Allá a principios del Siglo XVI los habitantes de la Capital de la Nueva España veían salir a este hombre misterioso del rumbo del Callejón de Illescas, que hoy es Calle de Pedro Ascencio. Callado, mustio, si acaso saludando con un: "Vaya usted con Dios" o "Santas y buenas tardes tenga su merced", o "Dios Guarde a su Persona", se perdía entre las sombras del callejón de Los Gallos, cruzaba los pantanosos llanos y llegaba a Corpus Christi. De allí siempre con su paso lento, se llegaba hasta las puertas del Convento de San Francisco y penetrando con resolución se iba a postrar de hinojos ante el altar y capilla del Señor de Burgos.
Grandes y prolongados gemidos escapaban de su pecho, gruesos goterones de llanto resbalaban por entre la rejilla de hierro de su celada y en un tintinear de espadas y armadura, se inclinaba hasta besar el suelo siete veces.
Allí permanecía orando, gimiendo y pidiendo perdón sin que nadie osara acercarse para enterarse qué clase de culpas solicitaba expiar. Después, se levantaba y continuaba su camino hasta hallar otra iglesia en donde penetraba para repetir sus lloros y sus oraciones.
Primero los transeúntes lo miraban con miedo, con ojos interrogantes y después con respeto y lástima, pues se decía que era un penitente que arrepentido de sus graves culpas, andaba de la Capilla del Señor de Burgos hasta cuantos altares le era permitido el tiempo, hasta llegada la medianoche en que se le veía alejarse recorriendo los callejones de Arsinas, de los Betlhemistas, de La Celada, de los Sepulcros, de Santo Domingo y de los Monasterios, para perderse como ya se dijo, por el rumbo del callejón de Illescas.
Sin duda alguna se trataba de un caballero, a juzgar por la ropa que vestía, negra toda, de seda y astracán, de asfodelo y paños cubierto este atuendo con la pesadaarmadura que portaba, su espada en la que todos reconocieron como hoja de hidalgo caballero y un puñal de izquierda o de misericordia, pues en un duelo a estoque jamás se remata al rival cuando ya agoniza, sino que se le remata con este puñal misericordioso que llega a cortar la vida de una vez.
Así, año tras año y noche tras noche, se veía cruzar callejones y plazuelas, entrar al templo y sollozar a los pies del Señor de Burgos, a este caballero misterioso a quien se llegó a conocer como "El Armado".
Servíale una mujer enteca y fría, que sólo salía para comprar lo indispensable para el alimento diario y para escuchar misa en la iglesia de la Concepción, pero jamás se interrogó a esta sirvienta ni se supo el nombre ni la alcurnia de su amo "El Armado". Las gentes decían que se trataba de un conocido caballero que malo había sido en su juventud y que había violado damas y engañado esposos, que había maltratado indios y engañado a encomenderos y en fin, que llevó una vida crapulosa de la cual estaba arrepentido y purgaba sus culpas pidiendo perdón en capillas y conventos.
Al fin, un día, cuando la vieja enteca y fría salió a comprar hogaza de pan y vino, descubrió que su amo pendía colgado de uno de los balcones de la casa, casa magnífica, de piedra y cantera, con grandes balcones enrejados.
Corrió la vieja de un lado a otro llamando a la Justicia y a poco se presentaban alguaciles y corchetes.
Se descolgó el cuerpo de "El Armado" y se vió a través de la celada un rostro enjuto, lloroso y triste todavía.
En la empuñadura de su espada de caballero estaba enlazada solo una palabra "paz" y dos estrellas. En el interior de su casa, que era todo lujo y brillantez, se hallaron grandes y pesadas talegas llenas de oro y plata, cofres con joyas y objetos de arte y cuanto puede tener para ostentación y lujo un gran señor, cuyo nombre escapó a la acuciosa investigación y oidores y alguaciles.
