Si unos años antes de la Revolución Francesa, el químico francés Antonio de Lavoisier exclamó indignado, al referirse a los meteoritos, que «las piedras no caen jamás del cielo», ¿cuál habría sido su reacción de haber escuchado decir que también otra clase de objetos se desploma sobre la Tierra con relativa frecuencia, inanimados o vivos? Sin embargo, aceptado ya que los meteoritos de todos los tamaños, incluso convertidos en polvo, representan un aumento anual de varios miles de toneladas al peso de nuestro planeta, es bueno saber que los testimonios sobre las lluvias de objetos han sido mucho más abundantes de lo que pudiera suponerse. Charles H. Fort
En ciertos casos han surgido explicaciones para el fenómeno. En otros ha resultado imposible encontrarlas, porque iba mucho más allá de una simple teoría. Charles H. Fort (1874-1932) era sin lugar a dudas un tipo peculiar. Escribió su autobiografía con tan solo 25 años, y aunque trabajó un tiempo como periodista y taxidermista (¡), gran parte de su vida la dedicó a la recopilación de hechos anómalos en la biblioteca de Nueva York. Así fue el primero que comenzó a recopilar información sobre estas lluvias insólitas, a comienzos del presente siglo, hurgando en revistas, periódicos y anales de algunas sociedades científicas que les concedían escaso interés.
De los recortes por él obtenidos integraría un libro convertido en clásico de lo insólito, al que titularía El libro de los condenados. De su libro se han extraído algunos pasajes interesantes, muy pocos. El resto, siguiendo su ejemplo: recortando noticias aparecidas en la prensa de los últimos años.
Fueron objetos de muy diversa índole
La noche del martes 5 de junio de 1979, una familia veía un programa de televisión en su casa de Calgary, Canadá. Oyeron de repente un crujido en el techo y se abrió éste para dar paso a una enorme masa de hielo verduzco que fue a estrellarse en la sala. Randy Hutton, periodista del Calgary Herald, investigó en el aeropuerto. Ningún avión había dejado caer el agua del depósito, y aunque lo hubiera hecho ‑cosa que sucede a veces, por comodidad‑, se habría evaporado antes de alcanzar el suelo. Después de todo, estaban en pleno verano.
Poco más tarde iba a suceder algo semejante en Lake Worth, Florida, en casa de la señora Helen Goddard. Hubo también el consabido crujido en el techo, como si algo hubiera caído encima, y lo mismo sucedió en los dos siguientes días. Ala señora se le ocurrió igualmente asomarse por la ventana y vio su jardín lleno de cubitos de hielo de una pulgada de lado. Habló por teléfono al periódico Palm Beach Post para informar de lo sucedido. Llegó un reportero y tuvo ocasión de ver cómo se repetía, el día 11 de septiembre, la lluvia de hielitos. Después de aquella fecha, se acabaron. La señora lo tomó con admirable filosofía. El domingo 11 de septiembre de 1949 amaneció despejado y caluroso en el condado de Stephe, Texas. Tres buenos amigos, médicos de profesión, Robert Botts, John Tupton y T. J. Treadwell, decidieron ir a cazar al cercano bosque. Se encontraban a orillas de un arroyo, acechando a la presa, cuando oyeron un silbido agudo, seguido de un choque. A cinco metros de donde se encontraban vieron un bloque de hielo, de unos 20 kilogramos, profundamente hundido en el suelo. Se aproximaron a él y comprobaron que tenía un color blanco lechoso. Los tres, segundos antes, habían oído un trueno, a pesar de ser un día despejado, pero no le concedieron ninguna importancia.
Comprobaron más tarde que ningún avión pasó por el lugar, que hubiera podido tirar el hielo al espacio. El Dr. Tupton, un hombre profundamente religioso, que llevaba su Biblia a todas partes, la abrió en el Apocalipsis de San Juan, versículo 21 del capítulo XVI, y leyó el siguiente texto: «Y cayó del cielo sobre los hombres un enorme granizo, y los hombres blasfemaron, porque la plaga fue grande.»
