Durante siglos, las leyendas han hablado de un fabuloso tesoro oculto en algún punto de la región de Razès, en el sur de Francia. ¿Acaso Béranger Saunière lo encontró a finales del siglo pasado?
Las historias acerca del tesoro de Rennes-le-Château son numerosas e insistentes; unas cuantas, por lo menos, son ciertas. Para empezar, el área es rica en yacimientos minerales; desde los tiempos de los romanos se ha extraído plomo, plata, cobre y oro. En el siglo XII, el Gran Maestre de los Caballeros Templarios era Bertrand de Blanchefort, cuyo castillo se alzaba en un espolón rocoso a la vista de Rennes; él hizo venir obreros desde Alemania para que extrajeran el oro de sus minas.
Pero las leyendas locales cuentan otra historia. Si podemos creer a César d'Arcons, ingeniero que cinco siglos después fue enviado a Razès para elaborar un informe sobre la minería de aquella región, esos alemanes no eran mineros, sino orfebres. El historiador local Louis Fedié escribió en 1880:
En la Edad Media, la gente creía que los metales preciosos extraídos de la mina de Blanchefort no procedían de una veta en la roca, sino de un depósito de lingotes de oro y plata enterrado en los sótanos de la fortaleza por sus primeros amos, los reyes visigóticos.
Existen además historias acerca de descubrimientos notables, como el que hizo el joven pastor Ignace Paris en 1645. Buscando un cordero perdido cayó en un barranco escondido que conducía a una cueva, donde encontró una hilera de esqueletos y un montón de oro. Pero cuando volvió a Rennes con un sombrero lleno de aquel metal, los aldeanos le acusaron de robo, se negaron a creer su historia y le apedrearon hasta matarle.
Más recientemente, se encontró cerca de Rennes un bloque de oro que pesaba casi 20 kilos, hecho con monedas árabes (o más probablemente de los estados árabes dominados por los cruzados); poco después se halló un lingote de 50 kilos. En 1928 se encontraron fragmentos de una gran estatua de oro entre los restos de una choza, a la orilla del arroyo que corre por debajo de Rennes; había sido parcialmente fundida, pero los pies se distinguían claramente.
¿De dónde puede haber salido todo ese oro? Durante los últimos 2.000 años, cuatro culturas importantes florecieron en la región, y las cuatro compartieron la preocupación por el oro como metal precioso.
Para los celtas, este metal tenía propiedades mágicas: a diferencia del hierro o el cobre, salía de la tierra brillante e inmutable, difícil de trabajar pero inalterable por la atmósfera o las condiciones de la forja, y constituía el símbolo del poder real y de los misterios sacerdotales.
Para los romanos, en cambio, el oro era un botín de guerra y una fuente de recursos para administrar el Imperio. Derrotaron a los celtas y a todos los demás pueblos de sus fronteras, desde España hasta Persia; se apoderaron de sus ornamentos de oro y de sus minas, y se llevaron todas esas riquezas a Roma, desde donde se volvieron a desperdigar.
Los visigodos, menos sofisticados que los romanos, consideraban al oro de forma parecida a los celtas. Sus reyes, reinas y príncipes llevaban oro para simbolizar tanto su poder como su riqueza, y al convertirse al cristianismo siguieron empleando oro para fabricar y decorar los objetos de culto.
Después vino el pueblo de Languedoc. Para ellos el oro constituía, por encima de todo, un artículo comercial. Muchos de los cruzados eran originarios del sur de Francia, y habían traído botín de Oriente.
Por el momento, podemos descartar a los celtas y los romanos. Se ha descubierto muy poco oro celta; sin duda los romanos se llevaron todo el que encontraron, como hacían con todos los objetos de valor, a Roma. Pero los visigodos nos plantean un fascinante misterio.
Entre los tesoros más grandes que los romanos trasladaron a Roma estaban los objetos de culto del templo de Salomón, en Jerusalén. En el año 69 d.C., el futuro emperador Tito, hijo mayor de Vespasiano, encabezó una campaña contra los judíos, que se habían rebelado contra la dominación romana. En septiembre del año 70 tomó Jerusalén y saqueó el templo, llevándose las trompetas de plata con las que los hijos de Aarón habían convocado a los huéspedes de Israel, el Arca de la Alianza, la mesa de oro de los panes ázimos y el gran candelabro de siete brazos o menorah, hecho de cincuenta kilos de oro puro.
