jueves, 12 de marzo de 2009

El despertar del Conde Drácula

Drácula, el más famoso de todos los vampiros, fue creado como antihéroe de una novela escrita en 1897. Pero la verdad histórica que subyace al sanguinario aristócrata es mucho más extraordinaria que la ficción.

El culto al vampirismo en el siglo XX se debe especialmente a libros y películas basados en un personaje fuera de lo común, el conde Drácula. Creado en 1897 por Bram Stoker, empresario teatral irlandés, Drácula (protagonista de la novela homónima) se ha convertido en sinónimo del vampirismo, y de hecho ha llegado a popularizarlo. Resulta irónico que Jack el Destripador, que cometió atrocidades reales casi en la misma época en que se publicaba Drácula, haya llegado a convertirse en parte del folklore británico, en tanto que muchas personas creen hoy que Drácula fue un personaje auténtico. De hecho, en ciertos aspectos están en lo cierto, pero el Drácula de la ficción fue una creación muy compleja.

Mientras el joven Bram Stoker se abría camino en la vida, un colega suyo de Dublín, Sheridan Le Fanu, ganaba también algún dinero a expensas del vampirismo. Su obra Carmilla, publicada en 1872, causó sensación. Cabe encontrar en Drácula ecos de su clímax horripilante, pero el fin de la no muerta Carmilla, tal como lo relata Le Fanu, recuerda vivamente las auténticas historias de vampiros.

La combinación de necrofilia, seducción de vírgenes desde más allá de la tumba, y una atmósfera cargada de sexo y violencia, han dado al vampirismo una gran popularidad. Al fin y al cabo, la siniestra criatura siempre es destruida al final, por lo que puede hablarse de relato moral.

El escenario había sido preparado ya 30 años antes de que la reina Victoria subiera al trono. Lord Byron, acompañado por su médico, el doctor Polidori, pasó el verano de 1816 a orillas del lago Léman, en Suiza, muy cerca de su amigo el poeta Shelley, y de Mary Godwin, la amante de éste, que más tarde se convertiría en su esposa. El tiempo era inclemente, de modo que pasaban el tiempo en casa y se divertían escribiendo historias de fantasmas. Este pasatiempo resultaría notablemente productivo, ya que Mary Godwin, inspirada sin duda por las continuas charlas sobre fantasmas y vampiros, así como por los elementos tempestuosos, soñó una historia que después relató por escrito con el título de Frankenstein. Polidori, que al principio se mostró reacio en cuanto a competir con sus amigos literatos, produjo finalmente una larga historia titulada El vampiro, que llegó a publicar alegando que, de hecho, la había escrito Byron. El cuento de Polidori causó sensación. El profesor Leonard Wolf aseguraba en 1975: «Polidori nos ofreció el prototipo del vampiro... es decir, un aristócrata altivo, brillante, escalofriante, fascinante para las mujeres y fríamente maligno.»

Partiendo de la misma idea, Stoker empezó a escribir lo que se convertiría en el clásico de los vampiros. Tuvo la idea de actualizar la acción de su novela, situando su Drácula en la Inglaterra de finales del siglo XIX, e incluyendo referencias a innovaciones tales como las fotografías Kodak y el dictáfono.

El conde Drácula es una creación literaria compleja. Su lugar de procedencia -la agreste y siniestra campiña de lo que hoy es Rumania- puede recordar una ficción poética, y en realidad esto debió de ser, ya que Stoker jamás visitó aquel país. Se limitó a consultar una antigua guía turística y pasó varias horas charlando con un pintoresco profesor húngaro, llamado Arminius Vambery. Como resultado, el país de donde era oriundo Drácula fue descrito con minucioso detalle, y el visitante moderno del paso de Borgo (mencionado con este nombre en la novela) no necesita desplegar su imaginación para relacionar la ficción con los hechos.

Vlad, El Sanguinario

Pero Vambery hizo algo más, aparte de dar a Stoker una vívida impresión topográfica: le narró cuentos de los vampiros de Transilvania, y le habló de la antigua superstición del vampirismo. Así mismo, le dio a conocer el príncipe transilvano Vlad Tepes, del siglo XV, cuyo extrema sadismo y cuyos instintos sanguinarios le habían otorgado un lugar especial en la historia de esta región. Vlad tenía otro nombre: Drácula. Este nombre tiene dos significados: su padre se llamaba Dracul, por lo que Drácula puede significar simplemente «hijo de Dracul»; el otro es «demonio». Bien puede ser, dadas sus malignas proezas, que los dos significados llegaran a vincularse inextricablemente, ya que el hijo de Dracul fue verdaderamente un «demonio». Su pasatiempo favorito era empalar a sus prisioneros -y en realidad a cualquiera que se le antojara- en postes altos y aguzados. Empalar era para él un arte exquisito, y significaba una muerte lenta para sus víctimas. Disfrutaba en particular haciéndose servir la comida en una mesa bajo el bosque de postes donde agonizaban sus víctimas, e invitando a otros a que le hicieran compañía.

