Desde hace tiempo hay un debate más o menos interesante respecto a los escritos que narran la vida de Jesús. Evangelio es palabra derivada del griego común (koiné) corrompido por el cristianismo. Literalmente significa “buena noticia”, “buen mensaje”: la célebre Buena Nueva que todavía tantos y tantos apóstoles siguen proclamando a lo largo y ancho del planeta (incluso puerta a puerta), cada uno según la peculiar manera de su credo, eso sí.
Los evangelios son, en definitiva, aquellos escritos en los que se presenta la vida y milagros del Hijo del Hombre. Ahora bien, frente a los textos sancionados por la autoridad de la Iglesia (evangelios canónicos), aparecen una serie bastante numerosa de relatos que han sido denominados como evangelios apócrifos. ¿Qué quiere esto decir?
Apócrifo es nuevamente término de añeja raigambre griega. Significa lo “escondido”, “oculto”, “secreto”. Cuando hablamos de evangelios, sin embargo, simplemente denota los textos no reconocidos por la Iglesia. Es decir, no reconocidos como escritos bajo Inspiración (en mayúsculas, que es Divina).
La pregunta que parece seguirse, claro, sería: ¿entonces los cuatro evangelios canónicos que componen el Nuevo Testamento son efectivamente palabra de Dios, mientras que el resto bizarro de documentos sobre la vida de Jesús no son más que mera palabra de hombre, como quien dice puro cacareo?
Miremos a ver. En primer lugar: quienes escribieron tanto los canónicos como los apócrifos se creían voceros del espíritu de Cristo. Es lo que tenía la época, que era fértil en Mesías (hoy preferimos folclóricas y futbolistas). ¿Pero por qué la Iglesia acepta los unos y no los otros?
Amigos, manías tiene la Iglesia, aunque esto haya que matizarlo. Sus neurosis no son inocuas ni inmotivadas, no. A finales del II y principios del III, la cantidad de movimientos gnósticos y el número de “espíritus libres” pululantes por el miasma (con perdón) de la primera cristiandad ponen en peligro la posición de la Iglesia como mediador privilegiado “qua” intérprete de la palabra de Dios.
Era menester poner orden en aquel corral. Así, se decidió que los evangelios más antiguos serían los únicos válidos. Además, acaso bajo la hipnosis de un cierto pitagorismo, se consideró que cuatro era el número perfecto (no hay de que extrañarse, ¿acaso no son cuatro los jinetes de Apocalipsis, los puntos cardinales, los músicos de Bremen, por no hablar de los cuatro fantásticos o de los cuatro dedos de la mano…o eran cinco?). ¿Por qué perfecto? Porque está entre tres y cinco. Aplastante lógica de bípedo implume.
Hay un hecho, sin embargo, que será justo recordar. Los evangelios canónicos (o sea, los de Marcos, Mateo, Lucas y Juan) son los que están más próximos cronológicamente a Jesús. Fueron escritos entre el 65 y el 110 (más o menos) de nuestra era. Mientras que la mayoría de los apócrifos (ojo: los que hoy conservamos, tal vez otros fueron destruidos) aparecen unos años más tarde (mediados del II en adelante).
Pero, ya para finalizar, tampoco creamos que los canónicos sean fotografía nítida del personaje histórico de Jesús. Recordad, amigos, que todos están determinados, si no por la inspiración del Espíritu Santo, sí por una intención apologética. Había que presentar a Jesús como hijo de Dios, y según unas líneas predefinidas por la mente preclara de Pablo.
Y sin embargo, bajo el feo maquillaje evangelizador ¿quién duda que lata una figura excepcional? Pero, ay. Jesús, que en absoluto juzgaba, ni condenaba, ni moralizaba, Jesús, que se limitaba a defender la vida enseñando no una doctrina ni una religión de poder, sino una práctica diaria de amor… ¡cuántas atrocidades se han cometido en tu nombre, Jesús!
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