Hace siglos que los eruditos tratan de descifrar los secretos de un antiguo libro, conocido como «manuscrito Voynich». Según creyeron algunos de los que lo han estudiado, anticipa muchos de los descubrimientos de la ciencia moderna.
Quién fue el autor del misterioso manuscrito Voynich? En los años veinte alguien pareció haber dado con la solución, pero hay que preguntarse si el manuscrito reveló verdaderamente sus secretos.
A finales de 1912 un vendedor de libros antiguos de Nueva York llamado Wilfred M. Voynich volvió a su ciudad natal de una visita a Europa con un pequeño manuscrito, cuidadosamente empaquetado. Tenía gruesas tapas de pergamino, separadas, debido al uso, de las 204 hojas de pergamino delgado de que constaba el manuscrito; Voynich calculaba que, originalmente, tenía 28 páginas más, que se habían perdido. Su formato era de cuarto grande, ya que medía unos 15 por 22 cm y el texto, escrito en caracteres apretados y con tinta negra, iba ilustrado con más de 400 pequeños dibujos en rojo sangre, azul, amarillo, marrón y verde brillante.
Las ilustraciones mostraban curiosos arabescos y tubos que parecían intestinos, figuras femeninas desnudas, estrellas y constelaciones y cientos de plantas de extraño aspecto. El pergamino, la caligrafía y la historia conocida del manuscrito indicaban a Voynich que era de origen medieval, y la abundancia de especímenes vegetales sugería que podía tratarse de un herbario, un libro de texto mitad científico, mitad mágico, que describía las cualidades místicas y médicas de las plantas y su preparación. Pero esto era una simple conjetura, ya que estaba escrito en un lenguaje que Voynich no pudo identificar; aunque el texto podía ser descompuesto en «palabras», cuyas letras eran familiares a medias, no tenían sentido. Voynich sólo pudo suponer que estaban escritas en un idioma poco conocido, en un dialecto o en un código.
Muy pocas personas dudaron del profesor Newbold cuando, en 1921, anunció que el misterioso manuscrito Voynich era un tratado escrito por el filósofo y científico del siglo XIII Roger Bacon, y que contenía información científica avanzada enmascarada por un complejo código que Newbold pretendía haber descifrado. Sin embargo, 10 años después un antiguo colega suyo, el profesor John Manly, publicó una crítica que demostraba que sus argumentos dejaban mucho que desear.
La primera objeción de Manly se refería al proceso «anagrámico» seguido por Newbold para llegar a su texto final en latín. Resaltó que a partir de cualquier línea podía obtenerse diversos anagramas, cada uno con un significado distinto, violando con ello la regla de oro según la cual sólo puede admitirse una solución para un pasaje dado. La construcción de anagramas es un pasatiempo antiguo; así, por ejemplo, el saludo del ángel a la Virgen María en la Anunciación expresado en latín (Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum) constituyó desde antiguo para los estudiantes una fuente de devotos juegos con anagramas. A pesar de contener únicamente 31 letras, la frase permitió obtener, por una parte, 3.100 anagramas en prosa y un poema acróstico; por otra, 1.500 versos pentámetros y hexámetros, y por otra, una Vida de la Virgen compuesta en 27 anagramas.
Por comparación, Newbold «anagramó» el supuesto texto de Bacon en bloques de 55 o 110 letras, dando pie con ello a miles de posibles traducciones. Sin embargo, Manly se preguntó si Newbold se hallaba de verdad en el buen camino. Al examinar el texto por medio de una lupa, no consiguió ver el manuscrito secundario en «taquigrafía» que Newbold había visto; lo único que vio fue que el pergamino se había rajado y dañado con el tiempo, desfigurando los caracteres en tinta primitivos y originando pequeñas líneas y garabatos.
En cuanto a las pruebas tipo, entre ellas la de la nebulosa de Andrómeda, de la que Newbold pretendía no saber nada hasta que leyó el texto de Voynich: sin poner en duda la honestidad del profesor, Manly sugirió que, siendo como era un gran lector, seguro que conocía ya la nebulosa; según él, Newbold «fue víctima de su propio e intenso entusiasmo y de su cultivado e ingenioso subconsciente».