Edward Latham, de profesión pastor de ovejas en un lugar del Somerset inglés, fue despertado la noche del 10 de noviembre de 1950 por los ladridos furiosos de sus perros. Salió de la cabaña, pero no vio nada sospechoso. Regresó a dormir. Por la mañana fue a ver a las ovejas. Encontró una muerta, con un profundo tajo en el cuello, y al lado un bloque de hielo de 7 kilogramos. Bajó al pueblo cargándolo y presentó una denuncia. Por el camino encontró otros pedazos de hielo, grandes como un melón. La denuncia pasó a manos del Ministerio del Aire, que prometió realizar una investigación. La cosa no paso de ahí.
Dos semanas más tarde sucedió algo peor cerca de Londres, en una hermosa noche estrellada. Esta vez el hielo pesaba 200 kilogramos y atravesó el techo de un garage, en Wadsworth, y dejó destrozado el automóvil que no habían podido terminar de arreglar. Nadie supo explicar el misterio de lo que en un principio se pensó que fue una bomba.
En la última semana de agosto de 1983 cayeron tres enormes bloques de hielo, también en Inglaterra, que de milagro no mataron a nadie. Uno abrió un enorme boquete en el techo de un taller, en Hitchin. El segundo cayó a muy corta distancia de una niña de tres años que jugaba en el jardín de su casa, en Ampthill. El tercero, el más pequeño de todos, cuyo tamaño era el de una bolsa de viaje, fue a dar a otro jardín, en Bushey, cuando jugaban en él dos niños. Las autoridades de Aviación Civil dieron la misma explicación de otras veces: debía tratarse del agua del lavabo de un avión, que se heló a los pocos segundos de tirarla fuera.
Se dará un último ejemplo de bomba de hielo-las hay de otro estilo, como no tardará en comprobar el lector- con la que cayó el 9 de abril de 1971, que a punto estuvo de conducir a la locura a Severa Medrano, quien vivía en el puerto de Tampico, en el Golfo de México. Dormía apaciblemente cuando fue despertada por un espantoso es truendo en su alcoba. Vio entonces el techo abierto por un orificio a través del cual entraba la luz de la Luna. Junto a su cama había un bloque de hielo de más de 50 kilogramos.
Era un caso tan poco normal en Tampico, ciudad cálida por excelencia, que la población entera se interesó en la pobre viuda de Díaz. Las autoridades realizaron una investigación exhaustiva, que no condujo a nada.
No sólo de hielo han sido las bombas
La Monthly Weather Review de marzo de 1885 informó sobre unas misteriosas detonaciones venidas del cielo, que fueron seguidas por la caída de un objeto de varias toneladas de peso. Y a mediados de 1922 cayó una lluvia de rocas - en ninguno de los dos casos se dijo dónde sucedió-, que duró nada menos que 9 meses. La policía creyó que alguien amigo de hacer bromas utilizó una catapulta, pero un maestro declaró que las piedras eran demasiado pesadas para lanzarlas desde lejos.
La tarde del 27 de abril de 1872 cayeron piedras y otros proyectiles sobre una casa de la Reverdy Road, en Bermondsey, Inglaterra. Rompieron las ventanas e hirieron a varias personas. Y lo mismo sucedió, en junio de 1860, en Wolverhampton, después de una violenta tormenta. Desde luego, no eran bloques de hielo, sino auténticos pedruscos, como los que cayeron el 6 de julio de 1888 sobre Palestine, Texas. Pero en este caso, las piedras estaban asombrosamente pulidas.
Ejemplos de este género de lluvia los hay por centenares y no se darán más, de casos similares, porque sería hacer la lista larga y tediosa. Pero se dará a conocer solamente uno más, porque sus consecuencias iban a resultar sumamente divertidas. Sucedió en noviembre de 1921 en el pueblo californiano de Chico. Nadie prestó entonces la menor atención al hecho de que hubieran caído piedras del cielo. Y cuando a alguien se le ocurrió informar al sheriff J. A. Peck, exclamó irritado que no fueran a importunarlo con tonterías. Sin embargo, tuvo que rectificar al llegar la primavera siguiente.
