El continente americano es otra porción del planeta que guarda las misteriosas marcas del pasaje de extraterrestres por la historia: Palenque, el dios Quetzalcóatl, las figuras de Nazca, el candelabro de Paracas, las Piedras de Ica... y tantos otros interrogantes.
Cuando el doctor Alberto Ruz Lhuiller entró por primera vez al interior de la pirámide de Palenque, ya debía tener la intuición de que encontraría algo muy interesante. Como miembro del Instituto Nacional de Antropología de México, él conocía lo suficiente de la cultura maya para presentir que aquella pirámide en peldaños contenía alguna cosa especial, lo bastante para colocar su nombre definitivamente en los anales del Instituto.
La pirámide de Palenque queda en la entrada de la península de Yucatán, el gran brazo de tierra que separa el golfo de México del mar del Caribe. Palenque forma parte de un gran complejo de ruinas que testimonian la presencia de la civilización maya en el territorio que hoy pertenece a cuatro países: México, Guatemala, Honduras y Belice.
En el día 15 de julio de 1952, Alberto Lhuller (el descubridor de la pirámide de Palenque) y una pequeña expedición científica se aventuraban a penetrar en aquella enorme construcción. He aquí su relato:
“En el día 15, pudimos mover la piedra y entrar en la misteriosa cámara que veníamos procurando tan ansiosamente desde 1949. El momento de trasponer el umbral fue, por cierto, de indescriptible emoción. Yo estaba en una cripta espaciosa, que parecía tallada en hielo, pues tenía paredes cubiertas por una capa calcárea lustrosa, y las numerosas estalactitas que pendían de las bóvedas como cortinas, y las grandes estalagmitas suscitaban la impresión de enormes cilios. Esas formaciones calcáreas eran resultado del agua de lluvia que se filtraba a través de la pirámide durante mil años.”
En las paredes del templo, enormes figuras representaban los guardias del sarcófago. Todos ellos poseían pico de ave y las largas plumas del pájaro místico quetzal, que representaba Quetzalcóatl el dios Venus para los mayas. En el centro del templo, un enorme monolito tapaba un sarcófago inviolado.
Ahora ya acostumbrado con los grandiosos monumentos de la civilización maya, el doctor Alberto Lhuiller se espantó con el tamaño del sarcófago: “Lo que más me sorprendió en esta cripta fue el enorme monumento que la ocupaba casi toda. Imaginen una piedra horizontal de 3,80 por 2,20 m, esculpida de los lados y en la cara superior, reposando sobre un bloque monolítico cuyos lados son igualmente esculpidos”.
El monolito pesaba seis toneladas y la expedición tuvo que erguirlo con los únicos instrumentos a disposición en el interior de la pirámide: dos macacos de automóvil. Y lo que ellos vieron no los decepcionó.
En el interior del sarcófago había un esqueleto de un hombre de 40 a 50 años, con una máscara de jade y perlas en las manos. Aparentemente, nada había en él de anormal, a no ser el hecho de poseer 1,73 de altura, cuando los mayas nunca pasaban de 1,55 m.
El mayor choque sucedió cuando las linternas iluminaron la laja de seis toneladas que protegía los restos de aquel ser. En aquel monolito de casi 4 m de altura estaba registrada la descripción más explícita, hasta ahora encontrada, de un astronauta de la Antigüedad en el comando de su nave.
Cualquier cabeza libre de preconceptos puede percibir que aquella laja registra un ser manejando comandos manuales y pedales, mirando a través de un visor en dirección a símbolos celestes. Este ser parece estar instalado en el interior de una nave de características contemporáneas, en la cual existen llamaradas de fuego saliendo de su parte trasera.
Obviamente, es extraño un astronauta andrajoso, como un indio, comandando una nave espacial. Mas no se debe encarar esta representación como un retrato realista. Los escultores de aquella laja probablemente no vieron la nave y su ocupante, pero supieron de sus características a través de relatos pasados de generación en generación.
Palenque es apenas uno de los misteriosos monumentos de piedra encontrados por las Américas. Por eso ninguno hasta hoy sabe responder con absoluta certeza cuál era la función de aquellas inmensas y perfectas construcciones de roca que el tiempo no destruyó. La tradición de los pueblos americanos habla de gigantes y dioses venidos del espacio a bordo de naves voladoras, pero la antropología oficial no acepta cualquier relación entre esas leyendas y las construcciones titánicas, y no explica tampoco otras cosas: los mayas tenían un calendario astronómico y astrológico avanzadísimo, mas aparentemente desconocían la rueda; cada escalón de las pirámides mayas fue construido según una orientación milimétrica de esos calendarios; los mayas sabían que Venus tiene 584 días por año, y calcularon que el año terrestre tendría 365,2420 días (las computadoras modernas afirman que el año exactamente es de 365,2422 días); sus tablas astronómicas abarcan períodos de 400 mil años.