El trabajo era concluyente. «En verdad, no sabemos cuándo ni dónde fue escrito el manuscrito, ni siquiera el lenguaje de base del cifrado –escribió Manly–. Cuando se apliquen las hipótesis correctas, quizás descubramos que el código es simple y sencillo.»
¿Magia negra?
Aunque Voynich no era criptólogo, tenía, indirectamente, algunas nociones de simbología. Su suegro había sido el profesor George Boole, el matemático inglés que fue uno de los primeros en usar símbolos matemáticos para expresar procesos lógicos: fue elegido miembro de la Royal Society por sus trabajos sobre la moderna lógica simbólica. Voynich también sabía que existían convincentes pruebas circunstanciales que sugerían que el autor de la extraña obra por él adquirida era Roger Bacon, monje franciscano del siglo XIII que había combinado sus estudios de filosofía, matemáticas y física experimental con la alquimia. Quizá Bacon había logrado inventar, 600 años antes que Boole, un sistema de lógica simbólica, o quizá simplemente había elaborado un código para camuflar sus investigaciones en torno a la piedra filosofal y el elixir de la vida, eludiendo así la acusación de practicar la magia negra, acusación que en la Edad Media solía tener fatales consecuencias.
Mientras daba vueltas a todas esas posibilidades, Voynich se dirigió al mundo académico buscando una solución; hizo hacer docenas de copias del documento y se las envió a todos los especialistas que pudieran colaborar con él. Con cada copia, envió un resumen de lo que él sabía del manuscrito.
Lo había comprado, pagando una cantidad no revelada, a principios de 1912, tras haberlo hallado en la biblioteca del Colegio Mondragone de los jesuitas, en Frascati (Italia). Antes de llegar allí, el manuscrito había permanecido custodiado durante 250 años en el Collegium Romanum de los jesuitas; había sido depositado allí por un célebre erudito y criptólogo jesuita del siglo XVII, llamado Athanasius Kircher, quien había intentado, sin éxito, descifrarlo.
Según una carta fechada el 19 de agosto de 1666, Kircher había recibido el libro de manos de su antiguo alumno Joannes Marcus Marci, rector de la Universidad de Praga; el libro había formado parte de la biblioteca del Sacro Emperador Romano Rodolfo II, hasta su muerte en 1612. A todos los efectos, Rodolfo había cedido el gobierno de sus reinos de Hungría, Austria, Bohemia y Moravia a los jesuitas, prefiriendo dedicar su tiempo a patrocinar las ciencias y pseudociencias. Las que más le interesaban eran la botánica y la astronomía; creó un complejo jardín botánico y construyó un observatorio en Benatky, cerca de Praga, para el astrónomo danés exiliado Tycho Brahe. (El que era por entonces su ayudante, Johannes Kepler, bautizaría después sus Tablas rudolfinas en honor a su antiguo protector.)
Pero los intereses más personales de Rodolfo se orientaban hacia la alquimia, y empleó mucho tiempo y mucho dinero en la instalación de un laboratorio alquímico al que invitó a alquimistas de toda Europa. Uno de ellos, Johannes de Tepenecz, firmó su nombre en un margen del manuscrito Voynich, según se descubrió posteriormente. Otro alquimista más famoso era el inglés John Dee, quien entre 1584 y 1588 vivió en la corte de Rodolfo como agente secreto de la reina Isabel I. Es posible que fuera Dee quien trasladara el manuscrito a Praga.
Dee, que había sobrevivido al encarcelamiento en tiempos de la reina María Tudor, en 1555, acusado de brujería, se transformó en favorito de su media hermana Isabel. Los experimentos necrománticos que realizó con su ayudante Edward Kelley suenan a superchería, pero poseía un profundo conocimiento de la teoría y de la práctica alquímicas, así como de astrología, astronomía, matemáticas, geografía y navegación celeste (una de sus obsesiones era hallar el pasaje noroeste hacia la India); pero sobre todo era un espía de capa y espada. Intentó la creación de claves secretas y estudió las que ya existían, en beneficio de su jefe, lord Burghley.
Dee también admiraba mucho los trabajos de Roger Bacon, y coleccionó muchos de sus manuscritos. Tenía numerosos puntos en común con el monje franciscano; ambos se interesaban, por ejemplo, por las escrituras secretas. En cualquier caso, parece que fue el doctor Dee quien regaló a Rodolfo II el manuscrito de Voynich, diciéndole que era obra de Bacon. Sir Thomas Browne afirmaba que Arthur Dee, hijo del doctor Dee, le había hablado de un «libro que sólo contenía jeroglíficos, en cuyo libro su padre había ocupado mucho tiempo, pero no me dijo que lo hubiera descifrado».
