La elevada cima del Ararat sólo fue conquistada en el siglo XIX, pues los monjes creían que nadie debía profanar la "sagrada cumbre" donde reposaban los restos del arca de Noé.
La deslumbrante cima del monte Ararat, cubierta por una capa permanente de nieve reluciente, se eleva al cielo como un ave esplendorosa de pico dorado.
Conocida ahora como Agri Dagi, la "Montaña del dolor", se alza solitaria en el valle del río Aras, con cuyo perfil arenoso y accidentado contrasta vivamente. Sin embargo, su fama se debe menos a sus alisados flancos y centelleante cresta que a las referencias bíblicas, que la tienen por la primera montaba que surgió tras el diluvio, puerto seguro del arca de Noé.
El monte Ararat comprende, en realidad, dos picos, separados entre sí 11 km y enlazados por una cordillera de quebradas cimas: el Gran Ararat -la montaña más alta de Turquía, de 5.137 m- y el Pequeño Ararat, a 3.896 m sobre el nivel del mar. Ambos son de origen volcánico y están compuestos por estratos de lava y ceniza, aunque no hay trazas de cráteres en sus cimas. Sus vertientes, sin embargo, siguen cubiertas de conos y fisuras, normalmente asociados con la actividad volcánica. En parte, muchas de las rocas de los suelos del valle están igualmente compuestas de ceniza.
Las laderas superior e inferior del monte Ararat son prácticamente estériles. A pesar de las nieves perpetuas a partir de los 4.420 m, el agua es escasa y sólo sobreviven unos cuantos abedules como única vegetación. Sin embargo, en las laderas intermedias, entre los 1.500 y los 3.000 m, el terreno es más pródigo y los pastores kurdos pacen allí sus ovejas. Pero son pocos los animales que moran en la zona, si bien los hubo en gran cantidad a principios del siglo XIX, cuando el diplomático inglés James Morier habló de "osos, tigrillos, linces y leones". La montaña quizá fue habitada en el medioevo por gatos monteses y serpientes, lo que suscitó rumores de que había dragones; tampoco se ha demostrado la existencia ‑sostenida por la tradición local‑ de pequeños gusanos de nieve tan fríos que podrían helar una olla grande de comida.
Es probable que las leyendas de bestias que rondan las pendientes de la montaña hayan contribuido a crear su fama de inescalable. Su aura mística y fenómenos como avalanchas, neblinas, desprendimientos de rocas y drásticos cambios en las condiciones atmosféricas provocaron que nadie subiera a ella hasta 1829, cuando Johann Jacob von Parrot, profesor alemán de 37 años, venció la cima al tercer intento, celebrando su hazaña al colocar una cruz de madera.
Le siguió, entre otros, el erudito y estadista inglés James Bryce, en 1876. La vista desde la cúspide de los arenosos territorios gobernados durante siglos por zares, shas y sultanes le hizo respirar el peso de la historie, y declaró: "Si fue aquí en verdad donde el hombre puso pie por vez primera en una Tierra despoblada, la dispersión habrá sido grandiosa, pues todas las razas provendrían de estas sagradas alturas... Habría sido imposible imaginar lugar más imponente como centro del mundo". La reputación mística del monte Ararat deriva de la Biblia. Disgustado por la perversidad de la raza humana, Dios decidió acabar con ella mediante un diluvio destructor, del que sólo se salvarían el recto loé, su familia y una hembra y un macho de las especies de animales existentes.
Todos se refugiaron en una enorme arca. "Y reposó el arca en el mes séptimo, a diecisiete días del mes, sobre los montes de Armenia" (Génesis R. 4). Una vez retiradas las aguas, Noé abandonó la barca, con su familia y animales.
La Biblia no especifica cuál de las montabas de la antigua Ararat sirvió de puerto al arca. Las leyendas de los pueblos persas y armenios de esta región oriental de Turquía, anteriores a la era cristiana, fijan el punto en Agri Dagi. Los armenios se tenían por el primer pueblo de la Tierra tras el diluvio, y los persas llamaron a los parajes que rodean a Ararat "la cuna de la humanidad".
Desde el siglo V a.C. se registraron supuestas huellas del arca en la montaña; en aquellos días, se dice, sacerdotes caldeos (babilonios) hallaron restos del naufragio cubiertos de carbón. Algunos viajeros medievales aseguraron haber visto reliquias del arca, argumento repetido hasta el cansancio a lo largo de la historia. Bryce mismo descubrió una posible reliquia: "Entre bloques de lava, una pieza de madera de 120 cm de largo y 12 de ancho, obviamente modelada con una herramienta". En 1916, un piloto ruso que sobrevoló la zona dijo haber visto los despojos de una enorme embarcación. El zar Nicolás II envió una brigada de investigación, que volvió con apuntes y fotografías, desaparecidos durante la Revolución Rusa.
El análisis científico -datación de carbono inclusive- de los fragmentos de madera existentes revela que ninguno de los restos es tan antiguo como para corresponder a tiempos de Noé. Una hipótesis asegura que se trata de los residuos de un antiguo monasterio (que llegó a ser centro de peregrinación), destruido por un temen 1840. Hasta ahora no se ha hallado prueba física definitiva de la existencia del arca; no obstante, Ararat aún sobrecoge a quienes admiran su esplendor. Como escribió Jarnes Morier en 1818: "Es perfecto en todas sus partes... todo en él es armonía".
