miércoles, 22 de junio de 2011

Dido: La fundadora y primera reina de Cartago

Dido, hija de Muto, rey de Tiro y hermana de Pigmalión, desposó a Siqueo, sacerdote de Heracles. Al morir el monarca, Pigmalión lo sucedió. Ansiando éste hacerse con los bienes de Siqueo, dispuso su ejecución. Después, en sueños, el difunto consorte advirtió a Dido de estar en riesgo de ser la próxima víctima del homicida rey.

Acompañada de un séquito numeroso la princesa abandonó Tiro. Se estableció entonces en África, y con tan buena fortuna y prosperidad creciente, que pudo fundar la ciudad de Cartago. Su rápido progreso provocó la envidia de Jarbas, rey de Getulia, que exigió a Dido en casamiento a cambio de la no destrucción de Cartago. Dido se opuso rotundamente a la voluntad de Jarbas durante largo tiempo, hasta que decidió al fin, inmolarse en las llamas de una pira humeante.

Virgilio, romano estudioso de la mitología griega, aprovechó esta tradición para relatar en la Eneida, como, al arribar azarosamente el héroe troyano Eneas a Cartago, Dido se enamoró por completo de él.

Celoso, Jarbas solicitó a Júpiter alejara de una vez al inoportuno extranjero. Eneas se liberó entonces de los pasionales ruegos de Dido por no dejarle partir y gobernar juntos la populosa urbe. Porque el deseo de la futura fundación de Roma pudo más en el alma de Eneas. Cuando el héroe partió a Italia, Dido, con el corazón destrozado, se suicidó.

La triste historia de Dido es como una flor de múltiples aromas, en donde cada uno aspira una esencia distinta pero al mismo tiempo poseedora del mismo trágico matiz.

En esta nota se propone imaginar que Virgilio ha mentido: No hubo ningún extranjero gallardo y cautivador que arribara a Cartago. No hubo seducción alguna, ni auxilio de Cupido para entrelazar a los amantes: no se dio el tierno y erótico momento en una cueva solitaria en una tarde de cacerías y de tormenta. Nadie partió de Cartago dejándole desesperada con una ilusión perdida. Nadie. Porque tal vez Eneas sólo ha sido un sueño de la Dido acosada y sola, de la reina agobiada, de la mujer ambicionada, del ser humano hundido en la más absoluta impotencia.

Y así por lo consiguiente, Eneas, Roma, la Eneida, Virgilio, la historia posterior de Occidente y tal vez hasta nosotros mismos hoy día, no seamos más que una ilusión de amor que Dido permitió dejar fluir libre y sin control alguno, como un acto de amor incondicional y entrega completa al ser ideal que consuela y da vida, aún al quitarla. Sin duda, cuando Jarbas ya cercaba Cartago, cuando tenía casi a la mujer deseada en su poder, mientras Dido decidía mejor entregarse a las caricias dolorosas del fuego, tuvo entonces el bello sueño de un príncipe llamado a fundar una ciudad tan relevante que a la postre transformaría un mundo, y tanto amor le inspiró ese ser precioso nacido de sus más caros anhelos, que hasta fue capaz de permitirle volar por su cuenta, para fraguar su glorioso destino.

Quizás durante su último suspiro, cobijada ya en las cenizas tibias, Dido imaginó encontrarse a su amado, peregrino por el Inframundo. Allí, en donde un Eneas lleno de remordimientos trató de excusarse ante ella por renunciar a su pequeño mundo de ambos, lleno de amor y pasión, por otro material y enorme de fama imperecedera. El silencio conmovedor de Dido, ese silencio de despecho, de dolor, de rencor sin medida, ese silencioso alejarse hacia las sombras y a la silueta difusa de un equívoco Siqueo fantasmal, más bien podría ser, ese silencio, un ronco y mudo sollozo de renuncia y entrega amorosa sin medida.

Un amargo y dulce sacrificio.

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