Al Demonio le gusta incordiar a los santos, es un hecho sabido. Disfruta sembrando sus vidas de desagradables sorpresas sobrenaturales para observar después la confusión en sus rostros, buscando cualquier signo de debilidad. Pero a veces sus venerables víctimas le salen demasiado beligerantes, y, dejando a un lado la proverbial resignación cristiana, le plantan cara dispuestas a hacerle pagar ojo por ojo, diente por diente e insulto por insulto. Y entonces el mortificador es mortificado.
San Dunstan es célebre por la cómica contundencia con la que trató al Demonio en dos ocasiones. Vivió en Inglaterra durante el siglo X y ejerció de consejero para varios reyes, participando también de forma muy activa en la vida religiosa de su país. Llegó a ser arzobispo de Canterbury, pero antes vivió en el monasterio de Glastonbury, del cual fue abad. Allí disponía de una pequeña fragua en la que solía trabajar durante sus ratos libres fabricando cálices y otros objetos para ser utilizados en la abadía. Por ello es considerado el patrón de los orfebres.
Un día, mientras estaba trabajando en su fragua, el Diablo se le apareció bajo la forma de una hermosa muchacha y trató de tentarle. Como el futuro santo permanecía indiferente a sus provocaciones, el Diablo recuperó su forma habitual. Al verlo, Dunstan cogió unas tenazas que tenía calentando al fuego y con ellas agarró al Demonio por la nariz. Dicen que sus gritos se pudieron oír en treinta kilómetros a la redonda. Cuando logró zafarse, salió de allí corriendo con el rabo entre las piernas. Debido a esta leyenda, a San Dunstan se le suele representar con sus tenazas en la mano.
A pesar de su humillante derrota, el Diablo regresó tiempo después a la fragua de Dunstan disfrazado de viajero y con un caballo al que le faltaba la herradura de una pata. Le pidió amablemente que herrara la pata del caballo. El santo acudió solícito con una herradura, un martillo y unos clavos, pero al agacharse para levantar la pata del animal, pudo ver que el forastero tenía pezuñas en lugar de pies. Esta prueba le bastó para darse cuenta de quién era aquel impostor, y, antes de que este reaccionase, le cogió una pierna y clavó en su pezuña la herradura destinada inicialmente al caballo. Lo hizo con tan mala saña que al poco el diablo estaba llorando de dolor y suplicando que se la quitase. Dunstan accedió, pero antes le hizo prometer que nunca volvería a entrar en un lugar en el cual hubiese una herradura. Según la leyenda, hasta ahora el Diablo ha cumplido siempre su promesa.
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