvían la situación a favor de los cristianos
Durante mucho tiempo el buen Obispo se preguntó si habrían sido, en verdad, las almas de los dos esforzados caballeros las que habían llamado a la puerta de la Iglesia del Salvador.
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