Decenas de investigadores pretenden haber localizado la Atlántida en diferentes lugares del mundo. Sin embargo, aún no está claro que esta mítica isla de la felicidad existiera realmente.
Hacia el año 350 a.C. vieron la luz dos escritos de Platón en los que exponía, en forma de diálogo, algunas de sus ideas filosóficas. En ambas obras -Timeo y Critias- el sabio griego hacía referencia a una fabulosa civilización, rica y poderosa, que después de haber sostenido una larga guerra contra pueblos vecinos habría desaparecido completamente a causa de un violento terremoto. Su nombre: Atlántida.
A primera vista, la historia podría considerarse un exhorto a la virtud, pues este tipo de literatura moralizante era muy frecuente en la antigüedad clásica. Sin embargo, algunos detalles cuestionan tal suposición. Así, Platón insiste cuatro veces en la certeza de su relato, que habría transcrito literalmente a partir de la información legada por el célebre legislador Solón, el cual a su vez la habría recibido, aproximadamente en el 600 a.C., de un sacerdote egipcio. Por otro lado, el filósofo griego describe la capital de la Atlántida, a lo largo de unas veinte páginas, con tal profusión de detalles que los arqueólogos de hoy podrían reconstruir la ciudad sin necesidad de más datos.
El manuscrito de Platón no llamó particularmente la atención de sus contemporáneos. Su propio alumno Aristóteles lo consideraba un cuento con moraleja como tantos otros, opinión que comparten en nuestros días numerosos arqueólogos a historiadores. Sea como fuere, lo cierto es que algo de especial debe tener el continente platónico. De Lo contrario cómo puede explicarse que, desde su mención, se hayan publicado más de 2.000 textos acerca de la legendaria civilización. Y actualmente, sólo en España, existen 97 libros cuyos títulos incluyen el nombre de Atlántida.
Son muchos los investigadores que, de forma más o menos rigurosa, han emprendido la búsqueda del continente desaparecido, una empresa no del todo descabellada, pues al fin y al cabo también la Troya de Homero se creía producto de la fantasía, hasta que el arqueólogo Heinrich Schliemann la descubrió en 1903. Veamos las teorías que se han fraguado en torno a los diferentes aspectos de la cuestión, comenzando por el cronológico.
Del relato de Platón se deduce que la civilización atlante debió florecer hace más de 12.000 años. Este dato no puede ser exacto en ningún caso, puesto que en aquellos remotos tiempos todavía no existía ninguna cultura evolucionada que trabajara los metales, estuviera gobernada por reyes y dominara los mares con sus barcos. En cuanto a la localización del misterioso continente, el texto del filósofo ateniense lo sitúa "más allá de las Columnas de Hércules", y esto significaba, según la concepción de la antigüedad, al otro lado del estrecho de Gibraltar, es decir, en el océano Atlántico. Pero atención, recordemos que la fábula procede de los antiguos egipcios y, para ellos, la isla perdida se llamaba Keftiu (el nombre que tenían para Creta). La fuente de información de Platón, el legislador y estadista Solón, pensaba naturalmente en griego, de modo que traduciría las indicaciones del sacerdote egipcio a su propia lengua, pudiendo producirse por esto algunos equívocos. Posiblemente los egipcios tenían en mente un lugar totalmente diferente al referido por Solón, ya que para esta civilización confinada en el valle del Nilo, el mundo conocido terminaba no ya en el Atlántico, sino en el mismo Mediterráneo. Y es precisamente aquí donde, en opinión de algunos investigadores, se habría ubicado en realidad la Atlántida, aunque sobre esto volveremos más adelante.
En su escrito de 1638 Nova Atlantis, el inglés Francis Bacon, uno de los primeros eruditos occidentales en interesarse por el tema, identificaba el entonces recién descubierto continente americano con el país descrito por Platón. Otro sabio, el jesuita alemán Athanasius Kircher, afirmaba 27 años más tarde que se habría tratado de una isla propiamente dicha, situándola, de un tamaño inmenso, entre Europa y América.