Un relieve del arco de Tito, en Roma, muestra claramente cómo este candelabro fue sacado del templo; sabemos que posteriormente fue depositado en el templo de la Paz, en el foro de Vespasiano. Lo que sucedió más tarde es tema de varias historias que se contradicen entre sí. La primera dice que cuando Magencio huía de Constantino en el año 312, el tesoro cayó al Tíber y se perdió, cosa muy poco verosímil. Otra versión informa que cuando Alarico, el visigodo, saqueó Roma en el año 410, se lo llevó como parte de su botín.
La tercera historia, a la que volveremos después, sostiene que en 455 el vándalo Geiserico llevó el tesoro de Jerusalén desde Roma al norte de África. Durante el siglo siguiente, el general bizantino Belisario lo recobró y lo llevó a Constantinopla, y el emperador Justiniano lo devolvió a Jerusalén, donde fue colocado en un santuario cristiano. Pero en 615 los persas saquearon Jerusalén, y desde entonces no se supo nada más del tesoro.
Alarico murió el mismo año en que saqueó Roma, y le sucedió Ataúlfo, quien llevó a los visigodos a instalarse en el sur de Francia y en España. Es bien sabido que en esos tiempos poseían muchos tesoros, divididos en dos partes bien diferenciadas. Una incluía las joyas personales de los reyes y los tributos que habían recaudado; esto se usaba para pagar los gastos públicos y estaba guardado en Toulouse. La otra, conocida como el Tesoro Antiguo, estaba integrado por el botín que habían acumulado los visigodos durante sus desplazamientos. Finalmente este tesoro quedó en Carcassonne durante el siglo VII: allí estaban el gran Missorium de oro (20 kilos), la tableta de esmeraldas con sus tres hileras de perlas y 60 pies de oro y, muy probablemente, la menorah de Jerusalén.
Cuando Clodoveo, rey de los francos, amenazó Carcassonne en 507, el Tesoro Antiguo fue trasladado a Ravena, pero fue devuelto al rey visigodo Amalrico cuando éste alcanzó la mayoría de edad. Una pequeña parte de este tesoro cayó en manos de los francos cuando tomaron Narbonne en el siglo VII, pero el resto fue trasladado por los visigodos a su capital española de Toledo. Cuando los árabes tomaron la ciudad, en 711, se sabe que se apoderaron del famoso Missorium, pero buena parte del tesoro estuvo perdido hasta el siglo XIX, cuando fue descubierto en Guarrazar, cerca de Guadamur (Toledo). Incluía nueve magníficas coronas votivas de oro, adornadas con zafiros, pero no la menorah. «¿Descubriremos acaso algún día en Francia -escribió H.P. Eydoux en su obra Lumiéres sur la Gaule (Luces sobre Galia)-, un tesoro escondido tan rico y maravilloso como el de Guarrazar?» A lo que podría contestarse: ¿por qué no?
Pero supongamos que Alarico no se llevó la menorah y los otros tesoros del templo de Salomón y que, de hecho, éstos fueron devueltos a Jerusalén por Justiniano. Si los persas hubieran encontrado ese legendario tesoro, seguramente el hecho hubiese quedado registrado en sus anales. Quizá escondido en alguna cueva en las rocas de Jerusalén, u oculto bajo una edificación derruida, estuvo perdido durante siglos.
Jerusalén fue tomada por los cruzados en 1099, y durante casi un siglo fue una ciudad cristiana. En 1120, nueve caballeros encabezados por Hugues de Payns decidieron consagrarse a la protección de los santuarios cristianos, bajo el nombre de Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón. Se les dio alojamiento en edificios adyacentes a dicho templo y, desde aquel momento fueron conocidos con el nombre de «caballeros templarios».
Durante el siglo siguiente los templarios se hicieron cada vez más importantes en Jerusalén y Tierra Santa. Sólo obedecían a su orden, y el gran maestre era tan poderoso como cualquier rey. Su cuartel general era la mezquita de al-Aqsá, construida por los árabes dentro del recinto del templo, y usaban su cripta como establo, los «establos de Salomón». Fueron expulsados de Jerusalén por Saladino en 1187, pero regresaron entre 1229 y 1244, y desde allí se fueron estableciendo en todos los países de Europa occidental. Ricos, poderosos e inviolables, gobernaban grandes territorios y cobraban tributos, buena parte de los cuales se llevaban a Oriente, donde instalaron una cadena de «casas del tesoro» y actuaron como banqueros ante las personas que por alguna razón no eran miembros de la sociedad.
