viernes, 21 de diciembre de 2007

La cara como espejo del alma

Ni los más acérrimos detractores de la fisiognomía, la frenología y la craneoscopia pueden sustraerse a la tentación de juzgar las características psíquicas, espirituales y morales de las personas por la sola observación de los rasgos físicos que las ropas dejan contemplar. Se tienen noticias de que en el antiguo Egipto se enseñaba a los iniciados el arte de la fisiognomía, después de haber sido sometidos a un análisis de sus facciones, con el fin de saber si eran idóneos para los cometidos que estaban reservados a los elegidos en los templos de Menfis.
En La Ilíada se representa a Tersites con la cabeza puntiaguda, poco pelo, bizco y cojo, así como de hombros y tórax estrechos y hundidos, para referirse a él como un ser desvergonzado, insolente y lleno de malas pasiones. La descripción que hace Homero del pobre hombre, como arquetipo opuesto a las bellas figuras de los héroes, le da a Ulises la justificación moral para increparle y golpearle despiadadamente, ante la complicidad de los guerreros presentes.

Magia natural
Pitágoras y Sócrates seleccionaban a los candidatos que pretendían acceder a sus enseñanzas mediante un minucioso examen del rostro y del cuerpo. El primer documento escrito de fisiognomía que se conserva pertenece a Aristóteles, quien estableció un paralelismo entre los caracteres de los animales y el de los seres humanos. Por ejemplo, unos ojos lánguidos y una nariz ancha indicaban que una persona era flemática y pasiva, por recordar sus rasgos a los de un buey.
San Gregorio Nacianceno, en una invectiva contra el emperador Juliano, dice que "aunque no tengo la pretensión de creerme un hábil fisonomista, me di cuenta del desbarajuste de su espíritu por el aspecto de su rostro y por los movimientos de su cuerpo...", lo que el santo le "hacía conjeturar, antes de que hubiera hecho nada, todo lo que a su tiempo iba a hacer". Se sabe que también practicaron el arte de la fisiognomía san Nemesio, santo Tomás de Aquino y san Buenaventura.
En la Edad Media, árabes y judíos se interesaron en esta disciplina, por lo que se hicieron traducir las obras clásicas de esta materia, conocimiento que los médicos utilizaban para tratar de curar a sus enfermos. En el Renacimiento, algunos filósofos, como Cocles y Grippa, consiguieron dar un nuevo impulso a la fisiognomía, en la creencia de que por los rasgos de una persona se podía predecir su porvenir. Sin duda, el príncipe de los fisonomistas de los siglos XVI y XVII fue Gian Battista Porta, napolitano de familia noble que a los quince años ya había compuesto tres libros de magia natural. En el siglo XVII algunos estudiosos de la materia relacionaban los planetas con algún aspecto del cuerpo. Ciro Sponti con las líneas de la frente y Belot con las diferentes partes de la cara.
Un nuevo esfuerzo de los ilustrados del siglo XVIII aporta un balón de oxígeno a la fisiognomía, desprestigiada por las exageraciones que sobre el tema se publicaron. Se da por cierta una anécdota protagonizada por Johan Caspar Lavater. Estando este pastor protestante impartiendo sus enseñanzas en la escuela de fisiognomía de Zurich, un extranjero se introdujo en la sala, se sentó entre los oyentes y, al cabo de un rato, se marchó. Entonces Lavater interrumpió su discurso y dijo a sus alumnos: "El desconocido que acaba de marcharse lleva en su fisonomía todos los signos característicos del homicida, sin embargo, de que sea un hombre honrado". Después se supo que era uno de los asesinos de Gustavo III.

Tribunal eclesiástico
El último esfuerzo intelectual para rehabilitar la fisiognomía lo realizó, a principios del siglo XIX, el investigador Francisco José Gall. Éste creó, con la colaboración del alemán Spurzheim, la frenología o craneoscopia, relacionando ciertas cualidades de los seres humanos con las protuberancias cefálicas.
Con posterioridad, el español Mariano Cubrí se encargaría de divulgar la nueva ciencia por Europa y América, no sin algunos contratiempos, porque tuvo que comparecer ante un tribunal eclesiástico para responder de sus enseñanzas. Sin embargo, en Francia, donde se instaló más tarde, se granjeó el apoyo de Napoleón III, que le costeó la traducción al francés y publicación de su libro La frenología y sus obras.

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