Ya en siglo XIX, los franceses Brasseur de Bourbourg y Le Plongeon se mostraban convencidos de que algunos habitantes de la Atlántida hubieran conseguido llegar hasta Centroamérica tras el hundimiento de la isla, ejerciendo luego una influencia decisiva sobre las culturas olmeca, tolteca, maya y azteca. Es cierto que los descendientes de los mayas han conservado una tradición acerca de una isla llamada Aztlán, supuestamente la patria original de todas las tribus indígenas centroamericanas, pero investigaciones del fondo marino realizadas en la zona de la dorsal mesoatlántica en los años cincuenta revelaron que ahí no pudo haber desaparecido ninguna isla, ni siquiera hace millones de años.
A partir de 1882 la Atlántida se convirtió en tema de conversación obligado para cualquier tertulia. Tal año, el novelista y erudito norteamericano Ignatius Donnelly publicó Atlantis, obra que conocería más de cincuenta ediciones y que sirvió de punto de partida para numerosas teorías posteriores. Donnelly estudió los enigmas de distintas culturas y elaboró a partir de tan misteriosos ingredientes una hipótesis irresistible: la Atlántida fue un continente entre Europa y América que se sumergió y que incluso llegó a constituir un puente terrestre entre ambos mundos.
Los principales datos que corroborarían su teoría son los siguientes: la lengua de los aztecas posee asombrosas semejanzas con la de los egipcios. (Esto no es exacto, dicen los escépticos; el parecido procede de una interpretación errónea de los signos de la escritura azteca). Los egipcios no fueron los únicos que construyeron pirámides; también los antiguos pueblos centroamericanos levantaron este tipo de estructuras, de modo que debió existir algún contacto entre ellos. (Tonterías, afirman los detractores de Donnelly; una forma geométrica tan elemental puede inspirar a cualquier arquitecto espontáneamente, sin que tenga que copiar de nadie). Las anguilas europeas y americanas migran hacia mar de los Sargazos para desovar y, después, las recién nacidas regresan a sus correspondientes lugares de origen, lo que prueba una remota procedencia común de estos animales en algún punto del centro del Atlántico. (Actualmente se sabe que todas las anguilas europeas permanecen en el Atlántico y que sólo las americanas se dirigen tanto hacia Europa como hacia América, de modo que no pueden tener ninguna memoria genética de algún antiquísimo continente centroatlántico).
Pero de pronto salieron a relucir las verdaderas motivaciones de Donnelly en su búsqueda del continente perdido. "Los habitantes de la Atlántida", escribió, "fueron los padres de todas nuestras concepciones básicas sobre la vida, la muerte y el mundo. Su sangre corre por nuestras venas" y "cualquier peculiaridad de las razas, de la sangre, cualquier iluminación del pensamiento, conduce, en último término, de regreso a la Atlántida".
Igual que los soberanos de otros tiempos retrotraían su propio origen a un dios, así Donnelly y sus seguidores quisieron encontrar nuestras raíces en una raza de superhombres. Al norteamericano no debió parecerle digno que procedamos de unos peludos primates. Sin embargo estas ideas, que ahora nos parecen tan absurdas, explican en parte el porqué de la fascinación por la Atlántida. Y es que son muchas las civilizaciones que poseen leyendas sobre algún tipo de paraíso, un mundo antediluviano en el que la humanidad vivía en paz y prosperidad. Para los judíos era el Jardín del Edén; para los habitantes de los países del Norte, la isla de Avalon; y entre los griegos, este lugar idílico se encontraba en el Jardín de las Hespérides. Estos mundos idílicos nunca fueron reales, pero no por ello disminuyó el deseo de que lo hubieran sido.
