En un mundo en el que las desgracias se ceban en el día a día de los telediarios en forma de tornados, de tormentas, de asesinatos, de accidentes, de violaciones y secuestros, a veces nos entra un soplo de aire fresco por la pequeña pantalla que nos ayuda a comprender mejor el sentido de la vida; a saber que a pesar de tanto mal, existe el bien supremo, y que hay gente capaz de dar su vida por la de los demás.
Hoy ese soplo tiene un nombre propio: Irena Sandler. Desgraciadamente ha tenido que ser su muerte a los 97 años la que ha destapado la historia de su magnífica vida. Una vida sacrificada que salvó a 2.500 niños de morir en manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Los héroes ni nacen ni se hacen, solamente actúan, desde las sombras, sin esperar nada a cambio, porque sus conciencias así se lo dictan; ella simplemente “hizo lo que tenía que hacer, nada más”, según sus palabras. Y en aquel momento de su vida supo que aquellos niños necesitaban de su ayuda... y actuó.
Corría el año 1939; eran los años en que Hitler y su Alemania parecían imparables. Como su ambición imperial. Uno tras otro, los países iban doblando su rodilla ante el poder devastador de su ejército; las blitzkrieg, o guerras relámpagos imponían el nuevo orden mientras los aliados se miraban sin decidirse a actuar. Aquel año, Alemania invadió Polonia, donde trabajaba una joven en unos comedores sociales. Fue en esos comedores donde aquella joven, que respondía al nombre de Irena Sandler, empezó a realizar sus primeras acciones que ya dejaban vislumbrar esa estrella mágica por la que están tocados los héroes. En un ambiente antisemita y cargado de odios y tensiones, Irena comenzó a darles comida y dinero a familias judías perseguidas y a inscribirlos como católicos para evitarles la detención.
Durante tres años ayudó como pudo; sin embargo, el poder de la Wermacht, auspiciado por sus victorias por toda Europa, no hacía sino aumentar la opresión sobre los judíos. 1942 fue un año trágico en la historia de Polonia. En Varsovia se construyó un guetto en el que se apartó, como apestados, a todos los judíos. Tras aquellas murallas murieron, de las maneras más indignas y terribles, cientos, miles de judíos, sin ayuda, solos, olvidados por el mundo que seguía sin despertar ante la cruel barbarie de los delirios de grandeza de Hitler.
Y es en momentos así cuando de las sombras siempre surgen héroes sin nombre capaces de entregarse por los débiles, por los necesitados. Es en momentos así cuando se demuestra que el Bien Supremo, en mayúsculas, existe, como antítesis al Mal Supremo. Y ese Bien Supremo en aquel momento era Irena Sandler.
Contaba Irena, anciana ya, en su Varsovia natal, que su padre le enseñó que las gentes son buenas o malas en función de sus actos y no de lo que tienen; por eso, le decía, “ayuda siempre que puedas al necesitado”. Luchó hasta que consiguió un pase para el guetto del departamento de Epidemiología y así comenzó su labor humanitaria entrando alimentos y medicina y dándoselo a escondidas a los hambrientos y enfermos. Ella, que no era judía, se colocaba cada día sobre su pecho la Estrella de David para poder entrar y no levantar sospechas. Sin embargo, el guetto se llenaba cada día más, y los enfermos y necesitados se multiplicaban; y, por otro lado, estaban los niños, que le rompían el corazón. Ellos eran el futuro, y decidió que era a ellos a los que intentaría ayudar de la manera más insospechada: sacándolos del guetto.
Cada día prometía a sus padres que los sacaría sano y salvo y que los llevaría a lugares donde los nazis no los descubrirían. Y así, comenzó esa difícil y peligrosa tarea. Utilizó los medios más extraños y variados: los sacó en ataúdes; los escondió entre las basuras; abrió pasadizos secretos; les dio pases de salidas falsos aduciendo que tenían enfermedades contagiosas... Y de todos los niños que iba sacando guardaba sus identidades verdaderas en frascos y latas que enterraba en el jardín de la casa de su vecino.
Pero en un espacio tan cerrado, y con el control férreo que ejercía la Gestapo no era raro que tarde o temprano la atraparan. Fueron varios meses los que estuvo encerrada por los nazis, quienes la torturaron para que diera los nombres de aquellos niños y su localización; le rompieron ambas piernas; le rompieron los pies; al maltrato físico se unía el psicológico, pero Irena Sandler, fiel a aquellas enseñanzas de su padre, se mantuvo firme y jamás dijo una palabra. Finalmente, la sentenciaron a muerte. Pero por suerte, la Resistencia finalmente intervino. No podían dejar que aquella mujer que guardaba un secreto tan preciado, que sólo ella sabía, muriera. Y así, compraron al guarda que la custodiaba.
Irena Sandler pudo escapar de su prisión y con la ayuda de la Resistencia huyó del país, no sin antes decirles a éstos la localización exacta de todos aquellos botes y latas donde se escondían los nombres de los niños salvados y donde estaban ocultos cada uno. Cuando se desenterraron, una vez acabada la Guerra y abandonado el guetto, se encontraron 2.500 latas y botes con los nombres de los 2.500 niños a los que Irena Sandler había ayudado a escapar de aquel maldito lugar.
Ayer, Irena al fin pudo descansar en paz. Pero tras de sí dejó un inmenso legado, y la más bonita y edificante historia que se pueda oír. No dudo que habrá muchísimos más héroes secretos como ella, pero ojalá con más frecuencia pudiéramos oír del ejemplo de estas personas para comprender que el mundo no es sólo envidias y males, y que en el fondo, siempre está esa chispa de Humanidad que todos deberíamos encontrar en nosotros mismos.
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