Para los conquistadores América era la tierra de las maravillas. Todo parecía posible en aquel nuevo mundo descubierto por Cristóbal Colón: ríos tan anchos que parecían conducir a las puertas del paraíso, selvas exuberantes que escondían a bestias fantásticas, hombres que vivían semidesnudos pero se adornaban con ricas piezas de oro, grandes y sofisticados imperios… Así cuando en 1530 llegan rumores a la Nueva España sobre la existencia de un magnífico reino llamado Cíbola a tan solo 40 días de viaje hacia el norte, los castellanos se ponen en marcha sin dudar, dispuestos a adentrarse otra vez por tierras desconocidas.
El gobernador de la Nueva España, Nuño de Guzmán, organizó en menos de un año un contingente de más de 400 castellanos y 20000 indios, destinados, en teoría, a conquistar Cíbola. El pequeño ejército vagó por las regiones de Sinaloa y Culiacán sin encontrar ninguna de las siete ciudades (la menor de ellas tan magnífica como Tenochtitlán) que supuestamente formaban aquel reino maravilloso. Ni rastro de sus calles de plata, sus casas empedradas con turquesas y esmeraldas, o sus templos altos como torres. Nuño tuvo que conformarse con fundar la localidad de San Miguel de Culiacán antes de regresar a Nueva España.
Pero la historia de Cíbola apenas había comenzado. En 1536, cuando sus siete ciudades ya casi habían sido olvidadas, llegan a Nueva España Alvar Núñez Cabeza de Vaca y sus compañeros: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes y su esclavo Estebanico, según las crónicas “negro alárabe de Azamor (localidad de la costa atlántica de Marruecos)”. Ocho años antes habían participado en la nefasta expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida, de la cual eran los únicos supervivientes. Durante ocho años habían caminado a pie desde Florida hasta Nueva España, a través de la selva y el desierto, conviviendo con distintas tribus de indios y ganándose el pan a base de realizar curaciones milagrosas. Regresaban de su alucinante odisea harapientos y miserables, pero con una gran noticia: en su peregrinar se habían enterado de que al norte existía un país muy rico que no podía ser otro que el mítico Cíbola.
El virrey Antonio de Hurtado prefirió ser cauto. Encargó el asunto a Francisco Vázquez de Coronado, buen amigo y hombre con fama de cabal, quien a su vez decidió enviar antes una avanzadilla que le informase de las características del terreno, las posibilidades de aprovisionamiento y la veracidad de los rumores acerca de aquel territorio. El responsable de aquella misión sería el monje franciscano fray Marcos de Niza.
En 1539, fray Marcos parte de San Miguel de Culiacán acompañado de otro fraile, un nutrido grupo de indios y, por disposición del Virrey, el intrépido Esteban, el esclavo de Dorantes, como supuesto guía.
La primera parte del viaje no puede ser más esperanzadora para fray Marcos. Cada vez encuentra poblaciones más ricas, lo que le confirma que va por buen camino. Sus habitantes repiten lo que el ya conoce acerca de Cíbola, pero aportando datos más precisos. Según le cuentan, en Cíbola visten con camisas de algodón largas, ceñidas con cintas de turquesas y cubiertas por buenas mantas. Más allá de aquel reino habría otros, como Marata, Acus o Tonteac, cuya gente llevaría puestas unas ropas de la misma tela que el hábito del monje. El franciscano recibe además los mensajes de Esteban, a quien ha enviado por delante, y que le apremia asegurando que cada vez están más cerca de Cíbola.
Ya sólo le falta atravesar un pequeño desierto, y fray Marcos decide descansar unos días en un pequeño pueblo antes de la jornada definitiva. Nada más salir de allí encuentra a uno de los indios que iban con Esteban, cubierto de sudor y muy afligido. Le cuenta que al llegar a las cercanías de la primera ciudad de Cíbola, el señor de la misma les prohibió muy enojado entrar en ella, prohibición que fue trasgredida por Esteban. El indio vio cómo Esteban salía de la ciudad perseguido por la gente de ella, y como le mataban a parte de los que iban con él. Sin embargo, desconocía la suerte final corrida por Estebanico.
Para desazón del fraile, a los dos días encuentran ensangrentados y agotados a otros dos indios del mismo grupo, quienes le confirman la muerte de Esteban. El buen fraile se ve obligado entonces a dar la vuelta, pero ya que está tan cerca de la ansiada Cíbola no quiere marchar sin echar antes un vistazo a la ciudad. Sube a un cerro cercano y mira hacia el otro lado. Allí está la mítica Cíbola, y lo que ve no desmerece a lo que durante tantos días había soñado: calles brillantes, magníficas casas de varios pisos; una ciudad mayor y mejor que cualquiera de las descubiertas hasta entonces en el Nuevo Mundo. Y esa no es sino la menor de las siete ciudades. El fraile clava una cruz en el cerro, tomando posesión simbólica de aquella tierra en nombre del virrey y de su majestad el emperador, y emprende el camino de regreso.