La teoría que desde 1909 ha sumado más adeptos afirma que la Atlántida fue Creta a otra isla cercana, la de Santorini. Por consiguiente, la civilización atlante se identificaría con la minoica. Son muchos los datos que apoyan esta tesis. Para los antiguos egipcios, Creta constituía un lugar de interés a causa de su cercanía y su fuerza, aunque resultaba casi inaccesible debido a su ubicación en mitad del Mediterráneo. Por otro lado, la decadencia y caída de esta civilización encaja con el dramático final descrito por Platón: hacia el año 1500 a.C. una tremenda erupción volcánica en la isla de Thera (hoy llamada Santorini) originó terremotos, tsunamis y lluvias de cenizas que acabaron por dar el golpe de gracia a aquella cultura de la Edad del Bronce, que ya había sufrido anteriores seísmos.
La fecha es lo único que no concuerda, pues recordemos que, según Platón, la Atlántida debió florecer alrededor de 12.000 años atrás. Sin embargo, pudo ocurrir que el informador egipcio de Solón se hubiera basado para sus cálculos en uno de los calendarios lunares al uso en aquella época, confundiendo al griego, quien habría tomado los años lunares por solares. En tal caso, la fecha referida por el sacerdote sería el año 1200 a.C. aproximadamente, lo cual coincide, admitiendo un margen de tolerancia de dos o tres siglos, con la explosión de Thera.
En cualquier caso, por bien que suene esta hipótesis -desarrollada y defendida sobre todo por los investigadores griegos Angelos Galanopoulos y Spyridon Marinatos- también tiene sus puntos débiles. Así, la clasificación cronológica de los diferentes estilos cerámicos de la isla de Santorini demuestra que esta cultura sobrevivió al menos cincuenta años a la erupción del volcán. La Atlántida no se hundió, por tanto, en este lugar. Y menores son las posibilidades de que se tratara de la cercana isla de Creta; Cnosos, el centro de la cultura minoica, no se colapsó hasta algunos siglos después de la erupción del volcán y, como todos sabemos, la isla continúa en su sitio.
Pero existen muchas otras teorías. Una de las más interesantes asegura que la Atlántida se encontraba frente a la costa de Florida. En una sesión de trance, el vidente norteamericano Edgar Cayce describió de una forma colorista y fantástica la vida en aquella antigua civilización, prediciendo, además, que una parte de ella sería encontrada en el año 1968. Y en efecto, un año más tarde de lo vaticinado se descubrieron en el fondo marino frente a las Bahamas ciertas estructuras aparentemente realizadas por la mano humana. La localización de la Atlántida en esta zona ya había sido propuesta por otros investigadores, que sin duda se remitían a los datos aportados por el geógrafo romano Marcelo, del primer siglo antes de nuestra era. Según él, el continente perdido habría estado integrado por siete islas pequeñas y tres grandes, la mayor de ellas de 1.000 estadios de diámetro, lo que equivale aproximadamente a 200 kilómetros.
¿Debemos, pues, buscar los restos de la Atlántida en el Caribe? La mayor de las islas antillanas, La Española, tiene un tamaño que coincide más o menos con el calculado por el sabio Marcelo. Sin embargo, estas especulaciones tienen muy poco que ver con la descripción de Platón. Por ello, comentaremos para terminar dos hipótesis que pueden considerarse originales y, al mismo tiempo, científicas.
El investigador Helmut Tributsch, profesor de química y arqueólogo aficionado, cree haber descubierto la civilización sumergida al sur de la Bretaña francesa, concretamente en la isla de Gavrinis, que se encuentra cerca de las yacimientos megalíticos de Carnac. Tributsch volvió a calcular cuidadosamente la fecha del hundimiento de la isla, concluyendo que la catástrofe tuvo que ocurrir en el 2200 a.C, época en que llegó a su fin la cultura megalítica europea.
Sin embargo, ¿no fue la Atlántida una inmensa isla, según Platón, incluso "mayor que Libia (Africa) y Asia juntas"? Tributsch nos brinda una sorprendente interpretación: esta isla no es otra que... ¡Europa! Nuestro continente está rodeado de agua por tres de sus lados. El cuarto límite, los Urales, era muy poco conocido en la antigüedad, de manera que, según las concepciones de los pueblos de entonces, también allí podría haber existido un océano, lo que convertiría a Europa en una isla.
