Desde hace miles de años, los humanos se han inquietado por los relatos de viajeros que afirman haber visto extraños monstruos marinos. Las profundidades del océano están pobladas por numerosas criaturas que la ciencia todavía desconoce, y dichos relatos no pueden ser descartados tranquilamente como fruto de la imaginación.
Si tenemos en cuenta que más del 60 % de la superficie de la Tierra está cubierta por agua, difícilmente puede sorprendernos que la humanidad tenga noticia de la existencia de monstruos marinos desde la más remota antigüedad. E incluso en nuestros días, los biólogos marinos, que llevan mucho tiempo estudiando las profundidades de los océanos, están dispuestos a aceptar con cierta prudencia que los numerosos informes de observaciones de monstruos marinos parecen probar que muchas criaturas, por ahora desconocidas y no clasificadas, pululan en lo más oscuro y oculto de las aguas.
La bíblica bestia del mal, el Leviatán («la serpiente enroscada»; «el dragón que vive en el mar»), es mencionada cinco veces en el Antiguo Testamento, y todas las mitologías nos hablan de gigantescas serpientes marinas.
Los eclesiásticos escandinavos recopilaron muchos de los primeros informes sobre monstruos marinos. El arzobispo Olaf Mansson, más conocido como Olaus Magnus, que vivió exiliado en Roma tras el triunfo de la Reforma en Suecia a mediados del siglo XVI, publicó en 1555 una historia natural de las tierras del Norte que contiene informes sobre serpientes marinas. Entre ellas describe una de 60 m de longitud y 6 m de grosor que era capaz de comer terneros, cerdos y corderos, y que incluso podía arrebatar a los hombres de la cubierta de los barcos. La descripción del arzobispo es muy interesante. Explica que la serpiente marina es de color negro, que de su cuello pende una melena, que sus ojos son resplandecientes y que «yergue la cabeza como una columna». Pues bien, estas características aparecen también en informes recientes, lo que nos permite suponer que Olaus Magnus escribía basándose en testimonios directos de los hechos, que luego fueron distorsionados por los avatares de la transmisión oral.
Doscientos años después los historiadores seguían recogiendo testimonios de la existencia de las serpientes marinas. Un misionero noruego, Hans Egede, informó de la aparición de un monstruo marino en la costa de Groenlandia el 6 de julio de 1734. El misionero escribió que el cuerpo de la bestia era tan grueso como el de un barco y tres o cuatro veces más largo, y que el monstruo surgía de las agua con un salto ágil y volvía a sumergirse.
Otro escritor del siglo XVIII que afrontó el misterio de las serpientes marinas fue el obispo de Bergen, Erik Pontoppidan. Tras una minuciosa investigación, comprobó que era raro el año en que no se hubiera visto alguna en las costas escandinavas, publicando el informe de sus descubrimientos en 1752.
Un año antes, el obispo había hecho leer ante el Tribunal de Justicia de Bergen una carta del capitán Lorenz von Ferry en la que se describía con todo lujo de detalles una serpiente marina que él y su tripulación habían visto mientras se dirigían a tierra en un bote de remos, junto a la localidad de Molde (Noruega) en 1746. El capitán describía así a la serpiente: «tenía una cabeza gris semejante a la de un caballo, grandes ojos negros, boca negra y larga melena blanca. Detrás de la cabeza del monstruo, pudieron apreciar hasta siete u ocho promontorios que salían del agua, y el cuerpo de la bestia se retorcía formando espirales». Cuando el capitán Von Ferry ordenó hacer fuego contra la serpiente, ésta se sumergió en el agua y no volvió a aparecer.
En el transcurso del siglo XVIII, el peso cada vez mayor de la crítica racionalista y del análisis científico determinó que los informes de los marineros que habían divisado monstruosas bestias marinas fueran considerados exagerados y ridículos. Un científico noruego, Peter Ascanius, afirmó que la hilera de jorobas que habían visto los marineros no pertenecía a ningún descomunal monstruo marino, sino a una comitiva de delfines haciendo cabriolas. Y esta explicación tan endeble se convirtió desde entonces en el recurso favorito de quienes pretendían desacreditar los testimonios sobre la existencia de monstruos marinos.
