Cuando Felipe IV murió en 1665, su hijo y heredero, Carlos II, apenas tenía cuatro años. Su constitución débil y enfermiza le habían permitido a duras penas sobrevivir a su padre, y eran pocos los que presagiaban que pudiera vivir más de unos meses, por lo que las potencias europeas del momento, comenzaron a posicionarse para colocar a sus candidatos al trono en la mejor posición posible.
Para sorpresa de todos, los extremos cuidados de su madre le permitieron alcanzar la adolescencia y, aún más, anunciar que buscaba esposa. A pesar de este alarde, el panorama no era muy halagüeño: a su debilidad física, se le unían una escasa inteligencia -que rayaba la estupidez- y la falta de preparación intelectual. La reina bastante había tenido con que el pequeño monarca fuera sobreviviendo, para ocuparse también de su formación, de ahí que a los nueve años, y tras cinco en el trono, Carlos no supiera ni leer ni escribir.
La elegida como esposa fue la princesa francesa María Luisa de Orléans, sobrina de Luis XIV. Las nupcias se celebraron en Fontainebleau en agosto de 1679, ambos tenían 17 años y, al parecer, el rey se había enamorado locamente de su prometida nada más ver su retrato.
Lo cierto es que a pesar de su amor y de su apasionado carácter, un año después de su boda la reina seguía tan virgen como el primer día. Nadie se atrevía a hablarle al rey de su incapacidad, por lo que para todos fue más fácil culpar a Mª Luisa de esterilidad. La pobre reina, en su deseo de agradar, se sometió a todo tipo de tratamientos y bebió todos los brebajes que la prepararon, lo que fue minando poco a poco su salud hasta que falleció, tras una larga agonía, a los 27 años, probablemente envenenada.
Cuando conoció la muerte de su esposa, Carlos II corrió gritando por todo el palacio; pero, pocos días después, el Consejo de Estado le instaba a buscar una nueva esposa, ¡había que conseguir el ansiado heredero! . Esta vez la elegida fue la princesa Mariana de Neoburgo. Las mujeres de la familia Neoburgo tenían fama de ser muy prolíficas.
Pero, con la excepción del rey, todos, tanto en la corte española como en las europeas, sabían que sería prácticamente imposible que engendrara un hijo. Era nuevamente el momento de tomar posiciones para garantizarse el futuro. Todos los miembros de la corte y el gobierno, incluidas las dos reinas –la consorte y la madre-, intrigaban y conspiraban, ya fuera en favor o en contra de alguno de los futuros candidatos al trono, es decir Felipe de Francia, Duque de Anjou, nieto de Luis XIV y María Teresa, la hermana mayor de Carlos II y el Archiduque Carlos de Austria, nieto del emperador Fernando III y la infanta María, tía carnal del monarca español.
Para complicarlo todo más, la nueva reina, consciente de su situación y con intención de controlar la voluntad del monarca, se dedicaba a anunciar falsos embarazos, que la permitían disfrutar de una posición más fuerte en la corte.
El Hechizamiento del Rey y su Exorcismo
En este contexto se desató el célebre asunto del hechizamiento del rey, uno de los más tristes y patéticos de la historia de la monarquía española, el cual fue orquestado por el cardenal Portocarrero, antiguo virrey de Sicilia, arzobispo de Toledo y consejero de estado de Carlos II.
Desde el inicio de su reinado corrían por la corte rumores sobre un encantamiento del rey, la falta de descendencia tras dos matrimonios, sus padecimientos físicos y depresiones, hicieron que el propio Carlos terminará por creerse que estaba poseído por espíritus malignos, que le impedían tener hijos. En 1698 el asunto superó los muros palaciegos y se hizo de dominio público.
El rey estaba dispuesto a prestar oídos a los consejos más absurdos sobre lo que debía hacer en el lecho, y fuera de él, para concebir. Uno de los más macabros fue el de celebrar una ceremonia, frente a los despojos de todos sus antepasados (aprovechando que estaban siendo trasladados al Escorial), para invocarlos y que le ayudaran a espantar a los demonios que tantas desgracias estaban trayendo al Reino. Increíblemente, la macabra ceremonia se celebró, aunque por supuesto no dio ningún resultado. Sólo sirvió para que el rey enfermara, ante el disgusto que le produjo ver el cuerpo de su primera esposa, que llevaba nueve años muerta.