La lluvia de piedras creció en intensidad a partir del 22 de marzo. Se organizaron batidas para descubrir a la persona autora del lanzamiento de piedras, que caían con especial tino sobre el almacén de J. W. Charge. Varios policías se apostaron en puntos estratégicos. Las piedras siguieron cayendo, golpeando las ventanas y quebrando los vidrios. Curiosamente, jamás lastimaron a nadie. La Asociación Espiritista de Chico celebró una reunión para consultar con el más allá sobre la identidad de quien tiraba las piedras. Se informó entonces que ninguna mano humana lo había hecho y que los espíritus anunciaron el cese de actividades para dos días después.
La prensa dio a conocer lo sucedido. En efecto, se acabó la lluvia de proyectiles, pero comenzó en el otro extremo del continente, en un pueblo de Nueva Escocia llamado Antagonish, donde una niña declaró que veía espíritus cuando lanzaban las piedras. Dio comienzo una curiosa rivalidad entre los dos pueblos y se ofreció una recompensa para quien atrapara al espíritu culpable. Era lógico que llegaran al lugar cientos de curiosos a observar el fenómeno, porque las piedras volvían a caer en Chico. Algunos vecinos estaban seguros de que llegaban desde el planeta Marte. Aunque parezca difícil de creer, no era la primera vez que sucedía esto en Chico.
Hubo una lluvia de peces en este lugar en 1878 y cayó un enorme meteorito en 1885, y así consta en los periódicos de la época. Resultó tan curiosa la lluvia de 1921 que se presentaron expertos parapsicologos a estudiar el fenómeno. Pero se interrumpió la lluvia en su presencia. Un pastor evangelista de Oakland, Roy Studd, declaró entonces que todo era obra de Satanás, y que lo único que podían hacer los vecinos de Chico era arrepentirse de sus pecados y rezar. La iglesia evangélica se vio entonces muy concurrida. Todos querían rezar por la pronta partida de Satanás pero el muy maldito hizo caso omiso y siguió tirando piedras sobre la población.
A fines de marzo, el sheriff Peck recibió una carta firmada por alguien que se hacía llamar el Fantasma. Decía que agradecía las muchas atenciones que con él tuvieron todos, pero se veía obligado a abandonar Chico. Fuera o no una broma, cesó la lluvia de piedras.
Se quiso dar explicaciones de todo género al fenómeno, entre ellas que algunos muchachos idearon un dispositivo para tirar las piedras con fuerza, pero es interesante observar que las piedras no procedían de la localidad, sino de un lugar lejano, además de que no describían una parábola, sino que llegaban del campo, siguiendo una trayectoria perfectamente horizontal.
Lluvia de objetos de verdad increíbles
El 3 de septiembre de 1969 cayeron del cielo numerosas pelotas de golf sobre Punta Gorda, Florida, y estuvieron rebotando por las calles. El teniente Clarence Walter, de la policía local, investigó en el Club de Golf. Nada obtuvo en claro, fuera de enterarse de que también llovieron pelotas de golf en diversos puntos de la región. Esta curiosa lluvia no se compara con otra que cayó, en julio de 1984, en el jardín de una casa de Lakewood, California. Sólo cayó un objeto, de 10 kilogramos de peso, lanzando un agudo silbido, y fue a abrir un cráter de 1,20 metros de profundidad en el jardín de la casa de Fred Simmons. Se creyó que lo habían dejado caer desde un avión, pero no fue así. El objeto era un cohete que fue lanzado al espacio después de la II Guerra Mundial. Cómo tardó tantos años en alcanzar el suelo, fue este fenómeno un misterio que nadie supo explicar.
Siendo las 6 de la mañana del 11 de julio de 1979, un ruido ensordecedor despertó a los vecinos de Sioux Falls, Dakota del Sur. Creyeron que se trataba de los restos de un satélite artificial caído a tierra. Estaban en un error. Era una bola de color naranja, de 8 kilogramos, semejante a las que sirven para jugar a los bolos. El objeto no procedía de ningún satélite artificial ni de ningún avión.
