Carta de Eloísa:
“Tú sabes amado mío – y todos saben también – lo mucho que he perdido al perderte a ti. Y cómo la mala fortuna – valiéndose de la mayor y por todos conocida traición – me robó mi mismo ser al hurtarme de ti.
El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria.
Dios me es testigo de que, si Augusto – emperador del mundo entero – quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida, de toda la tierra, sería para mí mas honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz.”
Abelardo era un joven filósofo, brillante y atractivo, que a su llegada a París en 1099, deslumbró por su dialéctica y razonamiento. Con tan sólo veinte años fundó su propia escuela, y superó en varias ocasiones a los maestros de la época. Su vida y carrera filosófica apuntaban al rotundo éxito, al crecimiento personal, al reconocimiento y a quedar su nombre grabado en los anales de la historia. Sin embargo, el amor se cruzó en su camino, y no un amor cualquiera, sino un imposible.
El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria.
Dios me es testigo de que, si Augusto – emperador del mundo entero – quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida, de toda la tierra, sería para mí mas honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz.”
Abelardo era un joven filósofo, brillante y atractivo, que a su llegada a París en 1099, deslumbró por su dialéctica y razonamiento. Con tan sólo veinte años fundó su propia escuela, y superó en varias ocasiones a los maestros de la época. Su vida y carrera filosófica apuntaban al rotundo éxito, al crecimiento personal, al reconocimiento y a quedar su nombre grabado en los anales de la historia. Sin embargo, el amor se cruzó en su camino, y no un amor cualquiera, sino un imposible.
Entre sus alumnos se encontraba una joven de talante extraordinario y belleza singular: Eloísa. Su tío, Fulberto, consideró adecuado refinar aún más su cultura y contrató a Abelardo para que le diera clases particulares en su propia casa. En muy poco tiempo, profesor y alumna, se convirtieron en amantes. La relación alejó a Abelardo de la filosofía, por lo que empezaron a circular rumores. Fulberto, incrédulo, tuvo que descubrir por el mismo el ultraje que se había cometido bajo su techo. La pareja fue separada.
Al tiempo, Eloísa le comunica a Abelardo que está embarazada. Éste, presa se sentimientos contradictorios, decide raptarla y nace el niño en Gran Bretaña. Para enmendar la situación, le pide matrimonio. A pesar de que la joven consideraba el matrimonio un acto de posesión, acepta, y ambos celebran la boda en secreto. No obstante, el tío de ésta, lleno de rencor, lleva a cabo una venganza que mantendría a la pareja separada por el resto de sus vidas.
Consigue enviar a Eloísa a la Abadía de Argentuil, donde acabaría tomando los hábitos. No contento con su éxito, contrata a unos sicarios para que castren a Abelardo mientras duerme. Éste, solo y abatido, decide ingresar en el convento de Saint-Denis donde tendría muchos conflictos por su razonamiento teológico. Su fama de pensador inunda toda Francia, pero su vacío por la ausencia de Eloísa no lo abandona nunca.
Mantuvieron el contacto a través de cartas de amor, en las que ella le solicitaba palabras de consuelo ante su soledad y frustración. Pero Abelardo, que se había retirado la diócesis de Troyes, consagró su vida a la austeridad y oración, por lo que en cada una de sus misivas alababa el amor a Dios y parecía adoctrinarla como a una alumna.
No obstante, el amor de Abelardo por Eloísa era más fuerte que su religiosidad, y en el ocaso de su vida, decidió escribir sus memorias, rememorando los escasos momentos de felicidad junto a su amada y reconociendo que en una de sus últimas cartas le volvió a abrir su corazón.
Tras su muerte, en 1163, ésta reclamó su cuerpo, pero no sería hasta 1817 cuando finalmente descansarían juntos, eternamente, en el cementerio del Pere Lachaise, en París.
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