El confesor real, fray Froilán Díaz y el inquisidor Rocaberti, pertenecientes ambos al bando francés, llamaron a un famoso exorcista asturiano, fray Antonio Álvarez Argüelles, para que preguntara al demonio si el Rey estaba verdaderamente hechizado. Al parecer Lucifer contestó que sí, y que los culpables eran la reina madre y algunos políticos afines a ella, partidarios -por supuesto- todos del bando austriaco; también les dijo que se había formulado el conjuro sobre el Rey, cuando éste tenía 14 años. El exorcista determinó que, como remedio, el rey tomase diariamente en ayunas un cuartillo de aceite bendecido. El rey se sometió dócilmente a tal prescripción, que debió ser un factor determinante en su rápido deterioro físico.
El partido austriaco, que quedaba en bastante mala posición, se inquietó y desde Viena enviaron al capuchino, fray Mauro de Tenda, para que a su vez interrogara a los demonios que, esta vez, naturalmente hablaban francés. El hechizamiento del rey supuso un escándalo en la corte española, que además se convirtió en el hazmerreír de toda Europa. Finalmente la reina Mariana de Neoburgo, que no salía bien parada en las manifestaciones de los demonios, decidió poner fin a tanta superchería y mandó encarcelar al confesor real y a Tenda, uno por cada bando, que tuvieron que afrontar un proceso inquisitorial.
El Fin de una Dinastía
El 11 de octubre de 1700 Carlos II, con la salud ya muy quebrantada y a instancias del cardenal Portocarrero, nombró sucesor al pretendiente francés, con la prohibición de que las coronas de Francia y España llegaran a unirse. Tres semanas más tarde, el 1 de noviembre, moría el último, y probablemente el más desgraciado, de los Austrias españoles, a cuatro días de cumplir los cuarenta años.
De esta manera Carlos II se ganó el sobrenombre de "El Hechizado", lo que a lo mejor no estaba mal del todo, ya que repasando su vida se le podrían haber asignado nombres mucho menos benévolos, y España se vio sumergida en una nueva guerra fratricida, la llamada Guerra de la Secesión, que finalmente dio el trono a los Borbones.
Para sorpresa de todos, los extremos cuidados de su madre le permitieron alcanzar la adolescencia y, aún más, anunciar que buscaba esposa. A pesar de este alarde, el panorama no era muy halagüeño: a su debilidad física, se le unían una escasa inteligencia -que rayaba la estupidez- y la falta de preparación intelectual. La reina bastante había tenido con que el pequeño monarca fuera sobreviviendo, para ocuparse también de su formación, de ahí que a los nueve años, y tras cinco en el trono, Carlos no supiera ni leer ni escribir.
La elegida como esposa fue la princesa francesa María Luisa de Orléans, sobrina de Luis XIV. Las nupcias se celebraron en Fontainebleau en agosto de 1679, ambos tenían 17 años y, al parecer, el rey se había enamorado locamente de su prometida nada más ver su retrato.
Lo cierto es que a pesar de su amor y de su apasionado carácter, un año después de su boda la reina seguía tan virgen como el primer día. Nadie se atrevía a hablarle al rey de su incapacidad, por lo que para todos fue más fácil culpar a Mª Luisa de esterilidad. La pobre reina, en su deseo de agradar, se sometió a todo tipo de tratamientos y bebió todos los brebajes que la prepararon, lo que fue minando poco a poco su salud hasta que falleció, tras una larga agonía, a los 27 años, probablemente envenenada.
Cuando conoció la muerte de su esposa, Carlos II corrió gritando por todo el palacio; pero, pocos días después, el Consejo de Estado le instaba a buscar una nueva esposa, ¡había que conseguir el ansiado heredero! . Esta vez la elegida fue la princesa Mariana de Neoburgo. Las mujeres de la familia Neoburgo tenían fama de ser muy prolíficas.
