¡Cuántas veces hemos visto las imágenes de una París luminosa, alegre y romántica! sin embargo, no muchos saben la historia que se esconden bajo sus calles; las tétricas leyendas y misterios que un día recorrieron sus subterráneos, en aquéllo que hoy conocen como las catacumbas de París, testigos de atrocidades y muertes.
Bajo París, bajo la ciudad del amor, en esas catacumbas, dicen que yacen los restos de casi siete millones de personas.
La ciudad subterránea es una red de túneles que recorren todos los bajos de la capital francesa. Son casi 300 kms. de oscuros pasadizos que datan de la época romana, fechas en que de ellas se extraían mucho de los materiales que un día sirvieran para construir la ciudad en la superficie. Pero lo que un día fuera centro de suministro para la vida en París, más tarde acabaría convirtiéndose en un cementerio para los parisinos y en un lugar donde esconderse de persecuciones y horrores.
Fue en el siglo XVIII cuando París comenzó a verse sin recursos para enterrar a sus muertos. Tanto fue así que incluso llegaron a utilizarse fosas comunes o a enterrarse en vertical, unos sobre los otros. Sin embargo, eso propició que poco a poco el nivel del suelo parisino comenzara a subir. Cuenta la historia que el suelo de París no pudo recibir más cuerpos y en algunos sitios del cementerio local, éstos acabaron por salir a la luz.
Fue en el año 1785 cuando se decidió utilizar aquellas catacumbas romanas como osario común. Hasta allí se llevaron los huesos de muchos parisinos que habían sido enterrados en el cementerio durante siglos. Dicen que hasta 3 millones de cuerpos fueron trasladados por aquellas épocas. Sin embargo, durante décadas siguió utilizándose los túneles como cementerio parisino. Lo curioso es que no se enterraban individualmente, sino que los huesos se colocaban todos en montones iguales, de modo que todos los fémures se ponían juntos, los cráneos en otro lado, y así sucesivamente, hueso a hueso.
En los últimos siglos, además, las catacumbas han sido utilizadas para esconderse de sus perseguidores. Así se hizo durante la Revolución Francesa, o incluso durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los partisanos la utilizaron para esconderse de los alemanes que habían invadido París.
En un lugar así, tan íntimamente emparentado con la Muerte, era imposible que las leyendas y misterios no empezaran a circular.
Cuentan que en 1961, un grupo de amigos entraron a las catacumbas como si de una aventura se tratase. Todos en fila, cada uno portaba una antorcha, cuando, en cierto momento, repentinamente un susurro de viento las apagó. Aterrorizados, todos recordaron que una leyenda parisina decía que en la oscuridad los túneles cambiaban solos de posición, y ante ese recuerdo, se creyeron perdidos para siempre.
Sólo Henry, uno de ellos, mantuvo la calma. Y en esto, su antorcha se encendió. Henry tomó la mano de quien a su espalda estaba, y éste al de detrás y así sucesivamente, reemprendieron la marcha. Al fin, Henry vio la luz de la salida al fondo, y medio en penumbras, ya aclarados por la pequeña luz que entraba por aquella boca de salida, se volvió. Su rostro se contrajo cuando se dio cuenta que cogido de su mano sólo una tenue sombra lo miraba, pero de sus amigos no había ni rastro. Henry salió como pudo de aquellos túneles, pero de sus cinco amigos jamás volvió a saberse.
En otra ocasión, otra joven, en una de sus exploraciones a aquellos túneles, vio en cierta ocasión una luz al fondo del túnel. Comenzó a perseguirla, pero por más que parecía acercarse, nunca la atrapaba. Finalmente, topó con un túnel sin salida, y allí se encontró frente a frente con un esqueleto con la ropa hecha jirones. Presa de terror corrió de vuelta sobre sus pasos, sintiéndose perseguida por el esqueleto. Como pudo, consiguió salir, y más tarde la encontraron en un rincón de una cafetería, ciega de terror, sucia, ensangrentada, y con la mente ida.
Dicen que en París, entre los apasionados de lo oculto, es una afición adentrarse en las catacumbas. Tanto es así que los conocen como los “cataphiles”. Ellos recorren kilómetros de túneles siempre en busca de alguna actividad fantasmal, y no todos vuelven de ellas.