Pero Vlad Drácula era y es para los rumanos un héroe, ya que les libró de los turcos, sus enemigos. Se asegura que en un solo día hizo empalar a 30.000 turcos.

El Drácula de la ficción dice: «Uno de mi propia raza... que atravesó el Danubio y derrotó a los turcos en su propia tierra. ¡Ése fue un verdadero Drácula!» Éste y otros rasgos de la novela parecen demostrar que la figura del conde se basó casi por completo en el guerrero histórico. Sin embargo, aunque sin duda sediento de sangre, incluso en relación a su época, Vlad Drácula no fue un vampiro. Que se sepa, nunca bebió sangre y, a pesar de algunos rumores -cabe sospechar que generados principalmente por la industria turística-, jamás se ha levantado de su tumba. (En realidad, nadie sabe con seguridad dónde se encuentra ésta.)

Puede ser, no obstante, que el profesor Vambery hablase también a Stoker de una descendiente lejana de Vlad Drácula cuya conducta fue decididamente vampírica. La condesa Elisabeth Bathory, que vivió en el siglo XV, sentía inclinación por secuestrar muchachas de los pueblos para «sangrarlas», utilizando con este fin diversos métodos tan lentos como dolorosos. El objeto que perseguía la condesa con tan desagradable ejercicio era bañarse en esta sangre, a fin de conservar su supuesta belleza. Sirvió probablemente de inspiración para la condesa de Carmilla, de Le Fanu.

Entre otras figuras históricas obsesionadas por la sangre, se cuenta el aristócrata francés Gilles de Rais, antiguo compañero de armas de Juana de Arco. Su pasión particular era la de torturar a niños y finalmente hacerlos ejecutar por sus criados, a los que ordenaba que les cortasen las yugulares para que su sangre lo salpicara.

Y más cerca de nuestra época, está el «asesino del baño de ácido», el inglés John George Haigh, también conocido como el «asesino vampiro». Se dice que Haigh dio muerte (entre otros) a un joven llamado Swann para obtener su sangre -«un vaso de los de vino»- y beberla. En su obra The vampire (El vampiro, 1971), Basil Copper asegura que Haigh «era un vampiro según la tradición clásica, posiblemente el único monstruo auténtico en este aspecto que se ha dado en el siglo XX. Con ello, desde luego, no quiero decir que fuese un vampiro en el sentido sobrenatural, pero hay como mínimo una viva sugerencia de que necesitaba beber sangre a fin de vigorizarse y sustentarse». Haigh fue ahorcado en 1949.

Sin embargo, ninguno de estos pervertidos era un verdadero vampiro; ninguno se alzó entre los muertos; lo que ocurría es que algunos disfrutaban con la visión, el tacto y, a veces, el sabor de la sangre humana.

Vampiros por doquier

Sin embargo, al igual que los aztecas y los rajás indios bebían sangre creyendo que les comunicaría fuerza, parece que existen también personas normales y corrientes que, voluntariamente o por accidente, «sangran» a otras personas en el sentido de despojarlas de su energía o «fuerza vital». Este fenómeno es extremadamente común; todos conocemos a alguien que parece «alimentarse» a expensas de la energía de los demás, dejándolos debilitados y agotados. El llamado «vampirismo psíquico» es un tema que se repite en los escritos del ocultismo, pero uno de sus aspectos menos discutidos es la «depredación» de hombres sobre mujeres -o viceversa-, por razones sexuales, y según métodos a menudo notablemente similares a los que se detallan en Carmilla y Drácula.

La relación entre vampirismo sobrenatural y sexo es muy profunda. Personas que en circunstancias normales juzgan absurdos los relatos sobre cadáveres y sangre, disfrutan con las historias de vampiros, tal vez contra su voluntad, tanto como lo hacían los remilgados victorianos. ¿Por qué? ¿Cuál es el extraordinario atractivo que el vampirismo ejerce sobre nuestro subconsciente?

