Antes de que se construyera el acueducto los segovianos tenían que recorrer un largo trecho para llevar agua a sus casas. Este tedioso trabajo debía ser realizado más de una vez al día, por lo que, además de resultar sumamente cansado, robaba un tiempo precioso que podía ser dedicado a otros menesteres.
Cuenta la leyenda que en una ocasión, una muchacha que acarreaba un gran cántaro de agua hacia su casa exclamó con fastidio: “Daría cualquier cosa porque el agua llegase sola a las puertas de la ciudad y así no tener que volver nunca a recorrer este camino”.
Nada más pronunciar estas palabras, escuchó a su espalda una voz melodiosa que le preguntaba si de verdad estaría dispuesta a dar cualquier cosa a cambio de no tener que volver a realizar aquella labor. Al escuchar esta pregunta la joven se dio la vuelta sumamente sorprendida, ya que habría jurado que el camino estaba desierto y nadie la seguía. Pero no, allí estaba, salido de no se sabe bien donde, un elegante señor de edad indefinida, poseedor de un fino bigote y una extraña perilla puntiaguda.
La muchacha, una vez repuesta de su impresión inicial, respondió que sí, efectivamente daría lo que fuese, pero por desgracia era pobre y no tenía nada que dar. El desconocido replicó que aunque ella no lo supiera poseía algo precioso y de incalculable valor: su alma. ¿Estaría de acuerdo aquella amable jovencita en darle su alma a cambio de que él hiciera que el agua llegase hasta cerca de su casa? La muchacha, que era un poco descreída, respondió que, puesto que el alma no le servía para nada, se la entregaría encantada. Pero como la sonrisa socarrona de aquel personaje comenzaba a inquietarla, decidió añadir una condición que estimó imposible de cumplir, y que consistía en que para que el trato se cumpliera el agua tendría ya que desembocar cerca de su casa antes de que el gallo cantase a la mañana siguiente. El caballero accedió, y tras estrechar la mano de la joven, desapareció. O, a decir verdad, se desvaneció en el aire.
La muchacha cogió el cántaro de agua y continuó su camino, dudando de si lo que acababa de sucederle había sido una fantasía o había sucedido en realidad. Durante el resto del día intentó no pensar más en ello, pues, real o no, la conversación que había tenido con aquel señor se le antojaba completamente absurda.
De noche, mientras dormía en su cama, se desató una terrible tormenta que le hizo despertarse aterrorizada. Salió a la calle, esperando encontrar allí a sus vecinos, desvelados como ella por aquellos excepcionales truenos y relámpagos. Pero no había nadie. Todas las puertas estaban cerradas y ninguna luz iluminaba las ventanas. El resto de la ciudad dormía como presa de un encantamiento.
Más allá de la ciudad, en dirección al lejano manantial de agua, un resplandor iluminaba el cielo. La muchacha se dirigió hacia allí, y al llegar a la última casa pudo ver en el pequeño valle que separaba la loma sobre la que se asentaba la ciudad de la siguiente colina a aquel extraño con el que había hablado la mañana anterior. Estaba envuelto en llamas, y volaba a una velocidad asombrosa de un sitio a otro moviendo unos grandes bloques de piedra que apilaba formando lo que parecían ser los pilares de una gran estructura. La muchacha comprendió con horror que aquel hombre era el Diablo, y estaba construyendo un conducto que llevaría el agua hasta Segovia.
Algunos dicen que entonces la muchacha rezó arrepentida rogando a Dios que le ayudara a conservar su alma, y que los poderes celestiales escucharon su plegaria e hicieron que aquel día amaneciera más temprano, de tal manera que el Diablo no pudo terminar su obra antes del plazo pactado.
Pero otros afirman que fue la astucia de la joven la que salvó su alma, pues al ver que el Diablo estaba a punto de acabar regresó corriendo a casa, encendió una vela y se dirigió con ella al gallinero de sus vecinos. Al acercar la vela a una de sus ventanas, el gallo despertó y, como pensó que estaba amaneciendo, comenzó a cantar con todas sus fuerzas.
El Diablo escuchó sorprendido el canto del gallo. Estaba seguro de que aún faltaba mucho para el amanecer, y, por poco, no había terminado el acueducto que había decidido construir. Apenas le faltaba una piedra. Sin embargo, los términos del contrato estaban claros, así que, resignado, se marchó con las manos vacías de vuelta al Infierno. Atrás dejó un magnífico acueducto que cientos de años después aún sigue en pie.
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