Pero en 1307 el rey Felipe IV de Francia, celoso del poder y la riqueza de los templarios, acusó a la Orden de herejía, y en el plazo de cuatro años ésta quedó disuelta. Sólo en Francia, 54 miembros murieron en la hoguera, y muchos cientos fueron encarcelados de por vida y perdieron todos sus bienes, gran parte de los cuales pasaron, por supuesto, a manos del rey de Francia.
Se ha discutido durante siglos la naturaleza de la herejía templaria. El gran maestre, Jacques de Molay, confesó bajo tortura que había negado a Cristo, escupido al crucifijo y adorado a un ídolo conocido como Baphomet, pero se sabe poco de los supuestos ritos secretos que practicaban los iniciados. Lo que parece más probable, sin embargo, es que durante los siglos pasados en Oriente, el cristianismo de los templarios haya sido influido por algún tipo de dualismo, emparentando con el de los cátaros. Y 150 años antes, el primer Gran Maestre de los templarios, a quien se concedió el título «por la gracia de Dios», fue Bertrand de Blanchefort, cuyas tierras se encontraban en el corazón de las regiones cátaras, precisamente alrededor de Rennes-le-Cháteau.
Buena parte del tesoro de los templarios no ha sido hallado. Guardado en grandes castillos situados en el sur de Europa, podría haber sido enterrado en los cimientos o sacado de allí para ser ocultado en otro sitio. Y quienes sabían donde estaba se llevaron el secreto a la tumba. No olvidemos, además, que según todos los indicios también los cátaros poseían un valioso tesoro.
Así, de una u otra forma, todos los indicios llevan a la región de Razès y a su antigua capital, Rennes-le-Château. No sabemos si los visigodos guardaron allí el tesoro sagrado de Jerusalén cuando lo trajeron desde Ravena, ni si Bertrand de Blanchefort lo encontró en lo más profundo de las ruinas del templo de Salomón y lo llevó a Francia. Sea cual sea la verdad, es poco probable que la averigüemos ahora, más de mil años después.
¿Encontró Béranger Sauniére un tesoro escondido y se lo apropió? ¿Descubrió algún otro secreto que hizo necesario que alguien comprara su silencio? ¿O fue, quizá, instrumento inconsciente de otra conspiración de mucha mayor envergadura?
¿Guardianes del misterio?
Los secretos de los templarios, ¿murieron con ellos? La tradición dice que no. Se afirma que sus ritos de iniciación fueron adoptados por una famosísima asociación secreta: los masones.
Entre los grados superiores de la masonería figura, efectivamente, el Gran Priorato de los Caballeros Templarios. Otro grado masónico, el decimoctavo del «Rito Antiguo y Aceptado», es el de la Rosacruz, que apareció por primera vez en Francia alrededor de 1750.
En Inglaterra, en 1865, un grupo de masones fundó la Societas Rosicruciana in Anglia, y de ella derivó en 1887 la Orden Hermética de la Golden Dawn (Aurora Dorada). Uno de los tres jefes de ésta era S.L. (Mac Gregor) Mathers, más tarde fundador de la Orden de la Rosa de Rubí y la Cruz de Oro. Mathers se trasladó a París en 1891, y allí estableció el templo de «Ahathor» de la Golden Dawn, uno de cuyos miembros fue Jules Bois.
Paralelamente, algunos movimientos llamados «rosacrucianos» fueron fundados en Francia; los más destacados eran la Ordre Kabbalistique de la Rose-Croix du Temple et du Graal, formada por Joséphin (Sar) Péladan y el conde de La Rochefoucauld.
Según un trabajo titulado Levitikon, publicado en Francia a principios del siglo XIX, los caballeros templarios sobrevivieron a la disolución ordenada por Felipe V. En varios países europeos, pueden hallarse actualmente personas que dicen haber sido iniciados en línea directa a la Orden.
