No hace mucho hablamos de la Atlántida como de ese reino mítico que todos han buscado a lo largo de los siglos; una civilización superior social y tecnológicamente. Planteábamos el nacimiento de ese mito en la necesidad que todas las sociedades tienen de creer en sociedades perfectas, en encontrar lugares mágicos donde no ha problemas y donde todo está avanzado de acuerdo a sus creencias.
En Asia también hay un paraíso similar aunque de connotaciones diferentes; un lugar donde impera la paz espiritual, un paraíso perdido donde según los mitos budistas viven almas inmortales armónicamente con la Naturaleza. Es la fuente de la sabiduría eterna a la que en la religión budista llaman Shamballa o Shambhala, los hindúes Kalapa, a la que la cultura milenaria de Chinaconoce sitúa en los montes del Kun Lun, y en Rusia Bielovodye, la Tierra de las Aguas Blancas.
Sin embargo, en Occidente el nombre por el que se ha hecho más conocido es el de Shangri-La, nombre que le dio James Hilton en su novela Horizontes Perdidos.
En esta novela Hilton construyó un mundo perfecto al que acudían hombres de gran sabiduría de todo el mundo, que eran dirigidos por François Perrault, un monje capuchino con más de 200 años de edad. Allí protegían los tesoros que la Humanidad había perdido con tanta violencia intolerante, era el lugar donde se protegía el pasado para mostrar a los que a él pudieran acceder aquellos paraísos perdidos que todos quisiéramos encontrar.
Su descripción de aquel mundo, escondido en las más altas cumbres del Himalaya; aquel mágico poblado situado en las laderas de las montañas nevadas que de repente aparecían como lo hacen las visiones del desierto, se transformó con el paso de los años en la necesidad de creer que un reino así verdaderamente podía existir.
Ya lo decían las milenarias religiones de toda Asia al creer que en aquellas cumbres existían los manantiales de la Sabiduría. A Shambala se la conoce en Asia como el Reino Oculto, perdido en el Tibet, y habitado por seres perfectos que intentan proteger la evolución del ser humano y es considerado como la fuente del Kalachakra, la rama más esotérica de los tibetanos.
Se decía que Shambala era como una flor de loto. Tenía 8 regiones y estaban separadas entre sí por anillos concéntricos (curiosa la coincidencia con la Atlántida). En el centro del anillo central se levanta Kalapa, la que es la capital, y el palacio Kingos, hecho de muchas joyas y piedras preciosas.
La tecnología de Shambala era mucho más avanzada que la de nuestros mundos conocidos, y en la ciudad principal había unos ventanales que servían de telescopios y permitían ver la vida extraterrestre. Las fantasías y leyendas hablaban de vehículos que se desplazaban (hace siglos, no lo olvidemos) por túneles subterráneos, y de la facultad de sus habitantes de moverse a gran velocidad, trasladarse de un lugar a toro materializándose y desmaterializándose, además de tener una gran clarividencia.
Son curiosas las coincidencias existentes entre ambos reinos míticos, Atlántida y Shamballa; tanto que hace pensar en la ficción de ambos, en la inexistencia de algo que jamás podrá encontrarse y que está más apoyada, como decía al empezar, en la necesidad de la fe en cosas superiores, en lugares y condiciones que están por encima de lo que tenemos ahora, y que en algún tiempo venidero podremos tener.
En Asia también hay un paraíso similar aunque de connotaciones diferentes; un lugar donde impera la paz espiritual, un paraíso perdido donde según los mitos budistas viven almas inmortales armónicamente con la Naturaleza. Es la fuente de la sabiduría eterna a la que en la religión budista llaman Shamballa o Shambhala, los hindúes Kalapa, a la que la cultura milenaria de Chinaconoce sitúa en los montes del Kun Lun, y en Rusia Bielovodye, la Tierra de las Aguas Blancas.
Sin embargo, en Occidente el nombre por el que se ha hecho más conocido es el de Shangri-La, nombre que le dio James Hilton en su novela Horizontes Perdidos.
En esta novela Hilton construyó un mundo perfecto al que acudían hombres de gran sabiduría de todo el mundo, que eran dirigidos por François Perrault, un monje capuchino con más de 200 años de edad. Allí protegían los tesoros que la Humanidad había perdido con tanta violencia intolerante, era el lugar donde se protegía el pasado para mostrar a los que a él pudieran acceder aquellos paraísos perdidos que todos quisiéramos encontrar.
Su descripción de aquel mundo, escondido en las más altas cumbres del Himalaya; aquel mágico poblado situado en las laderas de las montañas nevadas que de repente aparecían como lo hacen las visiones del desierto, se transformó con el paso de los años en la necesidad de creer que un reino así verdaderamente podía existir.
Ya lo decían las milenarias religiones de toda Asia al creer que en aquellas cumbres existían los manantiales de la Sabiduría. A Shambala se la conoce en Asia como el Reino Oculto, perdido en el Tibet, y habitado por seres perfectos que intentan proteger la evolución del ser humano y es considerado como la fuente del Kalachakra, la rama más esotérica de los tibetanos.
Se decía que Shambala era como una flor de loto. Tenía 8 regiones y estaban separadas entre sí por anillos concéntricos (curiosa la coincidencia con la Atlántida). En el centro del anillo central se levanta Kalapa, la que es la capital, y el palacio Kingos, hecho de muchas joyas y piedras preciosas.
La tecnología de Shambala era mucho más avanzada que la de nuestros mundos conocidos, y en la ciudad principal había unos ventanales que servían de telescopios y permitían ver la vida extraterrestre. Las fantasías y leyendas hablaban de vehículos que se desplazaban (hace siglos, no lo olvidemos) por túneles subterráneos, y de la facultad de sus habitantes de moverse a gran velocidad, trasladarse de un lugar a toro materializándose y desmaterializándose, además de tener una gran clarividencia.
Son curiosas las coincidencias existentes entre ambos reinos míticos, Atlántida y Shamballa; tanto que hace pensar en la ficción de ambos, en la inexistencia de algo que jamás podrá encontrarse y que está más apoyada, como decía al empezar, en la necesidad de la fe en cosas superiores, en lugares y condiciones que están por encima de lo que tenemos ahora, y que en algún tiempo venidero podremos tener.
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