En Alvarado había empezado a correr el rumor de que un hombre malo molestaba mujeres, amenazaba maridos, robaba cosechas... muchos habían sido víctimas de las fechorías de ese hombre y, aunque casi todo el pueblo se lo había topado, nadie sabía quién era, donde vivía ni cómo se llamaba.
La gente del pueblo se reunió y todos acordaron buscar al hombre malo para enfrentarlo y obligarlo a dejar el pueblo, pero él no apareció.
Nadie volvió a verlo después de ese día, como si supiera que lo esperaban para lincharlo. Un día, una señora que salía del mercado con sus frutos para la comida, se topó con un perro prieto que no le permitía el paso. Era un perro de mirada profunda, colmillos afilados y un gruñido que espantaba; no ladraba, pero su presencia intimidó a la señora que no se atrevía a acercarse más al perro.
Cuando su hijo la vio afuera del mercado, le dijo que su padre la esperaba en casa. “¿Qué haces, pues?” preguntó el hijo. “Nada, que este perro no me deja pasar”, contestó la señora. “Es solamente un perro hambriento, dale un pedazo de pan y no va a molestarte”. La señora hizo lo que su hijo le dijo, sacó un pedazo de pan de su morral y se lo ofreció al perro; éste aceptó el regalo de la señora pero no dio tiempo a que ella retirara la mano y se la mordió; así, frente a su hijo y frente a la gente que andaba por ahí, el perro le arrancó la mano de una mordida y luego salió corriendo. Todos quedaron espantados, porque era normal ver perros en el mercado y nunca había pasado nada parecido.
Otro día, cuando unos campesinos volvían a su casa después de una larga jornada de trabajo, el perro prieto les salió al paso y los campesinos quisieron ser amistosos con él pues parecía que se iba a dejar acariciar, pero cuando estuvo cerca, los hombres se asustaron porque tenía la mirada profunda y mostraba sus brillantes colmillos amenazadores. Los campesinos quisieron rodearlo, y el perro no se los permitió atacando a uno de ellos, dejándole un impresionante agujero en la pantorrilla. Los días siguientes la gente estaba temerosa del perro, no ofrecían alimento ni saludos a ningún perro en la calle, pero el perro no esperó que la gente se volviera a acercar a él, simplemente comenzó a hacer fechorías en el mercado, se metía a las casas y comía lo que encontraba, destrozaba todo a su paso y consiguió que todo el pueblo lo odiara.
Un día un hombre se encontró con el perro en el mercado destruyendo un puesto de frutas, entonces se armó de valor y empezó a golpearlo con una vara de pirul. Le pegó y le pegó hasta que el perro no pudo moverse. La gente se acercó para ver cómo el hombre acababa con el perro prieto; cuando todos aplaudieron festejando la gran hazaña, el perro se enderezó parándose sobre sus patas traseras y, con sus patas delanteras, comenzó a arrancarse el pellejo de la cara. Para sorpresa de todos, bajo aquel pellejo apareció el hombre desconocido que semanas atrás había hecho maldades en el pueblo. El hombre malo se despojó de su piel de perro y se echó a correr ante la mirada atónita del pueblo. Nunca lo volvieron a ver y nadie supo cómo había ocurrido aquello, pero lo cierto es que los perros del pueblo, nunca volvieron a recibir el trato amable al que estaban acostumbrados.
La gente del pueblo se reunió y todos acordaron buscar al hombre malo para enfrentarlo y obligarlo a dejar el pueblo, pero él no apareció.
Nadie volvió a verlo después de ese día, como si supiera que lo esperaban para lincharlo. Un día, una señora que salía del mercado con sus frutos para la comida, se topó con un perro prieto que no le permitía el paso. Era un perro de mirada profunda, colmillos afilados y un gruñido que espantaba; no ladraba, pero su presencia intimidó a la señora que no se atrevía a acercarse más al perro.
Cuando su hijo la vio afuera del mercado, le dijo que su padre la esperaba en casa. “¿Qué haces, pues?” preguntó el hijo. “Nada, que este perro no me deja pasar”, contestó la señora. “Es solamente un perro hambriento, dale un pedazo de pan y no va a molestarte”. La señora hizo lo que su hijo le dijo, sacó un pedazo de pan de su morral y se lo ofreció al perro; éste aceptó el regalo de la señora pero no dio tiempo a que ella retirara la mano y se la mordió; así, frente a su hijo y frente a la gente que andaba por ahí, el perro le arrancó la mano de una mordida y luego salió corriendo. Todos quedaron espantados, porque era normal ver perros en el mercado y nunca había pasado nada parecido.
Otro día, cuando unos campesinos volvían a su casa después de una larga jornada de trabajo, el perro prieto les salió al paso y los campesinos quisieron ser amistosos con él pues parecía que se iba a dejar acariciar, pero cuando estuvo cerca, los hombres se asustaron porque tenía la mirada profunda y mostraba sus brillantes colmillos amenazadores. Los campesinos quisieron rodearlo, y el perro no se los permitió atacando a uno de ellos, dejándole un impresionante agujero en la pantorrilla. Los días siguientes la gente estaba temerosa del perro, no ofrecían alimento ni saludos a ningún perro en la calle, pero el perro no esperó que la gente se volviera a acercar a él, simplemente comenzó a hacer fechorías en el mercado, se metía a las casas y comía lo que encontraba, destrozaba todo a su paso y consiguió que todo el pueblo lo odiara.
Un día un hombre se encontró con el perro en el mercado destruyendo un puesto de frutas, entonces se armó de valor y empezó a golpearlo con una vara de pirul. Le pegó y le pegó hasta que el perro no pudo moverse. La gente se acercó para ver cómo el hombre acababa con el perro prieto; cuando todos aplaudieron festejando la gran hazaña, el perro se enderezó parándose sobre sus patas traseras y, con sus patas delanteras, comenzó a arrancarse el pellejo de la cara. Para sorpresa de todos, bajo aquel pellejo apareció el hombre desconocido que semanas atrás había hecho maldades en el pueblo. El hombre malo se despojó de su piel de perro y se echó a correr ante la mirada atónita del pueblo. Nunca lo volvieron a ver y nadie supo cómo había ocurrido aquello, pero lo cierto es que los perros del pueblo, nunca volvieron a recibir el trato amable al que estaban acostumbrados.
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