Unos niños que jugaban en el rancho Hislop, en Grove City, Ohio, acababan de abandonar la casa, el 4 de marzo de 1983, cuando cayó del cielo un objeto. Era un pedazo de bronce con incrustaciones de carbono, de kilo y medio de peso y 15 centímetros. Los muchachos fueron a tocarlo. Estaba quemando. También en este caso se confirmó que ningún avión lo había dejado caer.
El 21 de octubre de 1638, una fuerte tormenta estalló sobre la aldea inglesa de Widecombe-in-the-Moor, en el Devon, y una bola de fuego penetró en la iglesia. Destrozó el campanario y gran parte del edificio y causó heridas a 62 personas y la muerte de 4. Dicen las crónicas de la época que se extendió por el templo una espantosa fetidez que hizo pensar en la intervención del mismo Satanás. Muchos años antes de que esto sucediera, el 15 de octubre de 1090, el campanario de una iglesia de Winchcomb, Gloucestershire, fue golpeado por una bola de fuego que abrió en el muro un orificio grande como un hombre. Destrozó la cabeza y la pierna derecha de un Cristo crucificado. Siguió a esto una espantosa pestilencia, y así lo dejó escrito el historiador William de Malmesbury en sus Crónicas de los reyes de Inglaterra.
No siempre han provocado las bolas de fuego destrucción y pestilencia. En 1907, una de ellas logró imponer la paz en Nicaragua. El general Pablo Castellanos luchaba por apoderarse del país. Todo le sonreía. Ganaba victoria tras victoria al frente de sus valientes soldados. Era cosa de días entrar en Managua, la capital. La noche antes de la batalla definitiva pasó revista a sus tropas y se retiró a descansar. Pero, de repente, se iluminó la noche, como si fuera pleno día. Una bola de fuego cayó desde el cielo sobre la tienda del militar. Pereció el general Castellanos y sus soldados decidieron que, no estando Dios de su lado, mejor sería deponer las armas. Vino a averiguarse que la bola de fuego fue en realidad un meteorito, del que aparecieron fragmentos en torno al cráter que formó en la precisa tienda de don Pablo.
Lo más increíble: lluvia de ranas y sapos
Hacia la mitad de la década de los 80 estuvo cayendo, a lo largo de 4 años, granos de maíz sobre la población de Evans, Colorado. Sin embargo, nadie cultiva esta gramínea en los alrededores y el depósito de granos más cercano se encuentra a 10 kilómetros. El 15 de septiembre de 1986 fue vista la misma lluvia por periodistas del Greely Tribune, en una población cercana. Una lluvia semejante había tenido lugar el 26 de agosto del mismo año cerca de Winchester, Inglaterra.
Una lluvia de granos de maíz puede considerarse insólita, pero ¿qué decir cuando son sapos, ranas y hasta peces lo que cae del cielo? La tarde del 31 de marzo de 1977, la señora Benbow se encontraba comiendo en compañía de su familia, en un pequeño pueblo del estado de Ohio, cuando se desató un fuerte chubasco. Al terminar, salieron todos a dar un paseo hasta el río. De regreso a su casa encontraron el patio trasero lleno de sapitos grandes como una uña, que nadie supo decir de dónde habían llegado. La única explicación posible era que cayeron del cielo, puesto que el patio estaba rodeado por una tapia que hacía imposible el paso a los batracios. Lo curioso era que la misma señora Benbow había hecho un hallazgo idéntico, 50 años antes, en Long Lake, Indiana, después de un fuerte aguacero.
En los primeros días de julio de 1979, la agencia soviética Tass de noticias informó que una tormenta dejó caer miles de ranas sobre el poblado de Dargan-Ata a orillas del río Amu Daria, que vierte sus aguas en el mar de Aral. La ciencia explicó el fenómeno: un remolino había succionado toda clase de objetos y animales de pequeño tamaño y los llevó hasta una nube. Cuando se calmó el remolino, todo cayó, junto con el agua, en un lugar distante.