Y junto a ello hay que contar también con la oscura y silenciada, orden del «Prieuré de Sion» (Priorato de Sión)...
Las historias acerca del tesoro de Rennes-le-Château son numerosas e insistentes; unas cuantas, por lo menos, son ciertas. Para empezar, el área es rica en yacimientos minerales; desde los tiempos de los romanos se ha extraído plomo, plata, cobre y oro. En el siglo XII, el Gran Maestre de los Caballeros Templarios era Bertrand de Blanchefort, cuyo castillo se alzaba en un espolón rocoso a la vista de Rennes; él hizo venir obreros desde Alemania para que extrajeran el oro de sus minas.
Pero las leyendas locales cuentan otra historia. Si podemos creer a César d'Arcons, ingeniero que cinco siglos después fue enviado a Razès para elaborar un informe sobre la minería de aquella región, esos alemanes no eran mineros, sino orfebres. El historiador local Louis Fedié escribió en 1880:
En la Edad Media, la gente creía que los metales preciosos extraídos de la mina de Blanchefort no procedían de una veta en la roca, sino de un depósito de lingotes de oro y plata enterrado en los sótanos de la fortaleza por sus primeros amos, los reyes visigóticos.
Existen además historias acerca de descubrimientos notables, como el que hizo el joven pastor Ignace Paris en 1645. Buscando un cordero perdido cayó en un barranco escondido que conducía a una cueva, donde encontró una hilera de esqueletos y un montón de oro. Pero cuando volvió a Rennes con un sombrero lleno de aquel metal, los aldeanos le acusaron de robo, se negaron a creer su historia y le apedrearon hasta matarle.
Más recientemente, se encontró cerca de Rennes un bloque de oro que pesaba casi 20 kilos, hecho con monedas árabes (o más probablemente de los estados árabes dominados por los cruzados); poco después se halló un lingote de 50 kilos. En 1928 se encontraron fragmentos de una gran estatua de oro entre los restos de una choza, a la orilla del arroyo que corre por debajo de Rennes; había sido parcialmente fundida, pero los pies se distinguían claramente.
¿De dónde puede haber salido todo ese oro? Durante los últimos 2.000 años, cuatro culturas importantes florecieron en la región, y las cuatro compartieron la preocupación por el oro como metal precioso.
Para los celtas, este metal tenía propiedades mágicas: a diferencia del hierro o el cobre, salía de la tierra brillante e inmutable, difícil de trabajar pero inalterable por la atmósfera o las condiciones de la forja, y constituía el símbolo del poder real y de los misterios sacerdotales.
Para los romanos, en cambio, el oro era un botín de guerra y una fuente de recursos para administrar el Imperio. Derrotaron a los celtas y a todos los demás pueblos de sus fronteras, desde España hasta Persia; se apoderaron de sus ornamentos de oro y de sus minas, y se llevaron todas esas riquezas a Roma, desde donde se volvieron a desperdigar.
Los visigodos, menos sofisticados que los romanos, consideraban al oro de forma parecida a los celtas. Sus reyes, reinas y príncipes llevaban oro para simbolizar tanto su poder como su riqueza, y al convertirse al cristianismo siguieron empleando oro para fabricar y decorar los objetos de culto.
Después vino el pueblo de Languedoc. Para ellos el oro constituía, por encima de todo, un artículo comercial. Muchos de los cruzados eran originarios del sur de Francia, y habían traído botín de Oriente.
Por el momento, podemos descartar a los celtas y los romanos. Se ha descubierto muy poco oro celta; sin duda los romanos se llevaron todo el que encontraron, como hacían con todos los objetos de valor, a Roma. Pero los visigodos nos plantean un fascinante misterio.
Entre los tesoros más grandes que los romanos trasladaron a Roma estaban los objetos de culto del templo de Salomón, en Jerusalén. En el año 69 d.C., el futuro emperador Tito, hijo mayor de Vespasiano, encabezó una campaña contra los judíos, que se habían rebelado contra la dominación romana. En septiembre del año 70 tomó Jerusalén y saqueó el templo, llevándose las trompetas de plata con las que los hijos de Aarón habían convocado a los huéspedes de Israel, el Arca de la Alianza, la mesa de oro de los panes ázimos y el gran candelabro de siete brazos o menorah, hecho de cincuenta kilos de oro puro.
