miércoles, 19 de octubre de 2011

La calavera número cien: Leyenda norteamericana ambientada en el Salvaje Oeste

Esta historia de venganzas familiares, con algún elemento fantasmagórico y ambientada en el Salvaje Oeste, aparece en una compilación de 1896 titulada Myths and Legends of Our Own Land.

Su protagonista, Bill Quick, es un duro trampero de Ohio que vivía a principios del siglo XIX en una cabaña de la parte alta del río Scioto. Una tarde, al volver de cazar, encontró su casa desvalijada y a su anciano padre tendido en el suelo sobre un charco de sangre. A pesar que ninguna prueba lo indicaba así, Bill se convenció de que los autores del ataque habían sido los indios, y desde aquel momento los odió con todo su corazón, y prometió vengarse de ellos cien veces.

Silencioso y sutil, casi como una presencia invisible, asesinó sin piedad a muchos pieles rojas que encontró en el bosque. Dentro los círculos de tipis, alrededor del fuego, comenzaron a contarse terribles historias sobre centelleantes cuchillos que salían de la maleza, mortíferas balas provenientes de la orilla del río y sombras que te cortaban el cuello en tu propia tienda antes de que pudieses despertar. Bill Quick se había convertido en la muerte encarnada, al menos para los indios de la región.

Poco a poco, fue reuniendo en las estanterías de su cabaña una siniestra colección de calaveras, pues, a diferencia de otros cazadores de cabezas de su época, para él el cuero cabelludo no bastaba como trofeo. Así que llegó un momento en el cual noventa y nueve rostros descarnados le sonreían desde las paredes de su hogar, y él les devolvía la sonrisa cada mañana pensando en que solo le faltaba una cabeza más para completar su venganza.

Sin embargo, la caza de pieles rojas ya no era tan fácil como antes. Muchos de los indios habían emigrado lejos, a tierras teóricamente más seguras, y los que quedaban se cuidaban muy mucho de evitar las zonas frecuentadas por él. Ahora, aunque a veces acechaba entre los matorrales durante días, siempre regresaba a casa con la bolsa vacía y el corazón lleno de frustración.

Pasó el tiempo, y Bill, que era ya mayor, enfermó sin esperanza de recuperación. Con un pie en la tumba, llamó a su hijo y le hizo prometer junto a su lecho de muerte que completaría la sangrienta labor que él había iniciado. Si no añadía una última calavera a la colección, gruñó enfebrecido, él mismo regresaría del Infierno para recordarle su deber. Intentando reprimir las lágrimas, Tom aceptó la tarea que le encargaba su pobre padre moribundo.

A los pocos días de enterrar al viejo Bill, Tom Quick limpió el rifle de su padre, metió víveres en una bolsa y se adentró en el bosque, aunque él mismo sabía que no tenía madera de cazador, y mucho menos de cazador de cabezas, y que en realidad, ¡qué demonios!, los indios ni siquiera le caían mal. A pesar de todo, lo intentó. Recorrió senderos y caminos, buscó rastros en el bosque todos los días, durante semanas, meses, años, hasta que le quedó absolutamente claro que no lo iba a conseguir. Y entonces dejó de intentarlo, aunque de vez en cuando le asaltaba la desagradable idea de estar fallándole a su padre. Pero en aquellas ocasiones solo hacía falta echar un trago (o varios) para que la idea desapareciese. Con los años, cada vez se sorprendía a sí mismo pensando en ello con más frecuencia. Y cuanto más pensaba en ello, más bebía.

Una mañana, Tom apareció en el pueblo muy nervioso diciendo que la noche anterior, al regresar desde la cantina a su casa, mientras se aproximaba a ella, había oído cómo una barahúnda infernal salía de su interior. Al entrar, se encontró a las noventa y nueve calaveras hablando entre ellas, más en concreto, según dijo, comentando lo inútil que era. Cuando se dieron cuenta de que las estaba mirando, empezaron a rechinar los dientes, y un brillo fosforescente comenzó a salir de las cuencas vacías de sus ojos. Tom no recordaba nada más, tan solo que antes de desmayarse se le había caído al suelo la botella de güisqui que llevaba en la mano.

Así fue cómo la gente se enteró de que Tom Quick había jurado a su padre matar a un piel roja. Un día llegaron al pueblo noticias de que un grupo de indios había sido visto en la región. Sus compañeros de juerga se reían de él, y le decían: “¿Eh, Tommy, porqué no vas a ver si por fin le consigues una cabeza de indio a tu padre?”. Y, azuzado por sus risas, Tom caminó el sendero de la guerra otra vez, o, para ser más exactos, se tambaleó por él.

Aquella noche alguien oyó un disparo en las cercanías del río Scioto. A la mañana siguiente, un vecino se acercó a la cabaña de los Quick y, al encontrar la puerta abierta, entró en su interior. Vio que sobre las estanterías reposaban las noventa y nueve calaveras, pero ahora había una más, situada en el espacio por tan largo tiempo vacío, una cabeza recién cortada con un balazo en la frente y una incisión en la cabellera. Desde la estantería le miraban los ojos inertes de Tom Quick.

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