Éstos son, entonces, los antecedentes del problema que Voynich planteó al mundo académico en 1912, problema que provocaría angustia en muchos círculos intelectuales de Europa y América, ya que, aunque los grupos de letras y «palabras» que allí aparecían daban la impresión de ser tan sencillos «como el nombre de un viejo amigo cuando lo tienes en la punta de la lengua» –como dijo un escritor– en realidad no lo eran.
Un gran desafío
Una vez apagados los ecos de las declaraciones de Manly, el tema no volvió a suscitarse durante muchos años. Sin embargo, muchos especialistas continuaron trabajando privadamente con el manuscrito (considerado, con razón, como el mayor desafío al que jamás se habían enfrentado). En 1943 un abogado de Nueva York se atrevió a proponer una solución, un confuso texto en latín lleno de incongruencias. Dos años después un destacado investigador del cáncer, el doctor Leonell C. Strong, creyendo quizás que su reputación en el campo profesional era suficientemente sólida como para afrontar los mayores reveses académicos, pretendió haber transcrito con éxito ciertos pasajes médicos.
Anunció que no se trataba de una obra de Bacon, sino de Roger Ascham, contemporáneo del doctor John Dee que había sido tutor y secretario privado de la joven reina Isabel I. Al igual que muchos estudiosos de su edad, Ascham estuvo interesado en varios temas, y publicó varias traducciones de obras clásicas, un tratado sobre educación y un manual que explicaba y defendía la práctica del tiro al arco, por entonces en trance de desaparecer.
Según el doctor Strong, en uno de los pasajes del manuscrito Voynich Ascham describe una fórmula anticonceptiva que, como demostró el propio doctor Strong, puede resultar eficaz. Sin embargo, el doctor no explicó nada sobre sus métodos criptográficos, limitándose a decir que se trataba de «un doble método inverso de progresiones aritméticas basadas en un alfabeto múltiple». En cualquier caso, varias de las afirmaciones del doctor Strong referentes al estilo lingüístico de Ascham no soportan el examen de un experto.
Una dimensión insólita
Probablemente el esfuerzo más prometedor para encontrar una solución se inició en 1944, de la mano de un antiguo discípulo del profesor Manly, el capitán William F. Friedman, militar especializado en el desciframiento de códigos que había contribuido a derrumbar la teoría de Newbold. El capitán Friedman dedicó parte de su gran equipo de expertos a la tarea de resolver el antiguo misterio.
Después de muchas horas de trabajo lograron reducir el texto a unas series de símbolos que podían ser tratados por máquinas tabuladoras, pero abandonaron su trabajo (dejándolo incabado) al finalizar la guerra. Un resultado curioso, sin embargo, fue que el equipo de Friedman logró demostrar que las palabras y frases del manuscrito se repetían más a menudo que las de un lenguaje corriente: esto era algo insólito, puesto que los sistemas de cifrado suelen pecar de lo contrario.
Una teoría que pretendía explicar este fenómeno se basaba en que el libro era un herbario, tal como se había sugerido en un principio, y que las repeticiones eran fórmulas químicas (al igual que en los modernos libros de texto de medicina, donde las fórmulas se repiten con gran frecuencia).
Al morir Wilfred Voynich en 1930, su principal heredero fue su mujer, Ethel Lillian. Ethel L. Voynich era una mujer muy independiente y de carácter enérgico; en 1897 había publicado una novela romántica sobre el movimiento de la Joven Italia titulado The gadfly (El tábano), que se convirtió en un bestseller mundial, especialmente en la Rusia postrevolucionaria. (Antes de su muerte se habían vendido en aquel país más de 2.500. 000 de ejemplares.) En realidad, a ella no le interesaba la polémica sobre la «controversia Voynich», y guardó el manuscrito en su caja fuerte de la Guaranty Trust Company de Nueva York. Cuando murió en 1960, a la edad de 96 años, sus albaceas subastaron sus bienes, y el manuscrito fue adquirido por otro librero de Nueva York llamado Hans P. Kraus. Dos años después, Kraus ponía en venta el libro al precio de 160.000 dólares.
