jueves, 5 de mayo de 2011

William Burke y William Hare: Los vendedores de cuerpos

En los albores de la revolución industrial británica, la profesión de médico era la mejor pagada y por tanto, la más deseada. Numerosos estudiantes acudían a las facultades de medicina con la promesa de amasar una buena fortuna en poco tiempo. Pero para ser convertirse en un buen médico, un estudiante debía poder practicar con cuerpos de verdad para saber por dónde cortar, para poder intervenir sin riesgos.

Desde los tiempos de Enrique VIII, circulaban por Gran Bretaña una serie de cédulas que permitían el uso de cadáveres como objeto de prácticas, pero no se concedían a la ligera y tenían un límite de 4 cuerpos por médico. Esto planteaba algunos problemas a los estudiantes, que requerían constantemente de material para practicar.

En el año 1788 las cosas se pusieron aun peor, este sistema tan restrictivo dio paso a la clandestinidad. A finales del siglo XVIII, el precio de un cadáver en el mercado negro oscilaba entre las 7 libras, siempre dependiendo del tamaño del cuerpo. Por supuesto, los más codiciados eran los cuerpos de los atletas, que se podían pagar hasta a 12 libras. Algunos boxeadores escoceses llegaron a pagar fuertes sumas de dinero para ser enterrados a 6 metros de profundidad y evitar ser presa de los ladrones de cuerpos, pero siempre fue en vano. También se sabe que a principios del siglo XIX operaban en Londres al menos una docena de bandas que se dedicaban al saqueo de cementerios.

En el año 1827, llega a la ciudad portuaria de Edimburgo William Burke, nacido en Urney, condado de Tyrone, en 1792, con la intención de trabajar como bracero en el puerto. Se aloja en una pensión donde conoce al novio de la propietaria, el escocés William Hare.

Al calor de la hoguera, en una de sus frecuentes conversaciones sobre prosperar en la vida, Hare propone a Burke entrar en el lucrativo negocio de los cadáveres. Hacerlo durante un tiempo y después retirarse es su plan y además, Hare cuenta con un contacto que pagará a buen precio todo el material, el doctor Robert Knox.

Al poco de tomar esta decisión, mientras trazan sus primeros planes, un inquilino de la pensión sufre hidropesía y muere. Aprovechando este golpe de suerte, llevan el cuerpo envuelto en una manta al doctor Knox. El fallecido, llamado Desmond, era un hombre bastante corpulento y el doctor, complacido por este hecho, les paga la friolera de 7 libras y 10 chelines (el sueldo equivalente a 6 meses trabajando en el puerto). Burke y Hare, atónitos por la facilidad del trabajo, son invitados por Knox a seguir trayendo cuerpos.

Pero en aquellos tiempos, el cementerio de Edimburgo estaba ya bastante esquilmado y también se había levantado una torre para vigilar las entradas nocturnas de los ladrones. Las cosas no serían fáciles para ellos, que además, gastaban el dinero sin control. Pero a Burke se le ocurre una idea y propone a su amigo “fabricar” los cadáveres, buscando víctimas entre los más pobres y marginados de la sociedad, aquellos que nadie va a echar en falta.

Para no levantar las sospechas del doctor, debían matar de manera que no pareciese un asesinato. Durante días vigilan a Joseph el molinero, un hombre solitario, aparentemente sin familia y algo borrachín. Una noche, le invitan a una botella de excelente whisky escocés y cuando ya estaba ebrio le asfixian con un almohadón. Cuando le llevan al doctor Knox, le cuentan (para explicar que el cuerpo aun estuviera caliente) que acababa de morir en la calle y que no se preocupase, que nadie le reclamaría. Esta vez, por traer el cadáver en tan buen estado cobraron 6 libras.


Durante los siguientes meses, según confesaron, mataron a 15 personas. Se habían acostumbrado a la buena vida, pero las cosas en las calles (cada vez más vigiladas) se habían puesto feas. No era seguro salir a matar, así que decidieron usar la habitación de Burke en la pensión. Pero esta decisión pondría fin a su macabra carrera. Llegados a este punto, los asesinos estaban divididos, ambos sospechaban que el otro actuaba a sus espaldas y por si fuera poco, les gustaba mucho beber y fanfarronear, sin trabajo pero siempre con dinero. La gente comenzaba a sospechar algo raro.

Durante la noche de Halloween de 1828, Mary Doherty, una anciana irlandesa, es invitada por Burke y su novia Helen, a pasar la noche en la pensión con el pretexto de que son parientes. Durante la noche, la pobre señora Doherty pasa a ser la víctima número 16.

Al día siguiente por la mañana, otra inquilina de la pensión (Ann Gray) echa en falta a la señora Doherty y pregunta a Burke por ella. Le dice que ya se ha marchado, pero Ann sospecha que no es cierto ya que conocía las intenciones de la mujer de marcharse por la tarde. En el momento en que William Burke sale de la pensión, Ann aprovecha y se cuela en su habitación, para descubrir horrorizada el cuerpo inerte de la anciana. En ese momento llegan Helen y Burke y tratan de sobornarla (con 1 libra semanal) para que no les denuncie, pero Ann Gray no accede y va directa a la comisaría.

La policía primero acorrala a Hare, y le ofrecen inmunidad a cambio de una confesión contra Burke. Hare no se lo pensó dos veces y echó toda la culpa a su compañero de delitos.

En Enero de 1829, Burke fue ejecutado en la horca, con el nudo de recorrido corto. Debido a su pequeña estatura, tardó varios minutos en morir (Walter Scott estuvo presente y dejó buena constancia de ello). Por increíble que parezca, su piel fue vendida por trozos (que se pagaban a 2 chelines) y se usaron para hacer bolsos y monederos.

Hare y Helen McDougal fueron absueltos pero tuvieron que abandonar la ciudad. Años más tarde, mientras Hare trabajaba en una fábrica fue reconocido por uno de sus compañeros y lanzado por éstos a un depósito de cal viva. Quedó ciego y vivió como mendigo hasta la edad de 70 años.

Por otra parte, el doctor Knox (que tuvo que declarar en el juicio) fue desacreditado y se le prohibió ejercer la medicina. La última vez que se le vio fue trabajando de actor itinerante en compañía de unos indios, en Norteamérica.

En 1832 se prohíbe oficialmente esta práctica, se endurecen los castigos y se dedica una parte de las fuerzas del orden para la vigilancia de los camposantos, tratando de poner las cosas difíciles a los “resucitadores”, como ellos mismos se hacían llamar.

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