Tributsch llegó a localizar la capital atlante, para lo que tuvo que evaluar por dónde discurría la línea de costa hace 4.000 o 5.000 años, cuando el nivel del mar era unos diez metros inferior al actual: bajo el agua, en el lugar antes mencionado, encontró una topografía que corresponde exactamente a la descrita por Platón. Incluso pensó haber hallado el templo de Poseidón reseñado por el sabio griego. Para él, la Atlántida no desapareció de golpe, sino que se fue hundiendo en las olas gradualmente.
Por su parte, el geólogo alemán Eberhard Zangger defiende una solución para el misterio que recuerda a las novelas de Agatha Christie: el personaje menos sospechoso es el culpable. Según él, la Atlántida fue una civilización poderosa y floreciente que sufrió el asedio de los helenos durante largos años, lo que finalmente provocó su caída. Su verdadero nombre: Troya. Desde luego, este pueblo existió sin ninguna duda, sólo que la capital citada por Homero no se encontraba en el Atlántico, sino en el Mediterráneo, en las costas de la actual Turquía. Ello no es problema para Zangger: en vez de identificar las Columnas de Hércules con Gibraltar, hay que hacerlo más bien con el estrecho de Dardanelos, que da entrada al mar Negro.
Y el cataclismo que provocó la desaparición de la Atlántida? Los conocimientos de los historiadores sobre el final de Troya son exiguos. No obstante, Zangger ha descubierto que hacia el año 1200 a.C. se produjo un seísmo al suroeste de Atenas que pudo haber desencadenado un maremoto considerable. Las repercusiones que la catástrofe debió tener para Troya pueden coincidir con el relato de Platón sobre la caída del imperio atlántico, suponiendo un tratamiento muy liberal de los datos cronológicos.
¿Hemos llegado así al final de nuestra búsqueda? Mientras tengamos que basarnos exclusivamente en el incompleto a imperfecto texto de Platón nunca podremos señalar con seguridad dónde estuvo realmente la Atlántida. Suponiendo, claro, que se tratara de un mundo real, que no existiera sólo en nuestra imaginación, en donde representaría una isla de la felicidad que se inclinó por el odio y la violencia y fue condenada por ello a la desaparición. Una imagen tal es intemporal, sobre todo por lo que respecta a las esperanzas y anhelos que expresa, aunque también por su trasfondo moral. Y por eso quizá encontremos un día la Atlántida; pero no en la realidad, sino en nuestro corazón.
Lemuria y el Imperio de Mu
Todo empezó en 1830, cuando el zoólogo inglés Philip Slater descubrió que los lémures, unos prosimios arborícolas, sólo viven en Madagascar y en Birmania. Esto le llevó a plantear la existencia en la era terciaria de un gigantesco continente -Lemuria- en el océano Índico, que habría servido de puente terrestre para estos animales. Sus ideas fueron más o menos aceptadas por los científicos de su época (aún faltaba mucho para que se elaborara la teoría de la deriva continental) y hubo alguno que incluso situó en el hipotético continente la cuna de la humanidad.
En un siglo donde hacían furor la magia y el esoterismo, la posibilidad de que el género humano descendiera de una raza extinguida mucho tiempo atrás excitó la imaginación de no pocos especialistas.
Así, en 1888, madame Blavatski, espiritista y fundadora de la llamada teosofía, publicó La doctrina secreta, obra según ella inspirada en los relatos de un viejo sabio hindú y en la cual describe la civilización de superhombres que habitaron Lemuria antes de su desaparición bajo las aguas del Índico.
Digno sucesor suyo en los años veinte fue el coronel del ejército británico James Churchward, quien afirmaba haber sido iniciado por un lama tibetano en el secreto del imperio de Mu. En esta ocasión el continente perdido, al que también llamaba Lemuria, estaba en el océano Pacífico, y lo habitaban nada menos que 65 millones de lemurianos.