Sin embargo, no deja de resultar sorprendente que los naturalistas que se tomaron la monstruosas, y uno de los conservadores del London Zoological Garden, A. D. Bartlett, afirmó en 1877 que consideraba una temeridad no hacer caso de una evidencia que procedía de fuentes tan diversas.
Constantin Samuel Rafinesque fue un brillante y polémico naturalista que contribuyó de forma importantísima al conocimiento de la flora y de la fauna americanas. Nacido en Europa en 1783, en 1815 emigró a Estados Unidos, donde fue profesor de ciencias naturales en la Universidad de Transylvania, en Kentucky. La serpiente marina, de cuya existencia estaba firmemente convencido, formaba parte del vasto campo de sus intereses.
Durante la primera mitad del siglo XIX se registraron numerosas observaciones de serpientes marinas a lo largo de la costa nororiental de América. La zona donde abundaron más los testimonios fue en torno al puerto pesquero de Gloucester, en Massachusetts. Rafinesque examinó los informes y decidió dividirlos en cuatro grupos, denominando a las bestias Megophias, es decir, «serpientes gigantescas».
Pero los investigadores de fenómenos inexplicados sobre las apariciones de bestias marinas seguían encontrando una fuerte oposición entre los científicos. Uno de los más recalcitrantes era sir Richard Owen, sabio prestigioso, aunque de mentalidad muy conservadora, a quien Darwin había considerado «uno de mis principales enemigos».
En 1848 Owen sostuvo un intercambio epistolar de cierta acritud, que tuvo como marco las columnas de The Times, con el capitán Peter M'Quhae. El debate giraba en torno a una serpiente marina de 18 m que el capitán y su tripulación afirmaban haber visto en aguas del Atlántico Sur, desde la cubierta del Daedalus, el 6 de agosto de aquel mismo año. Aunque Owen echó mano de la acostumbrada estratagema de los escépticos, que consistía en interpretar los informes de manera que se ajustasen a las propias preconcepciones (la identificación que dio era un león marino), el capitán M'Quhae se mantuvo firme en su convicción de que lo que había visto era una serpiente marina.
Como es natural, los monstruos marinos han ocupado siempre un lugar importante en las consejas de los marineros. Algunos informes son exagerados sin duda, pero muchos otros, que consiguieron figurar en los diarios de a bordo, resultan curiosamente consistentes.
En mayo de 1901, cuando los oficiales del vapor Grangense, que navegaba por el Atlántico occidental, vieron desde el puente una criatura monstruosa semejante a un cocodrilo, con dientes de 15 cm, el capitán se negó a tomar nota del hecho en el diario de a bordo, objetando: «Van a decir que estábamos borrachos; y les agradeceré señores, que se abstengan de mencionar lo ocurrido a nuestros agentes de Pará y Manaus.»
Pero no faltaron otros menos cuidadosos con su reputación, como el teniente de navío George Sandford, el cual, como capitán del navío mercante Lady Combermere, en 1820 informó haber visto en aguas del Atlántico una serpiente de 18 a 30 m de longitud que arrojaba un chorro de agua como una ballena. El 15 de mayo de 1833, cuatro oficiales del ejército británico y un intendente militar, que habían salido de pesca, vieron una serpiente de unos 24 m de longitud que nadaba por el mar a no más de 180 m de donde ellos estaban. La aparición se produjo en Mahone Bay, a unos 65 km al oeste de Halifax, en Nueva Escocia, y los testigos quedaron tan convencidos de la importancia de lo que habían visto que firmaron todos una declaración a la que añadieron:
No hubo posibilidad alguna de error, ninguna ilusión, y estamos muy satisfechos de haber tenido el privilegio de ver la «auténtica y genuina serpiente marina», que siempre ha sido considerada como producto de la imaginación de algunos capitanes de barco yanquis.