Entre todos los «Dráculas» de la pantalla -desde que en 1931 hizo en ella su aparición el conde, representado por el actor húngaro Bela Lugosi- ningún otro actor ha estado tan estrechamente identificado con el famoso vampiro como el británico Christopher Lee, quien explicó así el atractivo de su personaje: «Ofrece la ilusión de la inmortalidad... el deseo subconsciente de poder ilimitado que todos tenemos... un hombre de una inteligencia y de una fuerza física tremendas... o bien es una reencarnación o bien no ha muerto nunca. Es una imagen de superhombre, con un atractivo erótico para las mujeres, las cuales lo juzgan totalmente irresistible. En muchos aspectos es todo lo que a la gente le gustaría ser: el antihéroe, el «malo» heroico... Para las mujeres, significa el abandono completo al poder de un hombre.»

Y aunque el actor norteamericano Vincent Price, especializado en películas de terror, nunca ha protagonizado una historia de vampiros, casi todo el mundo cree que ha representado este papel. El propio Price ha afirmado: «Con frecuencia, cuando paseo por la calle, se me acerca alguna mujer de mediana edad y me dice: "Por favor, muérdame".»

El extático desvanecimiento de la virgen, mitad miedo y mitad placentera excitación, cuando se materializa en su dormitorio la figura sobrehumana envuelta en su negra capa; la sensación opresiva de languidez, el abandono total, el placer y el dolor que causan los colmillos del vampiro al hundirse en su cuello mientras ella, inmóvil, es incapaz de moverse o gritar... todo ello puede ser interpretado claramente como una versión romántica de la seducción y la desfloración, con el aliciente adicional de lo sobrenatural. En los tiempos victorianos, las jóvenes decentes resultaban «desgraciadas» cuando eran seducidas; pero, ¿qué ocurría si su seductor era un demonio procedente de más allá de la tumba? Entonces, cuanto más inocente era la víctima, mayor era su excusa... y mayor su atracción por el vampiro.

Las implicaciones sexuales del vampirismo quedaron bien explícitas en la pintura de Philip Burne-Jones titulada El vampiro, expuesta en 1897, el mismo año en que fue publicado el Drácula de Stoker. La sociedad londinense hizo cola para contemplar el cuadro. En él se veía una mujer voluptuosa inclinada sobre un hombre cuyo pecho estaba desnudo, y había en él hilillos de sangre que resbalaban desde las heridas producidas en su piel por los dientes del vampiro. El catálogo de la exposición contenía un poema del joven Rudyard Kipling, que comenzaba con este verso: «Érase una vez un tonto...» Cuando la pintura y el catálogo llegaron a Nueva York, causaron una impresión tan profunda que a los pocos meses se estrenó en Broadway una obra teatral titulada Érase una vez un tonto. Esto condujo a su vez a rodar una película con el mismo título, en la que se dio a conocer Theodosia Goodman (o, como llegaría a ser conocida más tarde, Theda Bara, anagrama de Arab death, «muerte árabe») como una de las primeras estrellas de la pantalla. Pese a lo anodino de su vida real, los magnates del cine decidieron dar a la joven la imagen de una depredadora sexual. En una escena aparecía agazapada triunfalmente junto al esqueleto de un hombre y contemplando a todos los demás con desprecio evidente.

Al avanzar el siglo XX, las perversiones sexuales, la violencia y toda clase de horrores han sido aceptadas como cosa corriente. No obstante, es curioso que muchas personas sigan mostrándose fascinadas por la idea del vampirismo. Siguen creándose sociedades «Conde Drácula» en varios lugares del mundo, y la industria turística rumana ha alcanzado un auge extraordinario gracias a la confusión que existe en tantas mentes entre los Dráculas auténticos y los de la ficción. En realidad, todo hace pensar que esta afición va en aumento.

¿Por qué? Tal vez se trate de esa curiosa mezcla de sexualidad explícita e implícita, de sumisión, de posesión, de promesas de inmortalidad, de llegar a ser hombres y mujeres superiores en una atmósfera de excitante malignidad. Como aseguró en cierta ocasión un productor cinematográfico: «El sexo y lo sobrenatural nunca fallan.»

Bram Stoker, hombre serio y muy victoriano, se hubiera horrorizado al descubrir lo que el mundo postfreudiano ha hecho con su historia. No obstante, es imposible ignorar las connotaciones sexuales que contiene su novela, por más sublimadas que puedan estar. Veamos, por ejemplo, el fragmento en que Jonathan Harker es rodeado y acariciado por vampiresas en el castillo de Drácula:

La hermosa joven se arrodilló y se inclinó sobre mí, con maligna satisfacción. Había en ella una voluptuosidad deliberada que era a la vez excitante y repulsiva, y al arquear el cuello llegó a lamerse los labios como un animal, hasta que pude ver a la luz de la luna la humedad que brillaba en los labios escarlatas y en la roja lengua con la que se lamía los dientes rojos y aguzados. Su cabeza descendía cada vez más... cerré los ojos en éxtasis y esperé.

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