Y cuentan que años después y aún a principios de siglo, algunas gentes que pasaban a deshoras de la noche podían ver a "El Armado", colgado de los hierros de aquella casona ya ruinosa y quienes con valor se acercaban, escuchaban sus gemidos y veían que por entre la rejilla de la celada, resbalaban lágrimas de pena.
No se supo el nombre y el vulgó bautizó a ese callejón como "El Callejón de el Armado", en memoria de aquel suceso espeluznante.
Grandes y prolongados gemidos escapaban de su pecho, gruesos goterones de llanto resbalaban por entre la rejilla de hierro de su celada y en un tintinear de espadas y armadura, se inclinaba hasta besar el suelo siete veces.
Allí permanecía orando, gimiendo y pidiendo perdón sin que nadie osara acercarse para enterarse qué clase de culpas solicitaba expiar. Después, se levantaba y continuaba su camino hasta hallar otra iglesia en donde penetraba para repetir sus lloros y sus oraciones.
Primero los transeúntes lo miraban con miedo, con ojos interrogantes y después con respeto y lástima, pues se decía que era un penitente que arrepentido de sus graves culpas, andaba de la Capilla del Señor de Burgos hasta cuantos altares le era permitido el tiempo, hasta llegada la medianoche en que se le veía alejarse recorriendo los callejones de Arsinas, de los Betlhemistas, de La Celada, de los Sepulcros, de Santo Domingo y de los Monasterios, para perderse como ya se dijo, por el rumbo del callejón de Illescas.
Sin duda alguna se trataba de un caballero, a juzgar por la ropa que vestía, negra toda, de seda y astracán, de asfodelo y paños cubierto este atuendo con la pesadaarmadura que portaba, su espada en la que todos reconocieron como hoja de hidalgo caballero y un puñal de izquierda o de misericordia, pues en un duelo a estoque jamás se remata al rival cuando ya agoniza, sino que se le remata con este puñal misericordioso que llega a cortar la vida de una vez.
Así, año tras año y noche tras noche, se veía cruzar callejones y plazuelas, entrar al templo y sollozar a los pies del Señor de Burgos, a este caballero misterioso a quien se llegó a conocer como "El Armado".
Servíale una mujer enteca y fría, que sólo salía para comprar lo indispensable para el alimento diario y para escuchar misa en la iglesia de la Concepción, pero jamás se interrogó a esta sirvienta ni se supo el nombre ni la alcurnia de su amo "El Armado". Las gentes decían que se trataba de un conocido caballero que malo había sido en su juventud y que había violado damas y engañado esposos, que había maltratado indios y engañado a encomenderos y en fin, que llevó una vida crapulosa de la cual estaba arrepentido y purgaba sus culpas pidiendo perdón en capillas y conventos.
Al fin, un día, cuando la vieja enteca y fría salió a comprar hogaza de pan y vino, descubrió que su amo pendía colgado de uno de los balcones de la casa, casa magnífica, de piedra y cantera, con grandes balcones enrejados.
Corrió la vieja de un lado a otro llamando a la Justicia y a poco se presentaban alguaciles y corchetes.
Se descolgó el cuerpo de "El Armado" y se vió a través de la celada un rostro enjuto, lloroso y triste todavía.
En la empuñadura de su espada de caballero estaba enlazada solo una palabra "paz" y dos estrellas. En el interior de su casa, que era todo lujo y brillantez, se hallaron grandes y pesadas talegas llenas de oro y plata, cofres con joyas y objetos de arte y cuanto puede tener para ostentación y lujo un gran señor, cuyo nombre escapó a la acuciosa investigación y oidores y alguaciles.
Y cuentan que años después y aún a principios de siglo, algunas gentes que pasaban a deshoras de la noche podían ver a "El Armado", colgado de los hierros de aquella casona ya ruinosa y quienes con valor se acercaban, escuchaban sus gemidos y veían que por entre la rejilla de la celada, resbalaban lágrimas de pena.
No se supo el nombre y el vulgó bautizó a ese callejón como "El Callejón de el Armado", en memoria de aquel suceso espeluznante.
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