Otra aparición de un monstruo marino semejante a un cocodrilo tuvo por testigos al capitán y la tripulación del Eagle el 23 de marzo de 1830, pocas horas antes de que el barco atracara en Charleston, en Carolina del Sur. El capitán Deland acercó su goleta a menos de 22 m de la bestia y le disparó con un mosquete a la cabeza. Alcanzado por el proyectil, el monstruo se sumergió debajo del navío y lo golpeó repetidas veces con la cola, provocando serios desperfectos en el casco.
Otro de los militares que vio de cerca un monstruo marino de las profundidades fue el mayor H. W. J. Senior, de los Bengal Staff Corps. El 28 de enero de 1879, viajando en el City of Baltimore por aguas del golfo de Adén, pudo ver, a una distancia de 450 m del barco, una cabeza semejante a la de un bulldog, con un cuello de unos 60 cm de diámetro, que salía del agua hasta alcanzar una altura de seis a nueve metros. La criatura se movía con tal rapidez que le resultó imposible seguirla con los prismáticos. Su relato fue firmado también por otros testigos.
Ha pasado un siglo desde el episodio anterior, y durante este tiempo los monstruos marinos han continuado emergiendo ante sus asustados observadores. El intrépido capitán John Ridgway, que cruzaba el Atlántico en un bote de remos, vio un monstruo pocos minutos antes de la medianoche del 25 de julio de 1966. Su compañero, el sargento Chay Blyth, que más tarde se convertiría en un balandrista de fama mundial, estaba profundamente dormido. Mientras remaba, Ridgway oyó un ruido parecido a un silbido y, de pronto, vio una serpiente de unos 10 m de longitud, con el cuerpo fosforescente -«era como si de su cuerpo colgara una hilera de luces de neón»-, que se acercaba a toda velocidad, se sumergía debajo del bote y no volvía a aparecer.
Gigante del océano
Muchos zoólogos creen que el Kraken -el monstruo marino de las leyendas noruegas- corresponde probablemente a los calamares gigantes del género Architeuthis, que habitan en las profundidades del océano y pueden alcanzar 18 m de longitud. El cachalote es el único animal que se atreve a enfrentarse a estos monstruos, produciéndose entre ellos encarnizadas batallas.
El calamar gigante que aparece en la fotografía quedó varado en la playa de Ranheim (Noruega) en 1954. Aunque no es el espécimen más grande que se conoce, alcanza los nueve metros de longitud.
Si tenemos en cuenta que más del 60 % de la superficie de la Tierra está cubierta por agua, difícilmente puede sorprendernos que la humanidad tenga noticia de la existencia de monstruos marinos desde la más remota antigüedad. E incluso en nuestros días, los biólogos marinos, que llevan mucho tiempo estudiando las profundidades de los océanos, están dispuestos a aceptar con cierta prudencia que los numerosos informes de observaciones de monstruos marinos parecen probar que muchas criaturas, por ahora desconocidas y no clasificadas, pululan en lo más oscuro y oculto de las aguas.
La bíblica bestia del mal, el Leviatán («la serpiente enroscada»; «el dragón que vive en el mar»), es mencionada cinco veces en el Antiguo Testamento, y todas las mitologías nos hablan de gigantescas serpientes marinas.
Los eclesiásticos escandinavos recopilaron muchos de los primeros informes sobre monstruos marinos. El arzobispo Olaf Mansson, más conocido como Olaus Magnus, que vivió exiliado en Roma tras el triunfo de la Reforma en Suecia a mediados del siglo XVI, publicó en 1555 una historia natural de las tierras del Norte que contiene informes sobre serpientes marinas. Entre ellas describe una de 60 m de longitud y 6 m de grosor que era capaz de comer terneros, cerdos y corderos, y que incluso podía arrebatar a los hombres de la cubierta de los barcos. La descripción del arzobispo es muy interesante. Explica que la serpiente marina es de color negro, que de su cuello pende una melena, que sus ojos son resplandecientes y que «yergue la cabeza como una columna». Pues bien, estas características aparecen también en informes recientes, lo que nos permite suponer que Olaus Magnus escribía basándose en testimonios directos de los hechos, que luego fueron distorsionados por los avatares de la transmisión oral.