Paralelamente declaró que había comprado el libro convencido de que «contiene información que puede arrojar luz sobre la historia del hombre. Cuando alguien sea capaz de leerlo, este libro valdrá un millón de dólares».
La respuesta de varias fundaciones literarias y académicas americanas ante estas afirmaciones fue sumamente ambigua. Por otro lado, es posible que se trate únicamente de un herbario, elaborado por un autor de la baja Edad Media que no sabía muy bien lo que se llevaba entre manos, y que inventó un código secreto del que luego no supo acordarse.
En 1969, Hans Kraus hizo donación del libro a la biblioteca de la Universidad de Yale, donde permanece aún guardando su secreto.
Sólo para sus ojos
El uso de cifrados y claves estaba muy extendido en siglos pasados, y no siempre por razones de secreto militar o diplomático. Es posible que el manuscrito Voynich estuviese escrito en clave para escapar a las virtuales acusaciones de brujería achacables a los avanzados conocimientos científicos que contenía. Quizás el ejemplo más famoso de este tipo de manuscrito críptico sea uno cuya clave respondería a motivaciones muy distintas: los diarios del literato y administrador naval inglés del siglo XVII, Samuel Pepys.
En 1724, de acuerdo con la última voluntad de Pepys, los diarios fueron depositados en su antiguo College de Cambridge, donde permanecieron indescifrados hasta su redescubrimiento en 1818. El trabajo de desciframiento fue encargado a un estudiante no graduado llamado John Smith. Este tardó tres años en descifrar el código y transcribir el manuscrito, dedicando a esta tarea hasta 12 y 14 horas diarias. Finalmente, el resultado fue publicado en 1825, revelando un pintoresco y escandaloso fresco de la vida de Londres durante la época de la Restauración.
Sin embargo, la última burla recayó sobre el pobre John Smith. Cuando en los años 1870 se preparó una nueva edición de los diarios, se descubrió que si el transcriptor hubiese conocido mejor la biblioteca en la que trabajaba no hubiese tenido tantas dificultades en encontrar la solución. En efecto, Pepys se basó simplemente en una especie de taquigrafía cuya clave se utilizaba comúnmente en aquella misma biblioteca.
Quién fue el autor del misterioso manuscrito Voynich? En los años veinte alguien pareció haber dado con la solución, pero hay que preguntarse si el manuscrito reveló verdaderamente sus secretos.
A finales de 1912 un vendedor de libros antiguos de Nueva York llamado Wilfred M. Voynich volvió a su ciudad natal de una visita a Europa con un pequeño manuscrito, cuidadosamente empaquetado. Tenía gruesas tapas de pergamino, separadas, debido al uso, de las 204 hojas de pergamino delgado de que constaba el manuscrito; Voynich calculaba que, originalmente, tenía 28 páginas más, que se habían perdido. Su formato era de cuarto grande, ya que medía unos 15 por 22 cm y el texto, escrito en caracteres apretados y con tinta negra, iba ilustrado con más de 400 pequeños dibujos en rojo sangre, azul, amarillo, marrón y verde brillante.
Las ilustraciones mostraban curiosos arabescos y tubos que parecían intestinos, figuras femeninas desnudas, estrellas y constelaciones y cientos de plantas de extraño aspecto. El pergamino, la caligrafía y la historia conocida del manuscrito indicaban a Voynich que era de origen medieval, y la abundancia de especímenes vegetales sugería que podía tratarse de un herbario, un libro de texto mitad científico, mitad mágico, que describía las cualidades místicas y médicas de las plantas y su preparación. Pero esto era una simple conjetura, ya que estaba escrito en un lenguaje que Voynich no pudo identificar; aunque el texto podía ser descompuesto en «palabras», cuyas letras eran familiares a medias, no tenían sentido. Voynich sólo pudo suponer que estaban escritas en un idioma poco conocido, en un dialecto o en un código.
Muy pocas personas dudaron del profesor Newbold cuando, en 1921, anunció que el misterioso manuscrito Voynich era un tratado escrito por el filósofo y científico del siglo XIII Roger Bacon, y que contenía información científica avanzada enmascarada por un complejo código que Newbold pretendía haber descifrado. Sin embargo, 10 años después un antiguo colega suyo, el profesor John Manly, publicó una crítica que demostraba que sus argumentos dejaban mucho que desear.