Hacia el año 350 a.C. vieron la luz dos escritos de Platón en los que exponía, en forma de diálogo, algunas de sus ideas filosóficas. En ambas obras -Timeo y Critias- el sabio griego hacía referencia a una fabulosa civilización, rica y poderosa, que después de haber sostenido una larga guerra contra pueblos vecinos habría desaparecido completamente a causa de un violento terremoto. Su nombre: Atlántida.
A primera vista, la historia podría considerarse un exhorto a la virtud, pues este tipo de literatura moralizante era muy frecuente en la antigüedad clásica. Sin embargo, algunos detalles cuestionan tal suposición. Así, Platón insiste cuatro veces en la certeza de su relato, que habría transcrito literalmente a partir de la información legada por el célebre legislador Solón, el cual a su vez la habría recibido, aproximadamente en el 600 a.C., de un sacerdote egipcio. Por otro lado, el filósofo griego describe la capital de la Atlántida, a lo largo de unas veinte páginas, con tal profusión de detalles que los arqueólogos de hoy podrían reconstruir la ciudad sin necesidad de más datos.
El manuscrito de Platón no llamó particularmente la atención de sus contemporáneos. Su propio alumno Aristóteles lo consideraba un cuento con moraleja como tantos otros, opinión que comparten en nuestros días numerosos arqueólogos a historiadores. Sea como fuere, lo cierto es que algo de especial debe tener el continente platónico. De Lo contrario cómo puede explicarse que, desde su mención, se hayan publicado más de 2.000 textos acerca de la legendaria civilización. Y actualmente, sólo en España, existen 97 libros cuyos títulos incluyen el nombre de Atlántida.
Son muchos los investigadores que, de forma más o menos rigurosa, han emprendido la búsqueda del continente desaparecido, una empresa no del todo descabellada, pues al fin y al cabo también la Troya de Homero se creía producto de la fantasía, hasta que el arqueólogo Heinrich Schliemann la descubrió en 1903. Veamos las teorías que se han fraguado en torno a los diferentes aspectos de la cuestión, comenzando por el cronológico.
Del relato de Platón se deduce que la civilización atlante debió florecer hace más de 12.000 años. Este dato no puede ser exacto en ningún caso, puesto que en aquellos remotos tiempos todavía no existía ninguna cultura evolucionada que trabajara los metales, estuviera gobernada por reyes y dominara los mares con sus barcos. En cuanto a la localización del misterioso continente, el texto del filósofo ateniense lo sitúa "más allá de las Columnas de Hércules", y esto significaba, según la concepción de la antigüedad, al otro lado del estrecho de Gibraltar, es decir, en el océano Atlántico. Pero atención, recordemos que la fábula procede de los antiguos egipcios y, para ellos, la isla perdida se llamaba Keftiu (el nombre que tenían para Creta). La fuente de información de Platón, el legislador y estadista Solón, pensaba naturalmente en griego, de modo que traduciría las indicaciones del sacerdote egipcio a su propia lengua, pudiendo producirse por esto algunos equívocos. Posiblemente los egipcios tenían en mente un lugar totalmente diferente al referido por Solón, ya que para esta civilización confinada en el valle del Nilo, el mundo conocido terminaba no ya en el Atlántico, sino en el mismo Mediterráneo. Y es precisamente aquí donde, en opinión de algunos investigadores, se habría ubicado en realidad la Atlántida, aunque sobre esto volveremos más adelante.
En su escrito de 1638 Nova Atlantis, el inglés Francis Bacon, uno de los primeros eruditos occidentales en interesarse por el tema, identificaba el entonces recién descubierto continente americano con el país descrito por Platón. Otro sabio, el jesuita alemán Athanasius Kircher, afirmaba 27 años más tarde que se habría tratado de una isla propiamente dicha, situándola, de un tamaño inmenso, entre Europa y América.