Tras conocer su informe, Antonio de Mendoza encarga a Vázquez de Coronado la conquista del reino de Cíbola. La expedición, que contará con trescientos españoles y ochocientos indios de Nueva España, parte en 1540 al mando de Coronado y con la guía de fray Marcos de Niza.
Pero la empresa de Coronado no empieza bien. El maestre de campo muere en una escaramuza, y al poco se encuentran con unos exploradores enviados por el virrey que se habían adentrado 200 leguas al norte sin encontrar nada digno de mención. Fray Marcos, que ha visto la ciudad con sus propios ojos, logra tranquilizar a los demás con una elocuente descripción de las maravillas que les aguardan.
Tras días de trayecto sin más novedad que el creciente escepticismo de Coronado y sus hombres, la expedición llega a la base del cerro desde el cual el fraile divisó Cíbola. Ansiosos suben la loma, imaginando las casas de piedra, las calles de plata, la inmensa ciudad más magnífica que la mismísima Tenochtitlán… Pero al llegar arriba y mirar al otro lado no ven nada, apenas una aldea polvorienta de rústicas casas de adobe en la cual les esperan 200 indios armados. Esto supone un tremendo jarro de agua fría para toda la expedición, y para fray Marcos en particular, que recibe las maldiciones de todos sin ser capaz de entender qué ha pasado.
A pesar del desánimo, la expedición de Coronado continuará su viaje, adentrándose cada vez más en el corazón de lo que algún día será Estados Unidos. Descubren el río Colorado y su cañón. Y, buscando una nueva ciudad maravillosa, Quivira, traspasan el río Arkansas y se convierten en los primeros europeos en ver las inmensas manadas de bisontes. Pero al final sólo les aguarda otra aldea mísera. En 1542 regresan a Nueva España con una sensación de absoluto fracaso. Fray Marcos de Niza moriría en 1558, debilitado las penurias pasadas durante la expedición y vencido por la tristeza.
Cronistas posteriores alimentaron el mito de “Las siete ciudades de Cíbola” uniéndolo a una vieja leyenda hispánica, según la cual, tras la conquista árabe de la península, siete obispos lusitanos huyeron a través del Atlántico hasta llegar a una isla llamada Antilia, Cada uno de ellos fundaría una ciudad, por lo cual su isla también se conocería a partir de entonces como la “isla de las Siete Ciudades”. A pesar de las posibles conexiones entre las dos historias, los que participaron directamente en la búsqueda de Cíbola nunca mencionaron en sus relaciones esta vieja leyenda.
El gobernador de la Nueva España, Nuño de Guzmán, organizó en menos de un año un contingente de más de 400 castellanos y 20000 indios, destinados, en teoría, a conquistar Cíbola. El pequeño ejército vagó por las regiones de Sinaloa y Culiacán sin encontrar ninguna de las siete ciudades (la menor de ellas tan magnífica como Tenochtitlán) que supuestamente formaban aquel reino maravilloso. Ni rastro de sus calles de plata, sus casas empedradas con turquesas y esmeraldas, o sus templos altos como torres. Nuño tuvo que conformarse con fundar la localidad de San Miguel de Culiacán antes de regresar a Nueva España.
Pero la historia de Cíbola apenas había comenzado. En 1536, cuando sus siete ciudades ya casi habían sido olvidadas, llegan a Nueva España Alvar Núñez Cabeza de Vaca y sus compañeros: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes y su esclavo Estebanico, según las crónicas “negro alárabe de Azamor (localidad de la costa atlántica de Marruecos)”. Ocho años antes habían participado en la nefasta expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida, de la cual eran los únicos supervivientes. Durante ocho años habían caminado a pie desde Florida hasta Nueva España, a través de la selva y el desierto, conviviendo con distintas tribus de indios y ganándose el pan a base de realizar curaciones milagrosas. Regresaban de su alucinante odisea harapientos y miserables, pero con una gran noticia: en su peregrinar se habían enterado de que al norte existía un país muy rico que no podía ser otro que el mítico Cíbola.
El virrey Antonio de Hurtado prefirió ser cauto. Encargó el asunto a Francisco Vázquez de Coronado, buen amigo y hombre con fama de cabal, quien a su vez decidió enviar antes una avanzadilla que le informase de las características del terreno, las posibilidades de aprovisionamiento y la veracidad de los rumores acerca de aquel territorio. El responsable de aquella misión sería el monje franciscano fray Marcos de Niza.
En 1539, fray Marcos parte de San Miguel de Culiacán acompañado de otro fraile, un nutrido grupo de indios y, por disposición del Virrey, el intrépido Esteban, el esclavo de Dorantes, como supuesto guía.