La deslumbrante cima del monte Ararat, cubierta por una capa permanente de nieve reluciente, se eleva al cielo como un ave esplendorosa de pico dorado.
Conocida ahora como Agri Dagi, la "Montaña del dolor", se alza solitaria en el valle del río Aras, con cuyo perfil arenoso y accidentado contrasta vivamente. Sin embargo, su fama se debe menos a sus alisados flancos y centelleante cresta que a las referencias bíblicas, que la tienen por la primera montaba que surgió tras el diluvio, puerto seguro del arca de Noé.
El monte Ararat comprende, en realidad, dos picos, separados entre sí 11 km y enlazados por una cordillera de quebradas cimas: el Gran Ararat -la montaña más alta de Turquía, de 5.137 m- y el Pequeño Ararat, a 3.896 m sobre el nivel del mar. Ambos son de origen volcánico y están compuestos por estratos de lava y ceniza, aunque no hay trazas de cráteres en sus cimas. Sus vertientes, sin embargo, siguen cubiertas de conos y fisuras, normalmente asociados con la actividad volcánica. En parte, muchas de las rocas de los suelos del valle están igualmente compuestas de ceniza.
Las laderas superior e inferior del monte Ararat son prácticamente estériles. A pesar de las nieves perpetuas a partir de los 4.420 m, el agua es escasa y sólo sobreviven unos cuantos abedules como única vegetación. Sin embargo, en las laderas intermedias, entre los 1.500 y los 3.000 m, el terreno es más pródigo y los pastores kurdos pacen allí sus ovejas. Pero son pocos los animales que moran en la zona, si bien los hubo en gran cantidad a principios del siglo XIX, cuando el diplomático inglés James Morier habló de "osos, tigrillos, linces y leones". La montaña quizá fue habitada en el medioevo por gatos monteses y serpientes, lo que suscitó rumores de que había dragones; tampoco se ha demostrado la existencia ‑sostenida por la tradición local‑ de pequeños gusanos de nieve tan fríos que podrían helar una olla grande de comida.
Es probable que las leyendas de bestias que rondan las pendientes de la montaña hayan contribuido a crear su fama de inescalable. Su aura mística y fenómenos como avalanchas, neblinas, desprendimientos de rocas y drásticos cambios en las condiciones atmosféricas provocaron que nadie subiera a ella hasta 1829, cuando Johann Jacob von Parrot, profesor alemán de 37 años, venció la cima al tercer intento, celebrando su hazaña al colocar una cruz de madera.
Le siguió, entre otros, el erudito y estadista inglés James Bryce, en 1876. La vista desde la cúspide de los arenosos territorios gobernados durante siglos por zares, shas y sultanes le hizo respirar el peso de la historie, y declaró: "Si fue aquí en verdad donde el hombre puso pie por vez primera en una Tierra despoblada, la dispersión habrá sido grandiosa, pues todas las razas provendrían de estas sagradas alturas... Habría sido imposible imaginar lugar más imponente como centro del mundo". La reputación mística del monte Ararat deriva de la Biblia. Disgustado por la perversidad de la raza humana, Dios decidió acabar con ella mediante un diluvio destructor, del que sólo se salvarían el recto loé, su familia y una hembra y un macho de las especies de animales existentes.
Todos se refugiaron en una enorme arca. "Y reposó el arca en el mes séptimo, a diecisiete días del mes, sobre los montes de Armenia" (Génesis R. 4). Una vez retiradas las aguas, Noé abandonó la barca, con su familia y animales.
La Biblia no especifica cuál de las montabas de la antigua Ararat sirvió de puerto al arca. Las leyendas de los pueblos persas y armenios de esta región oriental de Turquía, anteriores a la era cristiana, fijan el punto en Agri Dagi. Los armenios se tenían por el primer pueblo de la Tierra tras el diluvio, y los persas llamaron a los parajes que rodean a Ararat "la cuna de la humanidad".
Desde el siglo V a.C. se registraron supuestas huellas del arca en la montaña; en aquellos días, se dice, sacerdotes caldeos (babilonios) hallaron restos del naufragio cubiertos de carbón. Algunos viajeros medievales aseguraron haber visto reliquias del arca, argumento repetido hasta el cansancio a lo largo de la historia. Bryce mismo descubrió una posible reliquia: "Entre bloques de lava, una pieza de madera de 120 cm de largo y 12 de ancho, obviamente modelada con una herramienta". En 1916, un piloto ruso que sobrevoló la zona dijo haber visto los despojos de una enorme embarcación. El zar Nicolás II envió una brigada de investigación, que volvió con apuntes y fotografías, desaparecidos durante la Revolución Rusa.
El análisis científico -datación de carbono inclusive- de los fragmentos de madera existentes revela que ninguno de los restos es tan antiguo como para corresponder a tiempos de Noé. Una hipótesis asegura que se trata de los residuos de un antiguo monasterio (que llegó a ser centro de peregrinación), destruido por un temen 1840. Hasta ahora no se ha hallado prueba física definitiva de la existencia del arca; no obstante, Ararat aún sobrecoge a quienes admiran su esplendor. Como escribió Jarnes Morier en 1818: "Es perfecto en todas sus partes... todo en él es armonía".
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