¿Fue un fenómeno semejante a éste el descrito en el Éxodo bíblico, presentado como una más de las muchas plagas que se abatieron sobre los egipcios? Explica el texto que el río crió ranas, que entraron a todas las casas y subieron a las camas y a las mesas, y cubrieron toda la tierra de Egipto, hasta el palacio del faraón. Pero sucedió que los sacerdotes del faraón no se quedaron atrás: hicieron aparecer más ranas, se ignora de dónde, porque debían haberse acabado, y se produjo un empate entre egipcios y hebreos. Los lectores de antaño aceptaron sin chistar este milagro. Los de ahora, algo escépticos al ser dueños de mayor información, se preguntan si no hubo de por medio algo más que la simple magia. Y buscan la manera de conocer más casos de lluvia de ranas.
El ya citado Charles Fort publicó en su libro una noticia aparecida en 1838 en la revista inglesa Notes and Queeries, donde se reproducía la carta que cierto profesor Pontus escribió al científico francés Fransois Arago. Decía que el 30 de julio cayeron del cielo ranas sobre la ciudad de Londres, después de una violenta tormenta. Es decir, en pleno verano. El 4 de julio de 1883 y también en la estación veraniega, el London Times anunciaba a sus lectores que, después de un chubasco sucedido en la región de los Apeninos, llovieron sapos de todos los tamaños. ¿De dónde procedían las ranas inglesas y los sapos italianos? Jamás supo contestar nadie a esta pregunta inquietante.
Tampoco hubo explicación para la lluvia conjunta de ranas y sapos que cayó el 30 de junio de 1892 cerca de Birmingham, Inglaterra. Los campesinos atribuyeron el milagro a una malvada tromba que succionó a los batracios en algún lugar lejano y los condujo por el espacio para depositarlos finalmente en el lugar que pudo ser contemplado por tantos espectadores. Nadie supo explicar por qué la tromba actuó con un espíritu tan selectivo, puesto que se llevó únicamente ranas y sapos y se olvidó de otros animales más livianos. De acuerdo con el Times de Londres del 23 de septiembre de 1973, la noche anterior cayó una lluvia de sapos sobre el pueblo de Brignoles, en el sur de Francia. Y el Daily News del 5 de septiembre de 1922 había informado que, por espacio de dos días, cayeron también sapos sobre Chalon-surSaóne. El 24 de octubre de 1683 habían caído también sapos en Bicking Hall, Norfolk, tantos que entraron en las casas. Los antiguos cronistas mencionaron estas lluvias, que los dejaron maravillados, desde Plinio hasta Ateneus, y lo mismo sucedió durante la Edad Media. Pero las observaciones de fenómenos crecerían en número a partir del siglo XIX.
Hay informes sobre lluvias de otros seres
Todos los años, al llegar el verano, se produce en Tampico y en otros puntos del Golfo de México una curiosa invasión, tan extraordinaria como desagradable. Se inundan las calles de enormes cucarachas voladoras -las llaman mayates-que ocasionan desde problemas de tráfico hasta molestias a los transeúntes. Incluso se introducen en oficinas y casas cuyas ventanas quedaron abiertas, como había sucedido con las ranas de la plaga bíblica. Los insectos caen al suelo después de tropezar contra las paredes y una vez repuestos del golpe reinician un vuelo tan molesto como peligroso para quienes no usan gafas.
Más de 6.000 kilómetros al sureste de Tampico se produjo, en octubre de 1977, otra plaga singular. Sus causas permanecieron largo tiempo en el misterio, hasta que se aclaró finalmente el porqué de la invasión. Millones de grillos habían aparecido de repente en el pueblo de Altinho, unos 100 kilómetros al oeste de Recife. Había grillos por todas partes, en las calles, en las oficinas, en las casas, debajo de las camas, en las cocinas y hasta en la iglesia se metieron, para impedir a los fieles escuchar el sermón del señor cura.
Echaron toneladas de DDT -¡ah, si el faraón hubiera contado con tan estupendo recurso!- y se acabaron los grillos. La explicación de lo sucedido fue como sigue: los grillos constituían el casi único alimento de unos enormes sapos que eran cazados para fabricar con su piel bolsos, cinturones y correas, artículos que eran exportados a Estados Unidos. Cada uno de los sapos devoraba cada noche no menos de 300 ninfas de grillo. A1 disminuir el número de sapos, se rompió el equilibrio ecológico y se extendieron los grillos por la región, hasta estabilizarse finalmente su crecimiento.