Ya en siglo XIX, los franceses Brasseur de Bourbourg y Le Plongeon se mostraban convencidos de que algunos habitantes de la Atlántida hubieran conseguido llegar hasta Centroamérica tras el hundimiento de la isla, ejerciendo luego una influencia decisiva sobre las culturas olmeca, tolteca, maya y azteca. Es cierto que los descendientes de los mayas han conservado una tradición acerca de una isla llamada Aztlán, supuestamente la patria original de todas las tribus indígenas centroamericanas, pero investigaciones del fondo marino realizadas en la zona de la dorsal mesoatlántica en los años cincuenta revelaron que ahí no pudo haber desaparecido ninguna isla, ni siquiera hace millones de años.
A partir de 1882 la Atlántida se convirtió en tema de conversación obligado para cualquier tertulia. Tal año, el novelista y erudito norteamericano Ignatius Donnelly publicó Atlantis, obra que conocería más de cincuenta ediciones y que sirvió de punto de partida para numerosas teorías posteriores. Donnelly estudió los enigmas de distintas culturas y elaboró a partir de tan misteriosos ingredientes una hipótesis irresistible: la Atlántida fue un continente entre Europa y América que se sumergió y que incluso llegó a constituir un puente terrestre entre ambos mundos.
Los principales datos que corroborarían su teoría son los siguientes: la lengua de los aztecas posee asombrosas semejanzas con la de los egipcios. (Esto no es exacto, dicen los escépticos; el parecido procede de una interpretación errónea de los signos de la escritura azteca). Los egipcios no fueron los únicos que construyeron pirámides; también los antiguos pueblos centroamericanos levantaron este tipo de estructuras, de modo que debió existir algún contacto entre ellos. (Tonterías, afirman los detractores de Donnelly; una forma geométrica tan elemental puede inspirar a cualquier arquitecto espontáneamente, sin que tenga que copiar de nadie). Las anguilas europeas y americanas migran hacia mar de los Sargazos para desovar y, después, las recién nacidas regresan a sus correspondientes lugares de origen, lo que prueba una remota procedencia común de estos animales en algún punto del centro del Atlántico. (Actualmente se sabe que todas las anguilas europeas permanecen en el Atlántico y que sólo las americanas se dirigen tanto hacia Europa como hacia América, de modo que no pueden tener ninguna memoria genética de algún antiquísimo continente centroatlántico).
Pero de pronto salieron a relucir las verdaderas motivaciones de Donnelly en su búsqueda del continente perdido. "Los habitantes de la Atlántida", escribió, "fueron los padres de todas nuestras concepciones básicas sobre la vida, la muerte y el mundo. Su sangre corre por nuestras venas" y "cualquier peculiaridad de las razas, de la sangre, cualquier iluminación del pensamiento, conduce, en último término, de regreso a la Atlántida".
Igual que los soberanos de otros tiempos retrotraían su propio origen a un dios, así Donnelly y sus seguidores quisieron encontrar nuestras raíces en una raza de superhombres. Al norteamericano no debió parecerle digno que procedamos de unos peludos primates. Sin embargo estas ideas, que ahora nos parecen tan absurdas, explican en parte el porqué de la fascinación por la Atlántida. Y es que son muchas las civilizaciones que poseen leyendas sobre algún tipo de paraíso, un mundo antediluviano en el que la humanidad vivía en paz y prosperidad. Para los judíos era el Jardín del Edén; para los habitantes de los países del Norte, la isla de Avalon; y entre los griegos, este lugar idílico se encontraba en el Jardín de las Hespérides. Estos mundos idílicos nunca fueron reales, pero no por ello disminuyó el deseo de que lo hubieran sido.