La primera parte del viaje no puede ser más esperanzadora para fray Marcos. Cada vez encuentra poblaciones más ricas, lo que le confirma que va por buen camino. Sus habitantes repiten lo que el ya conoce acerca de Cíbola, pero aportando datos más precisos. Según le cuentan, en Cíbola visten con camisas de algodón largas, ceñidas con cintas de turquesas y cubiertas por buenas mantas. Más allá de aquel reino habría otros, como Marata, Acus o Tonteac, cuya gente llevaría puestas unas ropas de la misma tela que el hábito del monje. El franciscano recibe además los mensajes de Esteban, a quien ha enviado por delante, y que le apremia asegurando que cada vez están más cerca de Cíbola.
Ya sólo le falta atravesar un pequeño desierto, y fray Marcos decide descansar unos días en un pequeño pueblo antes de la jornada definitiva. Nada más salir de allí encuentra a uno de los indios que iban con Esteban, cubierto de sudor y muy afligido. Le cuenta que al llegar a las cercanías de la primera ciudad de Cíbola, el señor de la misma les prohibió muy enojado entrar en ella, prohibición que fue trasgredida por Esteban. El indio vio cómo Esteban salía de la ciudad perseguido por la gente de ella, y como le mataban a parte de los que iban con él. Sin embargo, desconocía la suerte final corrida por Estebanico.
Para desazón del fraile, a los dos días encuentran ensangrentados y agotados a otros dos indios del mismo grupo, quienes le confirman la muerte de Esteban. El buen fraile se ve obligado entonces a dar la vuelta, pero ya que está tan cerca de la ansiada Cíbola no quiere marchar sin echar antes un vistazo a la ciudad. Sube a un cerro cercano y mira hacia el otro lado. Allí está la mítica Cíbola, y lo que ve no desmerece a lo que durante tantos días había soñado: calles brillantes, magníficas casas de varios pisos; una ciudad mayor y mejor que cualquiera de las descubiertas hasta entonces en el Nuevo Mundo. Y esa no es sino la menor de las siete ciudades. El fraile clava una cruz en el cerro, tomando posesión simbólica de aquella tierra en nombre del virrey y de su majestad el emperador, y emprende el camino de regreso.
Tras conocer su informe, Antonio de Mendoza encarga a Vázquez de Coronado la conquista del reino de Cíbola. La expedición, que contará con trescientos españoles y ochocientos indios de Nueva España, parte en 1540 al mando de Coronado y con la guía de fray Marcos de Niza.
Pero la empresa de Coronado no empieza bien. El maestre de campo muere en una escaramuza, y al poco se encuentran con unos exploradores enviados por el virrey que se habían adentrado 200 leguas al norte sin encontrar nada digno de mención. Fray Marcos, que ha visto la ciudad con sus propios ojos, logra tranquilizar a los demás con una elocuente descripción de las maravillas que les aguardan.
Tras días de trayecto sin más novedad que el creciente escepticismo de Coronado y sus hombres, la expedición llega a la base del cerro desde el cual el fraile divisó Cíbola. Ansiosos suben la loma, imaginando las casas de piedra, las calles de plata, la inmensa ciudad más magnífica que la mismísima Tenochtitlán… Pero al llegar arriba y mirar al otro lado no ven nada, apenas una aldea polvorienta de rústicas casas de adobe en la cual les esperan 200 indios armados. Esto supone un tremendo jarro de agua fría para toda la expedición, y para fray Marcos en particular, que recibe las maldiciones de todos sin ser capaz de entender qué ha pasado.
A pesar del desánimo, la expedición de Coronado continuará su viaje, adentrándose cada vez más en el corazón de lo que algún día será Estados Unidos. Descubren el río Colorado y su cañón. Y, buscando una nueva ciudad maravillosa, Quivira, traspasan el río Arkansas y se convierten en los primeros europeos en ver las inmensas manadas de bisontes. Pero al final sólo les aguarda otra aldea mísera. En 1542 regresan a Nueva España con una sensación de absoluto fracaso. Fray Marcos de Niza moriría en 1558, debilitado las penurias pasadas durante la expedición y vencido por la tristeza.
Cronistas posteriores alimentaron el mito de “Las siete ciudades de Cíbola” uniéndolo a una vieja leyenda hispánica, según la cual, tras la conquista árabe de la península, siete obispos lusitanos huyeron a través del Atlántico hasta llegar a una isla llamada Antilia, Cada uno de ellos fundaría una ciudad, por lo cual su isla también se conocería a partir de entonces como la “isla de las Siete Ciudades”. A pesar de las posibles conexiones entre las dos historias, los que participaron directamente en la búsqueda de Cíbola nunca mencionaron en sus relaciones esta vieja leyenda.
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