Cuentan que, en la provincia de Orense, vivió una poderosa mujer tan cruel y soberbia que era llamada por los campesinos de su señorío “la Reina Loba”.
Para su manutención y la de sus allegados (tan despiadados como ella misma) obligaba a sus súbditos a entregarle, cada día, una vaca, un cerdo y una carreta llena de otros alimentos. Las familias campesinas se turnaban en esta entrega de vituallas por miedo a los servidores de la Loba, que arrasaban e incendiaban casas y cosechas y asesinaban a todos los habitantes de las aldeas en las que alguna familia se hubiese negado a entregar lo que se les reclamaba.
En este clima de terror vivía la comarca entera, cuando le llegó el turno de entregar los alimentos al pueblo de Figueirós. Sus vecinos se reunieron en asamblea y decidieron no pagar un tributo que les arruinaba.
Pero decir “no pagaremos” no era suficiente porque la reina mandaría contra ellos a sus huestes y serían perseguidos y muertos. Decidieron que si habían de morir de hambre o a manos de los sicarios de la Loba, mejor era morir combatiendo contra ella, así que se armaron lo mejor que pudieron.
Hicieron lanzas y jabalinas, arcos y flechas, tomaron piedras y garrotes y en la oscuridad de la noche, se pusieron en marcha hacia el castillo de la malvada mujer.
La Loba y sus secuaces dormían. Fiados en el terror que infundían en la comarca, descuidaron la vigilancia. Nunca nadie se había atrevido a desafiar su poder ni contaban con que tal cosa pudiera suceder.
Sigilosamente, los vecinos de Figueirós, treparon murallas y abrieron puertas sorprendiendo a los sicarios de la Loba. Un breve pero encarnizado combate dio la victoria a los lugareños que se lanzaron escaleras arriba en busca de su opresora.
La Loba se había refugiado en la torre más alta pero ninguna puerta era lo bastante segura para resistir a los decididos asaltantes. Cuando vio caer su última defensa ante el empuje de sus enemigos y no queriendo someterse quienes ella consideraba sus esclavos, la Loba corrió hacia la ventana y se arrojó al vacío muriendo destrozada sobre las rocas.
Con su muerte acabó el suplicio de los habitantes de la comarca, que recordaron durante siglos, en romances y canciones, el valor de los vecinos de Figueirós.
Para su manutención y la de sus allegados (tan despiadados como ella misma) obligaba a sus súbditos a entregarle, cada día, una vaca, un cerdo y una carreta llena de otros alimentos. Las familias campesinas se turnaban en esta entrega de vituallas por miedo a los servidores de la Loba, que arrasaban e incendiaban casas y cosechas y asesinaban a todos los habitantes de las aldeas en las que alguna familia se hubiese negado a entregar lo que se les reclamaba.
En este clima de terror vivía la comarca entera, cuando le llegó el turno de entregar los alimentos al pueblo de Figueirós. Sus vecinos se reunieron en asamblea y decidieron no pagar un tributo que les arruinaba.
Pero decir “no pagaremos” no era suficiente porque la reina mandaría contra ellos a sus huestes y serían perseguidos y muertos. Decidieron que si habían de morir de hambre o a manos de los sicarios de la Loba, mejor era morir combatiendo contra ella, así que se armaron lo mejor que pudieron.
Hicieron lanzas y jabalinas, arcos y flechas, tomaron piedras y garrotes y en la oscuridad de la noche, se pusieron en marcha hacia el castillo de la malvada mujer.
La Loba y sus secuaces dormían. Fiados en el terror que infundían en la comarca, descuidaron la vigilancia. Nunca nadie se había atrevido a desafiar su poder ni contaban con que tal cosa pudiera suceder.
Sigilosamente, los vecinos de Figueirós, treparon murallas y abrieron puertas sorprendiendo a los sicarios de la Loba. Un breve pero encarnizado combate dio la victoria a los lugareños que se lanzaron escaleras arriba en busca de su opresora.
La Loba se había refugiado en la torre más alta pero ninguna puerta era lo bastante segura para resistir a los decididos asaltantes. Cuando vio caer su última defensa ante el empuje de sus enemigos y no queriendo someterse quienes ella consideraba sus esclavos, la Loba corrió hacia la ventana y se arrojó al vacío muriendo destrozada sobre las rocas.
Con su muerte acabó el suplicio de los habitantes de la comarca, que recordaron durante siglos, en romances y canciones, el valor de los vecinos de Figueirós.
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