Un relieve del arco de Tito, en Roma, muestra claramente cómo este candelabro fue sacado del templo; sabemos que posteriormente fue depositado en el templo de la Paz, en el foro de Vespasiano. Lo que sucedió más tarde es tema de varias historias que se contradicen entre sí. La primera dice que cuando Magencio huía de Constantino en el año 312, el tesoro cayó al Tíber y se perdió, cosa muy poco verosímil. Otra versión informa que cuando Alarico, el visigodo, saqueó Roma en el año 410, se lo llevó como parte de su botín.
La tercera historia, a la que volveremos después, sostiene que en 455 el vándalo Geiserico llevó el tesoro de Jerusalén desde Roma al norte de África. Durante el siglo siguiente, el general bizantino Belisario lo recobró y lo llevó a Constantinopla, y el emperador Justiniano lo devolvió a Jerusalén, donde fue colocado en un santuario cristiano. Pero en 615 los persas saquearon Jerusalén, y desde entonces no se supo nada más del tesoro.
Alarico murió el mismo año en que saqueó Roma, y le sucedió Ataúlfo, quien llevó a los visigodos a instalarse en el sur de Francia y en España. Es bien sabido que en esos tiempos poseían muchos tesoros, divididos en dos partes bien diferenciadas. Una incluía las joyas personales de los reyes y los tributos que habían recaudado; esto se usaba para pagar los gastos públicos y estaba guardado en Toulouse. La otra, conocida como el Tesoro Antiguo, estaba integrado por el botín que habían acumulado los visigodos durante sus desplazamientos. Finalmente este tesoro quedó en Carcassonne durante el siglo VII: allí estaban el gran Missorium de oro (20 kilos), la tableta de esmeraldas con sus tres hileras de perlas y 60 pies de oro y, muy probablemente, la menorah de Jerusalén.
Cuando Clodoveo, rey de los francos, amenazó Carcassonne en 507, el Tesoro Antiguo fue trasladado a Ravena, pero fue devuelto al rey visigodo Amalrico cuando éste alcanzó la mayoría de edad. Una pequeña parte de este tesoro cayó en manos de los francos cuando tomaron Narbonne en el siglo VII, pero el resto fue trasladado por los visigodos a su capital española de Toledo. Cuando los árabes tomaron la ciudad, en 711, se sabe que se apoderaron del famoso Missorium, pero buena parte del tesoro estuvo perdido hasta el siglo XIX, cuando fue descubierto en Guarrazar, cerca de Guadamur (Toledo). Incluía nueve magníficas coronas votivas de oro, adornadas con zafiros, pero no la menorah. «¿Descubriremos acaso algún día en Francia -escribió H.P. Eydoux en su obra Lumiéres sur la Gaule (Luces sobre Galia)-, un tesoro escondido tan rico y maravilloso como el de Guarrazar?» A lo que podría contestarse: ¿por qué no?
Pero supongamos que Alarico no se llevó la menorah y los otros tesoros del templo de Salomón y que, de hecho, éstos fueron devueltos a Jerusalén por Justiniano. Si los persas hubieran encontrado ese legendario tesoro, seguramente el hecho hubiese quedado registrado en sus anales. Quizá escondido en alguna cueva en las rocas de Jerusalén, u oculto bajo una edificación derruida, estuvo perdido durante siglos.
Jerusalén fue tomada por los cruzados en 1099, y durante casi un siglo fue una ciudad cristiana. En 1120, nueve caballeros encabezados por Hugues de Payns decidieron consagrarse a la protección de los santuarios cristianos, bajo el nombre de Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón. Se les dio alojamiento en edificios adyacentes a dicho templo y, desde aquel momento fueron conocidos con el nombre de «caballeros templarios».
Durante el siglo siguiente los templarios se hicieron cada vez más importantes en Jerusalén y Tierra Santa. Sólo obedecían a su orden, y el gran maestre era tan poderoso como cualquier rey. Su cuartel general era la mezquita de al-Aqsá, construida por los árabes dentro del recinto del templo, y usaban su cripta como establo, los «establos de Salomón». Fueron expulsados de Jerusalén por Saladino en 1187, pero regresaron entre 1229 y 1244, y desde allí se fueron estableciendo en todos los países de Europa occidental. Ricos, poderosos e inviolables, gobernaban grandes territorios y cobraban tributos, buena parte de los cuales se llevaban a Oriente, donde instalaron una cadena de «casas del tesoro» y actuaron como banqueros ante las personas que por alguna razón no eran miembros de la sociedad.