En la India había sucedido algo semejante, pero no fue con sapos como en Brasil, sino con ranas. Este país exportaba anualmente 70 millones de ranas comestibles, pero la exagerada explotación de la Rana esculenta condujo a un grave problema: proliferaron los insectos que constituían su alimento y se convirtieron en amenaza para los cultivos. Pero también peces y otros increíbles seres han llegado volando por el espacio para sumir en la perplejidad a los sabios.
Uno de éstos, el naturalista francés conde de Castelnau describió la violenta tormenta que se abatió en febrero de 1861 sobre la ciudad de Singapore, que arrastró una enorme cantidad de bagres de buen tamaño. Pero cuando le preguntaron las causas de una lluvia tan insólita, desvió la conversación. En cambio, el alemán Alexander von Humboldt optó antes por la solución más sencilla: negó las lluvias vivas. Y en su Historia de gentibus, aparecida en 1555, Olaus Magnus reseñó la lluvia de peces, ranas y otros seres, casi todos vivos. Sólo en contadas ocasiones, los animales estaban muertos desde hacía varios días.
Y hablando de peces, se dirá que Ron Langston, vecino de East Ham, suburbio londinense, se sentó una noche de mayo de 1984 para ver la televisión. Oyó un ruido extraño en el tejado de su casa, pero no sintió deseos de averiguar qué lo producía. Era más interesante el partido de fútbol. La mañana siguiente descubrió en el tejado y el jardín una docena de lenguados. Y en la cercana Canning Town cayeron del cielo 40 peces. El siguiente aparecieron numerosos peces marinos en Tlairsk, pueblo del Yorkshire situado a 45 kilómetros del mar. Pero lo más raro sucedió en Dilhome, 80 kilómetros al sureste del estuario del río Dee, en Inglaterra, donde llovieron conchas originarias nada menos que de Filipinas.
Puesto que siente el autor de esta obra gran interés en ofrecer al lector un panorama extenso de esta clase de lluvias, citará algunos casos más, de verdad increíbles, en los que relatará las fuentes en que halló los datos. Dirá así lo que informó el Buffalo Sunday Courier del 13 de enero de 1878: unos días antes cayó sobre Lockport, en el estado de Nueva York, una lluvia de lombrices, después de una nevada copiosa. Eran miles las lombrices y desaparecieron a los pocos minutos. Seguramente, se metieron bajo tierra, porque seguían con vida.
El New York Times del 2 de septiembre de 1878 informó sobre la lluvia de peces que cayó en Chico, California, en un día claro. Arthur Porter, que vivía en Lismore Showgronds, suburbio de Sydney, en Australia, descubrió el jueves 31 de enero de 1973 que la víspera llovieron unos 200 peces sobre su casa, largos de 15 centímetros. Estaban aún con vida unos y golpeados otros, como si hubieran caído desde muy alto.
Más extraordinario sería lo sucedido el 10 de enero de 1877 en Memphis, Tennessee, que mereció una nota de la revista Scientific American del siguiente mes. Cayeron del cielo miles de serpientes cuya longitud oscilaba entre los 30 y los 45 centímetros. Charles Fort declaró que solamente supo de cuatro casos semejantes, frente a los 294 conocidos de ranas y peces. Por fortuna, las serpientes de Memphis no eran venenosas.
En 1578 cayeron pequeños ratones de color amarillo sobre Bergen, Noruega, y lo mismo sucedió el siguiente año. La Monthly Weather Review del 4 de julio de 1953 dio a conocer el caso de la tortuga envuelta en hielo que cayó del cielo sobre Bovington, en el estado de Massachusetts. En 1896, el Philadelphia Times informó sobre la caída de miles de pájaros en las calles de Baton Rouge, capital del estado de Luisiana. Si hubieran pertenecido a una misma especie podría pensarse que eran aves emigrando, pero el grupo estaba formado por patos, canarios. pájaros carpinteros y aves exóticas de extraño plumaje.
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