La teoría que desde 1909 ha sumado más adeptos afirma que la Atlántida fue Creta a otra isla cercana, la de Santorini. Por consiguiente, la civilización atlante se identificaría con la minoica. Son muchos los datos que apoyan esta tesis. Para los antiguos egipcios, Creta constituía un lugar de interés a causa de su cercanía y su fuerza, aunque resultaba casi inaccesible debido a su ubicación en mitad del Mediterráneo. Por otro lado, la decadencia y caída de esta civilización encaja con el dramático final descrito por Platón: hacia el año 1500 a.C. una tremenda erupción volcánica en la isla de Thera (hoy llamada Santorini) originó terremotos, tsunamis y lluvias de cenizas que acabaron por dar el golpe de gracia a aquella cultura de la Edad del Bronce, que ya había sufrido anteriores seísmos.
La fecha es lo único que no concuerda, pues recordemos que, según Platón, la Atlántida debió florecer alrededor de 12.000 años atrás. Sin embargo, pudo ocurrir que el informador egipcio de Solón se hubiera basado para sus cálculos en uno de los calendarios lunares al uso en aquella época, confundiendo al griego, quien habría tomado los años lunares por solares. En tal caso, la fecha referida por el sacerdote sería el año 1200 a.C. aproximadamente, lo cual coincide, admitiendo un margen de tolerancia de dos o tres siglos, con la explosión de Thera.
En cualquier caso, por bien que suene esta hipótesis -desarrollada y defendida sobre todo por los investigadores griegos Angelos Galanopoulos y Spyridon Marinatos- también tiene sus puntos débiles. Así, la clasificación cronológica de los diferentes estilos cerámicos de la isla de Santorini demuestra que esta cultura sobrevivió al menos cincuenta años a la erupción del volcán. La Atlántida no se hundió, por tanto, en este lugar. Y menores son las posibilidades de que se tratara de la cercana isla de Creta; Cnosos, el centro de la cultura minoica, no se colapsó hasta algunos siglos después de la erupción del volcán y, como todos sabemos, la isla continúa en su sitio.
Pero existen muchas otras teorías. Una de las más interesantes asegura que la Atlántida se encontraba frente a la costa de Florida. En una sesión de trance, el vidente norteamericano Edgar Cayce describió de una forma colorista y fantástica la vida en aquella antigua civilización, prediciendo, además, que una parte de ella sería encontrada en el año 1968. Y en efecto, un año más tarde de lo vaticinado se descubrieron en el fondo marino frente a las Bahamas ciertas estructuras aparentemente realizadas por la mano humana. La localización de la Atlántida en esta zona ya había sido propuesta por otros investigadores, que sin duda se remitían a los datos aportados por el geógrafo romano Marcelo, del primer siglo antes de nuestra era. Según él, el continente perdido habría estado integrado por siete islas pequeñas y tres grandes, la mayor de ellas de 1.000 estadios de diámetro, lo que equivale aproximadamente a 200 kilómetros.
¿Debemos, pues, buscar los restos de la Atlántida en el Caribe? La mayor de las islas antillanas, La Española, tiene un tamaño que coincide más o menos con el calculado por el sabio Marcelo. Sin embargo, estas especulaciones tienen muy poco que ver con la descripción de Platón. Por ello, comentaremos para terminar dos hipótesis que pueden considerarse originales y, al mismo tiempo, científicas.
El investigador Helmut Tributsch, profesor de química y arqueólogo aficionado, cree haber descubierto la civilización sumergida al sur de la Bretaña francesa, concretamente en la isla de Gavrinis, que se encuentra cerca de las yacimientos megalíticos de Carnac. Tributsch volvió a calcular cuidadosamente la fecha del hundimiento de la isla, concluyendo que la catástrofe tuvo que ocurrir en el 2200 a.C, época en que llegó a su fin la cultura megalítica europea.
Sin embargo, ¿no fue la Atlántida una inmensa isla, según Platón, incluso "mayor que Libia (Africa) y Asia juntas"? Tributsch nos brinda una sorprendente interpretación: esta isla no es otra que... ¡Europa! Nuestro continente está rodeado de agua por tres de sus lados. El cuarto límite, los Urales, era muy poco conocido en la antigüedad, de manera que, según las concepciones de los pueblos de entonces, también allí podría haber existido un océano, lo que convertiría a Europa en una isla.