Doscientos años después los historiadores seguían recogiendo testimonios de la existencia de las serpientes marinas. Un misionero noruego, Hans Egede, informó de la aparición de un monstruo marino en la costa de Groenlandia el 6 de julio de 1734. El misionero escribió que el cuerpo de la bestia era tan grueso como el de un barco y tres o cuatro veces más largo, y que el monstruo surgía de las agua con un salto ágil y volvía a sumergirse.
Otro escritor del siglo XVIII que afrontó el misterio de las serpientes marinas fue el obispo de Bergen, Erik Pontoppidan. Tras una minuciosa investigación, comprobó que era raro el año en que no se hubiera visto alguna en las costas escandinavas, publicando el informe de sus descubrimientos en 1752.
Un año antes, el obispo había hecho leer ante el Tribunal de Justicia de Bergen una carta del capitán Lorenz von Ferry en la que se describía con todo lujo de detalles una serpiente marina que él y su tripulación habían visto mientras se dirigían a tierra en un bote de remos, junto a la localidad de Molde (Noruega) en 1746. El capitán describía así a la serpiente: «tenía una cabeza gris semejante a la de un caballo, grandes ojos negros, boca negra y larga melena blanca. Detrás de la cabeza del monstruo, pudieron apreciar hasta siete u ocho promontorios que salían del agua, y el cuerpo de la bestia se retorcía formando espirales». Cuando el capitán Von Ferry ordenó hacer fuego contra la serpiente, ésta se sumergió en el agua y no volvió a aparecer.
En el transcurso del siglo XVIII, el peso cada vez mayor de la crítica racionalista y del análisis científico determinó que los informes de los marineros que habían divisado monstruosas bestias marinas fueran considerados exagerados y ridículos. Un científico noruego, Peter Ascanius, afirmó que la hilera de jorobas que habían visto los marineros no pertenecía a ningún descomunal monstruo marino, sino a una comitiva de delfines haciendo cabriolas. Y esta explicación tan endeble se convirtió desde entonces en el recurso favorito de quienes pretendían desacreditar los testimonios sobre la existencia de monstruos marinos.
Sin embargo, no deja de resultar sorprendente que los naturalistas que se tomaron la monstruosas, y uno de los conservadores del London Zoological Garden, A. D. Bartlett, afirmó en 1877 que consideraba una temeridad no hacer caso de una evidencia que procedía de fuentes tan diversas.
Constantin Samuel Rafinesque fue un brillante y polémico naturalista que contribuyó de forma importantísima al conocimiento de la flora y de la fauna americanas. Nacido en Europa en 1783, en 1815 emigró a Estados Unidos, donde fue profesor de ciencias naturales en la Universidad de Transylvania, en Kentucky. La serpiente marina, de cuya existencia estaba firmemente convencido, formaba parte del vasto campo de sus intereses.
Durante la primera mitad del siglo XIX se registraron numerosas observaciones de serpientes marinas a lo largo de la costa nororiental de América. La zona donde abundaron más los testimonios fue en torno al puerto pesquero de Gloucester, en Massachusetts. Rafinesque examinó los informes y decidió dividirlos en cuatro grupos, denominando a las bestias Megophias, es decir, «serpientes gigantescas».
Pero los investigadores de fenómenos inexplicados sobre las apariciones de bestias marinas seguían encontrando una fuerte oposición entre los científicos. Uno de los más recalcitrantes era sir Richard Owen, sabio prestigioso, aunque de mentalidad muy conservadora, a quien Darwin había considerado «uno de mis principales enemigos».
En 1848 Owen sostuvo un intercambio epistolar de cierta acritud, que tuvo como marco las columnas de The Times, con el capitán Peter M'Quhae. El debate giraba en torno a una serpiente marina de 18 m que el capitán y su tripulación afirmaban haber visto en aguas del Atlántico Sur, desde la cubierta del Daedalus, el 6 de agosto de aquel mismo año. Aunque Owen echó mano de la acostumbrada estratagema de los escépticos, que consistía en interpretar los informes de manera que se ajustasen a las propias preconcepciones (la identificación que dio era un león marino), el capitán M'Quhae se mantuvo firme en su convicción de que lo que había visto era una serpiente marina.