La primera objeción de Manly se refería al proceso «anagrámico» seguido por Newbold para llegar a su texto final en latín. Resaltó que a partir de cualquier línea podía obtenerse diversos anagramas, cada uno con un significado distinto, violando con ello la regla de oro según la cual sólo puede admitirse una solución para un pasaje dado. La construcción de anagramas es un pasatiempo antiguo; así, por ejemplo, el saludo del ángel a la Virgen María en la Anunciación expresado en latín (Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum) constituyó desde antiguo para los estudiantes una fuente de devotos juegos con anagramas. A pesar de contener únicamente 31 letras, la frase permitió obtener, por una parte, 3.100 anagramas en prosa y un poema acróstico; por otra, 1.500 versos pentámetros y hexámetros, y por otra, una Vida de la Virgen compuesta en 27 anagramas.
Por comparación, Newbold «anagramó» el supuesto texto de Bacon en bloques de 55 o 110 letras, dando pie con ello a miles de posibles traducciones. Sin embargo, Manly se preguntó si Newbold se hallaba de verdad en el buen camino. Al examinar el texto por medio de una lupa, no consiguió ver el manuscrito secundario en «taquigrafía» que Newbold había visto; lo único que vio fue que el pergamino se había rajado y dañado con el tiempo, desfigurando los caracteres en tinta primitivos y originando pequeñas líneas y garabatos.
En cuanto a las pruebas tipo, entre ellas la de la nebulosa de Andrómeda, de la que Newbold pretendía no saber nada hasta que leyó el texto de Voynich: sin poner en duda la honestidad del profesor, Manly sugirió que, siendo como era un gran lector, seguro que conocía ya la nebulosa; según él, Newbold «fue víctima de su propio e intenso entusiasmo y de su cultivado e ingenioso subconsciente».
El trabajo era concluyente. «En verdad, no sabemos cuándo ni dónde fue escrito el manuscrito, ni siquiera el lenguaje de base del cifrado –escribió Manly–. Cuando se apliquen las hipótesis correctas, quizás descubramos que el código es simple y sencillo.»
¿Magia negra?
Aunque Voynich no era criptólogo, tenía, indirectamente, algunas nociones de simbología. Su suegro había sido el profesor George Boole, el matemático inglés que fue uno de los primeros en usar símbolos matemáticos para expresar procesos lógicos: fue elegido miembro de la Royal Society por sus trabajos sobre la moderna lógica simbólica. Voynich también sabía que existían convincentes pruebas circunstanciales que sugerían que el autor de la extraña obra por él adquirida era Roger Bacon, monje franciscano del siglo XIII que había combinado sus estudios de filosofía, matemáticas y física experimental con la alquimia. Quizá Bacon había logrado inventar, 600 años antes que Boole, un sistema de lógica simbólica, o quizá simplemente había elaborado un código para camuflar sus investigaciones en torno a la piedra filosofal y el elixir de la vida, eludiendo así la acusación de practicar la magia negra, acusación que en la Edad Media solía tener fatales consecuencias.
Mientras daba vueltas a todas esas posibilidades, Voynich se dirigió al mundo académico buscando una solución; hizo hacer docenas de copias del documento y se las envió a todos los especialistas que pudieran colaborar con él. Con cada copia, envió un resumen de lo que él sabía del manuscrito.
Lo había comprado, pagando una cantidad no revelada, a principios de 1912, tras haberlo hallado en la biblioteca del Colegio Mondragone de los jesuitas, en Frascati (Italia). Antes de llegar allí, el manuscrito había permanecido custodiado durante 250 años en el Collegium Romanum de los jesuitas; había sido depositado allí por un célebre erudito y criptólogo jesuita del siglo XVII, llamado Athanasius Kircher, quien había intentado, sin éxito, descifrarlo.