Hoy, las catacumbas, o parte de ellas, están abiertas a los turistas para que las visiten quienes quieran… y puedan.
Bajo París, bajo la ciudad del amor, en esas catacumbas, dicen que yacen los restos de casi siete millones de personas.
La ciudad subterránea es una red de túneles que recorren todos los bajos de la capital francesa. Son casi 300 kms. de oscuros pasadizos que datan de la época romana, fechas en que de ellas se extraían mucho de los materiales que un día sirvieran para construir la ciudad en la superficie. Pero lo que un día fuera centro de suministro para la vida en París, más tarde acabaría convirtiéndose en un cementerio para los parisinos y en un lugar donde esconderse de persecuciones y horrores.
Fue en el siglo XVIII cuando París comenzó a verse sin recursos para enterrar a sus muertos. Tanto fue así que incluso llegaron a utilizarse fosas comunes o a enterrarse en vertical, unos sobre los otros. Sin embargo, eso propició que poco a poco el nivel del suelo parisino comenzara a subir. Cuenta la historia que el suelo de París no pudo recibir más cuerpos y en algunos sitios del cementerio local, éstos acabaron por salir a la luz.
Fue en el año 1785 cuando se decidió utilizar aquellas catacumbas romanas como osario común. Hasta allí se llevaron los huesos de muchos parisinos que habían sido enterrados en el cementerio durante siglos. Dicen que hasta 3 millones de cuerpos fueron trasladados por aquellas épocas. Sin embargo, durante décadas siguió utilizándose los túneles como cementerio parisino. Lo curioso es que no se enterraban individualmente, sino que los huesos se colocaban todos en montones iguales, de modo que todos los fémures se ponían juntos, los cráneos en otro lado, y así sucesivamente, hueso a hueso.
En los últimos siglos, además, las catacumbas han sido utilizadas para esconderse de sus perseguidores. Así se hizo durante la Revolución Francesa, o incluso durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los partisanos la utilizaron para esconderse de los alemanes que habían invadido París.
En un lugar así, tan íntimamente emparentado con la Muerte, era imposible que las leyendas y misterios no empezaran a circular.
Cuentan que en 1961, un grupo de amigos entraron a las catacumbas como si de una aventura se tratase. Todos en fila, cada uno portaba una antorcha, cuando, en cierto momento, repentinamente un susurro de viento las apagó. Aterrorizados, todos recordaron que una leyenda parisina decía que en la oscuridad los túneles cambiaban solos de posición, y ante ese recuerdo, se creyeron perdidos para siempre.
Sólo Henry, uno de ellos, mantuvo la calma. Y en esto, su antorcha se encendió. Henry tomó la mano de quien a su espalda estaba, y éste al de detrás y así sucesivamente, reemprendieron la marcha. Al fin, Henry vio la luz de la salida al fondo, y medio en penumbras, ya aclarados por la pequeña luz que entraba por aquella boca de salida, se volvió. Su rostro se contrajo cuando se dio cuenta que cogido de su mano sólo una tenue sombra lo miraba, pero de sus amigos no había ni rastro. Henry salió como pudo de aquellos túneles, pero de sus cinco amigos jamás volvió a saberse.
En otra ocasión, otra joven, en una de sus exploraciones a aquellos túneles, vio en cierta ocasión una luz al fondo del túnel. Comenzó a perseguirla, pero por más que parecía acercarse, nunca la atrapaba. Finalmente, topó con un túnel sin salida, y allí se encontró frente a frente con un esqueleto con la ropa hecha jirones. Presa de terror corrió de vuelta sobre sus pasos, sintiéndose perseguida por el esqueleto. Como pudo, consiguió salir, y más tarde la encontraron en un rincón de una cafetería, ciega de terror, sucia, ensangrentada, y con la mente ida.
Dicen que en París, entre los apasionados de lo oculto, es una afición adentrarse en las catacumbas. Tanto es así que los conocen como los “cataphiles”. Ellos recorren kilómetros de túneles siempre en busca de alguna actividad fantasmal, y no todos vuelven de ellas.
Hoy, las catacumbas, o parte de ellas, están abiertas a los turistas para que las visiten quienes quieran… y puedan.
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