Como es natural, los monstruos marinos han ocupado siempre un lugar importante en las consejas de los marineros. Algunos informes son exagerados sin duda, pero muchos otros, que consiguieron figurar en los diarios de a bordo, resultan curiosamente consistentes.
En mayo de 1901, cuando los oficiales del vapor Grangense, que navegaba por el Atlántico occidental, vieron desde el puente una criatura monstruosa semejante a un cocodrilo, con dientes de 15 cm, el capitán se negó a tomar nota del hecho en el diario de a bordo, objetando: «Van a decir que estábamos borrachos; y les agradeceré señores, que se abstengan de mencionar lo ocurrido a nuestros agentes de Pará y Manaus.»
Pero no faltaron otros menos cuidadosos con su reputación, como el teniente de navío George Sandford, el cual, como capitán del navío mercante Lady Combermere, en 1820 informó haber visto en aguas del Atlántico una serpiente de 18 a 30 m de longitud que arrojaba un chorro de agua como una ballena. El 15 de mayo de 1833, cuatro oficiales del ejército británico y un intendente militar, que habían salido de pesca, vieron una serpiente de unos 24 m de longitud que nadaba por el mar a no más de 180 m de donde ellos estaban. La aparición se produjo en Mahone Bay, a unos 65 km al oeste de Halifax, en Nueva Escocia, y los testigos quedaron tan convencidos de la importancia de lo que habían visto que firmaron todos una declaración a la que añadieron:
No hubo posibilidad alguna de error, ninguna ilusión, y estamos muy satisfechos de haber tenido el privilegio de ver la «auténtica y genuina serpiente marina», que siempre ha sido considerada como producto de la imaginación de algunos capitanes de barco yanquis.
Otra aparición de un monstruo marino semejante a un cocodrilo tuvo por testigos al capitán y la tripulación del Eagle el 23 de marzo de 1830, pocas horas antes de que el barco atracara en Charleston, en Carolina del Sur. El capitán Deland acercó su goleta a menos de 22 m de la bestia y le disparó con un mosquete a la cabeza. Alcanzado por el proyectil, el monstruo se sumergió debajo del navío y lo golpeó repetidas veces con la cola, provocando serios desperfectos en el casco.
Otro de los militares que vio de cerca un monstruo marino de las profundidades fue el mayor H. W. J. Senior, de los Bengal Staff Corps. El 28 de enero de 1879, viajando en el City of Baltimore por aguas del golfo de Adén, pudo ver, a una distancia de 450 m del barco, una cabeza semejante a la de un bulldog, con un cuello de unos 60 cm de diámetro, que salía del agua hasta alcanzar una altura de seis a nueve metros. La criatura se movía con tal rapidez que le resultó imposible seguirla con los prismáticos. Su relato fue firmado también por otros testigos.
Ha pasado un siglo desde el episodio anterior, y durante este tiempo los monstruos marinos han continuado emergiendo ante sus asustados observadores. El intrépido capitán John Ridgway, que cruzaba el Atlántico en un bote de remos, vio un monstruo pocos minutos antes de la medianoche del 25 de julio de 1966. Su compañero, el sargento Chay Blyth, que más tarde se convertiría en un balandrista de fama mundial, estaba profundamente dormido. Mientras remaba, Ridgway oyó un ruido parecido a un silbido y, de pronto, vio una serpiente de unos 10 m de longitud, con el cuerpo fosforescente -«era como si de su cuerpo colgara una hilera de luces de neón»-, que se acercaba a toda velocidad, se sumergía debajo del bote y no volvía a aparecer.
Gigante del océano
Muchos zoólogos creen que el Kraken -el monstruo marino de las leyendas noruegas- corresponde probablemente a los calamares gigantes del género Architeuthis, que habitan en las profundidades del océano y pueden alcanzar 18 m de longitud. El cachalote es el único animal que se atreve a enfrentarse a estos monstruos, produciéndose entre ellos encarnizadas batallas.
El calamar gigante que aparece en la fotografía quedó varado en la playa de Ranheim (Noruega) en 1954. Aunque no es el espécimen más grande que se conoce, alcanza los nueve metros de longitud.
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