Según una carta fechada el 19 de agosto de 1666, Kircher había recibido el libro de manos de su antiguo alumno Joannes Marcus Marci, rector de la Universidad de Praga; el libro había formado parte de la biblioteca del Sacro Emperador Romano Rodolfo II, hasta su muerte en 1612. A todos los efectos, Rodolfo había cedido el gobierno de sus reinos de Hungría, Austria, Bohemia y Moravia a los jesuitas, prefiriendo dedicar su tiempo a patrocinar las ciencias y pseudociencias. Las que más le interesaban eran la botánica y la astronomía; creó un complejo jardín botánico y construyó un observatorio en Benatky, cerca de Praga, para el astrónomo danés exiliado Tycho Brahe. (El que era por entonces su ayudante, Johannes Kepler, bautizaría después sus Tablas rudolfinas en honor a su antiguo protector.)
Pero los intereses más personales de Rodolfo se orientaban hacia la alquimia, y empleó mucho tiempo y mucho dinero en la instalación de un laboratorio alquímico al que invitó a alquimistas de toda Europa. Uno de ellos, Johannes de Tepenecz, firmó su nombre en un margen del manuscrito Voynich, según se descubrió posteriormente. Otro alquimista más famoso era el inglés John Dee, quien entre 1584 y 1588 vivió en la corte de Rodolfo como agente secreto de la reina Isabel I. Es posible que fuera Dee quien trasladara el manuscrito a Praga.
Dee, que había sobrevivido al encarcelamiento en tiempos de la reina María Tudor, en 1555, acusado de brujería, se transformó en favorito de su media hermana Isabel. Los experimentos necrománticos que realizó con su ayudante Edward Kelley suenan a superchería, pero poseía un profundo conocimiento de la teoría y de la práctica alquímicas, así como de astrología, astronomía, matemáticas, geografía y navegación celeste (una de sus obsesiones era hallar el pasaje noroeste hacia la India); pero sobre todo era un espía de capa y espada. Intentó la creación de claves secretas y estudió las que ya existían, en beneficio de su jefe, lord Burghley.
Dee también admiraba mucho los trabajos de Roger Bacon, y coleccionó muchos de sus manuscritos. Tenía numerosos puntos en común con el monje franciscano; ambos se interesaban, por ejemplo, por las escrituras secretas. En cualquier caso, parece que fue el doctor Dee quien regaló a Rodolfo II el manuscrito de Voynich, diciéndole que era obra de Bacon. Sir Thomas Browne afirmaba que Arthur Dee, hijo del doctor Dee, le había hablado de un «libro que sólo contenía jeroglíficos, en cuyo libro su padre había ocupado mucho tiempo, pero no me dijo que lo hubiera descifrado».
Éstos son, entonces, los antecedentes del problema que Voynich planteó al mundo académico en 1912, problema que provocaría angustia en muchos círculos intelectuales de Europa y América, ya que, aunque los grupos de letras y «palabras» que allí aparecían daban la impresión de ser tan sencillos «como el nombre de un viejo amigo cuando lo tienes en la punta de la lengua» –como dijo un escritor– en realidad no lo eran.
Un gran desafío
Una vez apagados los ecos de las declaraciones de Manly, el tema no volvió a suscitarse durante muchos años. Sin embargo, muchos especialistas continuaron trabajando privadamente con el manuscrito (considerado, con razón, como el mayor desafío al que jamás se habían enfrentado). En 1943 un abogado de Nueva York se atrevió a proponer una solución, un confuso texto en latín lleno de incongruencias. Dos años después un destacado investigador del cáncer, el doctor Leonell C. Strong, creyendo quizás que su reputación en el campo profesional era suficientemente sólida como para afrontar los mayores reveses académicos, pretendió haber transcrito con éxito ciertos pasajes médicos.
Anunció que no se trataba de una obra de Bacon, sino de Roger Ascham, contemporáneo del doctor John Dee que había sido tutor y secretario privado de la joven reina Isabel I. Al igual que muchos estudiosos de su edad, Ascham estuvo interesado en varios temas, y publicó varias traducciones de obras clásicas, un tratado sobre educación y un manual que explicaba y defendía la práctica del tiro al arco, por entonces en trance de desaparecer.
Según el doctor Strong, en uno de los pasajes del manuscrito Voynich Ascham describe una fórmula anticonceptiva que, como demostró el propio doctor Strong, puede resultar eficaz. Sin embargo, el doctor no explicó nada sobre sus métodos criptográficos, limitándose a decir que se trataba de «un doble método inverso de progresiones aritméticas basadas en un alfabeto múltiple». En cualquier caso, varias de las afirmaciones del doctor Strong referentes al estilo lingüístico de Ascham no soportan el examen de un experto.