Pero en 1307 el rey Felipe IV de Francia, celoso del poder y la riqueza de los templarios, acusó a la Orden de herejía, y en el plazo de cuatro años ésta quedó disuelta. Sólo en Francia, 54 miembros murieron en la hoguera, y muchos cientos fueron encarcelados de por vida y perdieron todos sus bienes, gran parte de los cuales pasaron, por supuesto, a manos del rey de Francia.
Se ha discutido durante siglos la naturaleza de la herejía templaria. El gran maestre, Jacques de Molay, confesó bajo tortura que había negado a Cristo, escupido al crucifijo y adorado a un ídolo conocido como Baphomet, pero se sabe poco de los supuestos ritos secretos que practicaban los iniciados. Lo que parece más probable, sin embargo, es que durante los siglos pasados en Oriente, el cristianismo de los templarios haya sido influido por algún tipo de dualismo, emparentando con el de los cátaros. Y 150 años antes, el primer Gran Maestre de los templarios, a quien se concedió el título «por la gracia de Dios», fue Bertrand de Blanchefort, cuyas tierras se encontraban en el corazón de las regiones cátaras, precisamente alrededor de Rennes-le-Cháteau.
Buena parte del tesoro de los templarios no ha sido hallado. Guardado en grandes castillos situados en el sur de Europa, podría haber sido enterrado en los cimientos o sacado de allí para ser ocultado en otro sitio. Y quienes sabían donde estaba se llevaron el secreto a la tumba. No olvidemos, además, que según todos los indicios también los cátaros poseían un valioso tesoro.
Así, de una u otra forma, todos los indicios llevan a la región de Razès y a su antigua capital, Rennes-le-Château. No sabemos si los visigodos guardaron allí el tesoro sagrado de Jerusalén cuando lo trajeron desde Ravena, ni si Bertrand de Blanchefort lo encontró en lo más profundo de las ruinas del templo de Salomón y lo llevó a Francia. Sea cual sea la verdad, es poco probable que la averigüemos ahora, más de mil años después.
¿Encontró Béranger Sauniére un tesoro escondido y se lo apropió? ¿Descubrió algún otro secreto que hizo necesario que alguien comprara su silencio? ¿O fue, quizá, instrumento inconsciente de otra conspiración de mucha mayor envergadura?
¿Guardianes del misterio?
Los secretos de los templarios, ¿murieron con ellos? La tradición dice que no. Se afirma que sus ritos de iniciación fueron adoptados por una famosísima asociación secreta: los masones.
Entre los grados superiores de la masonería figura, efectivamente, el Gran Priorato de los Caballeros Templarios. Otro grado masónico, el decimoctavo del «Rito Antiguo y Aceptado», es el de la Rosacruz, que apareció por primera vez en Francia alrededor de 1750.
En Inglaterra, en 1865, un grupo de masones fundó la Societas Rosicruciana in Anglia, y de ella derivó en 1887 la Orden Hermética de la Golden Dawn (Aurora Dorada). Uno de los tres jefes de ésta era S.L. (Mac Gregor) Mathers, más tarde fundador de la Orden de la Rosa de Rubí y la Cruz de Oro. Mathers se trasladó a París en 1891, y allí estableció el templo de «Ahathor» de la Golden Dawn, uno de cuyos miembros fue Jules Bois.
Paralelamente, algunos movimientos llamados «rosacrucianos» fueron fundados en Francia; los más destacados eran la Ordre Kabbalistique de la Rose-Croix du Temple et du Graal, formada por Joséphin (Sar) Péladan y el conde de La Rochefoucauld.
Según un trabajo titulado Levitikon, publicado en Francia a principios del siglo XIX, los caballeros templarios sobrevivieron a la disolución ordenada por Felipe V. En varios países europeos, pueden hallarse actualmente personas que dicen haber sido iniciados en línea directa a la Orden.
Y junto a ello hay que contar también con la oscura y silenciada, orden del «Prieuré de Sion» (Priorato de Sión)...
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