Desde tiempos ancestrales, la búsqueda del elixir de la eterna juventud o la vida eterna, ha llevado a la perdición a todos/as aquellos/as que se enzarzaron en una encarnizada lucha contra el envejecimiento y la muerte, incapaces de aceptar la suprema ley del ciclo vital. En sus delirios por alcanzar ese status quo, han cometido auténticas atrocidades. Como las perpetradas por uno de los mayores terrores que ha pisado el viejo continente: Elizabeth Bathory, la condesa sangrienta.
Nacida en cuna oro, en la segunda mitad del siglo XVI, Elizabeth tenía importantes parientes que ocupaban puestos de relevancia, como el más importante: Steven, Rey de Polonia. Hasta los quince años, su vida transcurrió de forma normal, con las costumbres típicas de una joven de su posición. Sin embargo, a dicha edad fue desposada con el Conde Ferencz Nasdasdy, conocido como “El heroe negro de Hungaria”, ya que pasaba gran parte de su tiempo en batallas. En la soledad de su castillo, Csejthe en Nyitra, Bathory se introdujo en el mundo del ocultismo y magia negra, de la mano de un sirviente llamado Thorkon.
Una condesa torturadora.
Pronto empezaría Elizabeth a aflorar sus verdaderos instintos sádicos. Como detestaba a su suegra, quien era muy controladora y mezquina, empezó a desquitarse con sus sirvientas torturándolas con ayuda de su vieja enfermera. A la muerte de su marido, en 1600, la condesa se sintió plenamente libre de poder realizar impunemente todo aquello que se le cruzara por la cabeza. Envió muy lejos a su suegra y empezó a obsesionarse con su belleza -que ya de por sí era excepcional-.
Un día, por accidente, una sirvienta le dio un jalón al cepillarle el pelo y ésta, enfurecida, la abofeteó tan fuerte que la muchacha sangró por la nariz manchándole el rostro. Elizabeth, delirando, se autoconvenció de que la sangre de la chica había rejuvenecido su piel. Ordenó a Thorkon y a otro sirviente que la ataran y la desangraran. La condesa Bathory se bañó en una tina llena de sangre con la firme creencia que se mantendría eternamente joven…
El castillo sangriento.
Durante diez años, la condesa se aprovisionó de jóvenes muchachas, algunas de ellas de estrato social muy bajo, para desangrarlas mediante demoníacos rituales sirviéndose de complejos artefactos diseñados para tal fin. En las aldeas se le empezó a temer, y los campesinos estaban convencidos de que ella era una vampiresa -quizás lo fuera por su tremenda obsesión por la sangre-.
Sin embargo, una de las chicas consiguió escapar y avisó a las autoridades. Se ordenó una investigación al Conde Cuyorgy Thurzo, gobernador de la provincia y primo de Elizabeth. Cuando finalmente entraron a inspeccionar en castillo, el horror que habitaba en él los dejó sin habla. En diferentes cuartos había mujeres muertas, desangradas, algunas con partes del cuerpo agujereadas. Otras estaban encerradas en un calabozo esperando su turno para ir al matadero. Asimismo, exhumaron a más de 50 mujeres.
Encerrada de por vida.
Se celebró un juicio donde el mayordomo y otros participantes de las atrocidades declararon todo lo que vieron y experimentaron junto a la condesa. Describieron con detalle algunas de las torturas, como colocar a las mujeres boca abajo y cortarlas con tijeras. A todos los implicados en el caso se les sentenció a la pena de muerte -decapitar e incinerar-. La condesa, que nunca acudió al juicio, no se declaró ni culpable ni inocente. Ella había tenido dos ayudantes, sendas brujas, a las que se les partió los dedos de las manos y quemó en la hoguera. A Elizabeth se la confinó de por vida en el castillo con las ventanas y puertas selladas. Desterrada y sola, se le pasaba comida por un pequeño agujero. No se le condenó a la pena de muerte por ser su primo un primer ministro.
A los cuatros años de su confinamiento, un curioso soldado -quería verla en persona- encontró a la “condesa sangrienta” muerta. Su legado de terror había llegado a su fin.
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