Tributsch llegó a localizar la capital atlante, para lo que tuvo que evaluar por dónde discurría la línea de costa hace 4.000 o 5.000 años, cuando el nivel del mar era unos diez metros inferior al actual: bajo el agua, en el lugar antes mencionado, encontró una topografía que corresponde exactamente a la descrita por Platón. Incluso pensó haber hallado el templo de Poseidón reseñado por el sabio griego. Para él, la Atlántida no desapareció de golpe, sino que se fue hundiendo en las olas gradualmente.
Por su parte, el geólogo alemán Eberhard Zangger defiende una solución para el misterio que recuerda a las novelas de Agatha Christie: el personaje menos sospechoso es el culpable. Según él, la Atlántida fue una civilización poderosa y floreciente que sufrió el asedio de los helenos durante largos años, lo que finalmente provocó su caída. Su verdadero nombre: Troya. Desde luego, este pueblo existió sin ninguna duda, sólo que la capital citada por Homero no se encontraba en el Atlántico, sino en el Mediterráneo, en las costas de la actual Turquía. Ello no es problema para Zangger: en vez de identificar las Columnas de Hércules con Gibraltar, hay que hacerlo más bien con el estrecho de Dardanelos, que da entrada al mar Negro.
Y el cataclismo que provocó la desaparición de la Atlántida? Los conocimientos de los historiadores sobre el final de Troya son exiguos. No obstante, Zangger ha descubierto que hacia el año 1200 a.C. se produjo un seísmo al suroeste de Atenas que pudo haber desencadenado un maremoto considerable. Las repercusiones que la catástrofe debió tener para Troya pueden coincidir con el relato de Platón sobre la caída del imperio atlántico, suponiendo un tratamiento muy liberal de los datos cronológicos.
¿Hemos llegado así al final de nuestra búsqueda? Mientras tengamos que basarnos exclusivamente en el incompleto a imperfecto texto de Platón nunca podremos señalar con seguridad dónde estuvo realmente la Atlántida. Suponiendo, claro, que se tratara de un mundo real, que no existiera sólo en nuestra imaginación, en donde representaría una isla de la felicidad que se inclinó por el odio y la violencia y fue condenada por ello a la desaparición. Una imagen tal es intemporal, sobre todo por lo que respecta a las esperanzas y anhelos que expresa, aunque también por su trasfondo moral. Y por eso quizá encontremos un día la Atlántida; pero no en la realidad, sino en nuestro corazón.
Lemuria y el Imperio de Mu
Todo empezó en 1830, cuando el zoólogo inglés Philip Slater descubrió que los lémures, unos prosimios arborícolas, sólo viven en Madagascar y en Birmania. Esto le llevó a plantear la existencia en la era terciaria de un gigantesco continente -Lemuria- en el océano Índico, que habría servido de puente terrestre para estos animales. Sus ideas fueron más o menos aceptadas por los científicos de su época (aún faltaba mucho para que se elaborara la teoría de la deriva continental) y hubo alguno que incluso situó en el hipotético continente la cuna de la humanidad.
En un siglo donde hacían furor la magia y el esoterismo, la posibilidad de que el género humano descendiera de una raza extinguida mucho tiempo atrás excitó la imaginación de no pocos especialistas.
Así, en 1888, madame Blavatski, espiritista y fundadora de la llamada teosofía, publicó La doctrina secreta, obra según ella inspirada en los relatos de un viejo sabio hindú y en la cual describe la civilización de superhombres que habitaron Lemuria antes de su desaparición bajo las aguas del Índico.
Digno sucesor suyo en los años veinte fue el coronel del ejército británico James Churchward, quien afirmaba haber sido iniciado por un lama tibetano en el secreto del imperio de Mu. En esta ocasión el continente perdido, al que también llamaba Lemuria, estaba en el océano Pacífico, y lo habitaban nada menos que 65 millones de lemurianos.
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