Pero, con la excepción del rey, todos, tanto en la corte española como en las europeas, sabían que sería prácticamente imposible que engendrara un hijo. Era nuevamente el momento de tomar posiciones para garantizarse el futuro. Todos los miembros de la corte y el gobierno, incluidas las dos reinas –la consorte y la madre-, intrigaban y conspiraban, ya fuera en favor o en contra de alguno de los futuros candidatos al trono, es decir Felipe de Francia, Duque de Anjou, nieto de Luis XIV y María Teresa, la hermana mayor de Carlos II y el Archiduque Carlos de Austria, nieto del emperador Fernando III y la infanta María, tía carnal del monarca español.
Para complicarlo todo más, la nueva reina, consciente de su situación y con intención de controlar la voluntad del monarca, se dedicaba a anunciar falsos embarazos, que la permitían disfrutar de una posición más fuerte en la corte.
El Hechizamiento del Rey y su Exorcismo
En este contexto se desató el célebre asunto del hechizamiento del rey, uno de los más tristes y patéticos de la historia de la monarquía española, el cual fue orquestado por el cardenal Portocarrero, antiguo virrey de Sicilia, arzobispo de Toledo y consejero de estado de Carlos II.
Desde el inicio de su reinado corrían por la corte rumores sobre un encantamiento del rey, la falta de descendencia tras dos matrimonios, sus padecimientos físicos y depresiones, hicieron que el propio Carlos terminará por creerse que estaba poseído por espíritus malignos, que le impedían tener hijos. En 1698 el asunto superó los muros palaciegos y se hizo de dominio público.
El rey estaba dispuesto a prestar oídos a los consejos más absurdos sobre lo que debía hacer en el lecho, y fuera de él, para concebir. Uno de los más macabros fue el de celebrar una ceremonia, frente a los despojos de todos sus antepasados (aprovechando que estaban siendo trasladados al Escorial), para invocarlos y que le ayudaran a espantar a los demonios que tantas desgracias estaban trayendo al Reino. Increíblemente, la macabra ceremonia se celebró, aunque por supuesto no dio ningún resultado. Sólo sirvió para que el rey enfermara, ante el disgusto que le produjo ver el cuerpo de su primera esposa, que llevaba nueve años muerta.
El confesor real, fray Froilán Díaz y el inquisidor Rocaberti, pertenecientes ambos al bando francés, llamaron a un famoso exorcista asturiano, fray Antonio Álvarez Argüelles, para que preguntara al demonio si el Rey estaba verdaderamente hechizado. Al parecer Lucifer contestó que sí, y que los culpables eran la reina madre y algunos políticos afines a ella, partidarios -por supuesto- todos del bando austriaco; también les dijo que se había formulado el conjuro sobre el Rey, cuando éste tenía 14 años. El exorcista determinó que, como remedio, el rey tomase diariamente en ayunas un cuartillo de aceite bendecido. El rey se sometió dócilmente a tal prescripción, que debió ser un factor determinante en su rápido deterioro físico.
El partido austriaco, que quedaba en bastante mala posición, se inquietó y desde Viena enviaron al capuchino, fray Mauro de Tenda, para que a su vez interrogara a los demonios que, esta vez, naturalmente hablaban francés. El hechizamiento del rey supuso un escándalo en la corte española, que además se convirtió en el hazmerreír de toda Europa. Finalmente la reina Mariana de Neoburgo, que no salía bien parada en las manifestaciones de los demonios, decidió poner fin a tanta superchería y mandó encarcelar al confesor real y a Tenda, uno por cada bando, que tuvieron que afrontar un proceso inquisitorial.
El Fin de una Dinastía
El 11 de octubre de 1700 Carlos II, con la salud ya muy quebrantada y a instancias del cardenal Portocarrero, nombró sucesor al pretendiente francés, con la prohibición de que las coronas de Francia y España llegaran a unirse. Tres semanas más tarde, el 1 de noviembre, moría el último, y probablemente el más desgraciado, de los Austrias españoles, a cuatro días de cumplir los cuarenta años.
De esta manera Carlos II se ganó el sobrenombre de "El Hechizado", lo que a lo mejor no estaba mal del todo, ya que repasando su vida se le podrían haber asignado nombres mucho menos benévolos, y España se vio sumergida en una nueva guerra fratricida, la llamada Guerra de la Secesión, que finalmente dio el trono a los Borbones.
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