Una dimensión insólita
Probablemente el esfuerzo más prometedor para encontrar una solución se inició en 1944, de la mano de un antiguo discípulo del profesor Manly, el capitán William F. Friedman, militar especializado en el desciframiento de códigos que había contribuido a derrumbar la teoría de Newbold. El capitán Friedman dedicó parte de su gran equipo de expertos a la tarea de resolver el antiguo misterio.
Después de muchas horas de trabajo lograron reducir el texto a unas series de símbolos que podían ser tratados por máquinas tabuladoras, pero abandonaron su trabajo (dejándolo incabado) al finalizar la guerra. Un resultado curioso, sin embargo, fue que el equipo de Friedman logró demostrar que las palabras y frases del manuscrito se repetían más a menudo que las de un lenguaje corriente: esto era algo insólito, puesto que los sistemas de cifrado suelen pecar de lo contrario.
Una teoría que pretendía explicar este fenómeno se basaba en que el libro era un herbario, tal como se había sugerido en un principio, y que las repeticiones eran fórmulas químicas (al igual que en los modernos libros de texto de medicina, donde las fórmulas se repiten con gran frecuencia).
Al morir Wilfred Voynich en 1930, su principal heredero fue su mujer, Ethel Lillian. Ethel L. Voynich era una mujer muy independiente y de carácter enérgico; en 1897 había publicado una novela romántica sobre el movimiento de la Joven Italia titulado The gadfly (El tábano), que se convirtió en un bestseller mundial, especialmente en la Rusia postrevolucionaria. (Antes de su muerte se habían vendido en aquel país más de 2.500. 000 de ejemplares.) En realidad, a ella no le interesaba la polémica sobre la «controversia Voynich», y guardó el manuscrito en su caja fuerte de la Guaranty Trust Company de Nueva York. Cuando murió en 1960, a la edad de 96 años, sus albaceas subastaron sus bienes, y el manuscrito fue adquirido por otro librero de Nueva York llamado Hans P. Kraus. Dos años después, Kraus ponía en venta el libro al precio de 160.000 dólares.
Paralelamente declaró que había comprado el libro convencido de que «contiene información que puede arrojar luz sobre la historia del hombre. Cuando alguien sea capaz de leerlo, este libro valdrá un millón de dólares».
La respuesta de varias fundaciones literarias y académicas americanas ante estas afirmaciones fue sumamente ambigua. Por otro lado, es posible que se trate únicamente de un herbario, elaborado por un autor de la baja Edad Media que no sabía muy bien lo que se llevaba entre manos, y que inventó un código secreto del que luego no supo acordarse.
En 1969, Hans Kraus hizo donación del libro a la biblioteca de la Universidad de Yale, donde permanece aún guardando su secreto.
Sólo para sus ojos
El uso de cifrados y claves estaba muy extendido en siglos pasados, y no siempre por razones de secreto militar o diplomático. Es posible que el manuscrito Voynich estuviese escrito en clave para escapar a las virtuales acusaciones de brujería achacables a los avanzados conocimientos científicos que contenía. Quizás el ejemplo más famoso de este tipo de manuscrito críptico sea uno cuya clave respondería a motivaciones muy distintas: los diarios del literato y administrador naval inglés del siglo XVII, Samuel Pepys.
En 1724, de acuerdo con la última voluntad de Pepys, los diarios fueron depositados en su antiguo College de Cambridge, donde permanecieron indescifrados hasta su redescubrimiento en 1818. El trabajo de desciframiento fue encargado a un estudiante no graduado llamado John Smith. Este tardó tres años en descifrar el código y transcribir el manuscrito, dedicando a esta tarea hasta 12 y 14 horas diarias. Finalmente, el resultado fue publicado en 1825, revelando un pintoresco y escandaloso fresco de la vida de Londres durante la época de la Restauración.
Sin embargo, la última burla recayó sobre el pobre John Smith. Cuando en los años 1870 se preparó una nueva edición de los diarios, se descubrió que si el transcriptor hubiese conocido mejor la biblioteca en la que trabajaba no hubiese tenido tantas dificultades en encontrar la solución. En efecto, Pepys se basó simplemente en una especie de taquigrafía cuya clave se utilizaba comúnmente en aquella misma biblioteca.
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