¿Los mayas aprendieron esas cosas por sí mismos? ¿Cómo puede un pueblo de conocimientos tan impresionantes entregarse a la práctica de sacrificios sangrientos de sus niños y jóvenes, en honra de los dioses? ¿Quién enseñó esos conocimientos a los mayas?
Cuando el doctor Alberto Ruz Lhuiller entró por primera vez al interior de la pirámide de Palenque, ya debía tener la intuición de que encontraría algo muy interesante. Como miembro del Instituto Nacional de Antropología de México, él conocía lo suficiente de la cultura maya para presentir que aquella pirámide en peldaños contenía alguna cosa especial, lo bastante para colocar su nombre definitivamente en los anales del Instituto.
La pirámide de Palenque queda en la entrada de la península de Yucatán, el gran brazo de tierra que separa el golfo de México del mar del Caribe. Palenque forma parte de un gran complejo de ruinas que testimonian la presencia de la civilización maya en el territorio que hoy pertenece a cuatro países: México, Guatemala, Honduras y Belice.
En el día 15 de julio de 1952, Alberto Lhuller (el descubridor de la pirámide de Palenque) y una pequeña expedición científica se aventuraban a penetrar en aquella enorme construcción. He aquí su relato:
“En el día 15, pudimos mover la piedra y entrar en la misteriosa cámara que veníamos procurando tan ansiosamente desde 1949. El momento de trasponer el umbral fue, por cierto, de indescriptible emoción. Yo estaba en una cripta espaciosa, que parecía tallada en hielo, pues tenía paredes cubiertas por una capa calcárea lustrosa, y las numerosas estalactitas que pendían de las bóvedas como cortinas, y las grandes estalagmitas suscitaban la impresión de enormes cilios. Esas formaciones calcáreas eran resultado del agua de lluvia que se filtraba a través de la pirámide durante mil años.”
En las paredes del templo, enormes figuras representaban los guardias del sarcófago. Todos ellos poseían pico de ave y las largas plumas del pájaro místico quetzal, que representaba Quetzalcóatl el dios Venus para los mayas. En el centro del templo, un enorme monolito tapaba un sarcófago inviolado.
Ahora ya acostumbrado con los grandiosos monumentos de la civilización maya, el doctor Alberto Lhuiller se espantó con el tamaño del sarcófago: “Lo que más me sorprendió en esta cripta fue el enorme monumento que la ocupaba casi toda. Imaginen una piedra horizontal de 3,80 por 2,20 m, esculpida de los lados y en la cara superior, reposando sobre un bloque monolítico cuyos lados son igualmente esculpidos”.
El monolito pesaba seis toneladas y la expedición tuvo que erguirlo con los únicos instrumentos a disposición en el interior de la pirámide: dos macacos de automóvil. Y lo que ellos vieron no los decepcionó.
En el interior del sarcófago había un esqueleto de un hombre de 40 a 50 años, con una máscara de jade y perlas en las manos. Aparentemente, nada había en él de anormal, a no ser el hecho de poseer 1,73 de altura, cuando los mayas nunca pasaban de 1,55 m.
El mayor choque sucedió cuando las linternas iluminaron la laja de seis toneladas que protegía los restos de aquel ser. En aquel monolito de casi 4 m de altura estaba registrada la descripción más explícita, hasta ahora encontrada, de un astronauta de la Antigüedad en el comando de su nave.
Cualquier cabeza libre de preconceptos puede percibir que aquella laja registra un ser manejando comandos manuales y pedales, mirando a través de un visor en dirección a símbolos celestes. Este ser parece estar instalado en el interior de una nave de características contemporáneas, en la cual existen llamaradas de fuego saliendo de su parte trasera.
Obviamente, es extraño un astronauta andrajoso, como un indio, comandando una nave espacial. Mas no se debe encarar esta representación como un retrato realista. Los escultores de aquella laja probablemente no vieron la nave y su ocupante, pero supieron de sus características a través de relatos pasados de generación en generación.
Palenque es apenas uno de los misteriosos monumentos de piedra encontrados por las Américas. Por eso ninguno hasta hoy sabe responder con absoluta certeza cuál era la función de aquellas inmensas y perfectas construcciones de roca que el tiempo no destruyó. La tradición de los pueblos americanos habla de gigantes y dioses venidos del espacio a bordo de naves voladoras, pero la antropología oficial no acepta cualquier relación entre esas leyendas y las construcciones titánicas, y no explica tampoco otras cosas: los mayas tenían un calendario astronómico y astrológico avanzadísimo, mas aparentemente desconocían la rueda; cada escalón de las pirámides mayas fue construido según una orientación milimétrica de esos calendarios; los mayas sabían que Venus tiene 584 días por año, y calcularon que el año terrestre tendría 365,2420 días (las computadoras modernas afirman que el año exactamente es de 365,2422 días); sus tablas astronómicas abarcan períodos de 400 mil años.
¿Los mayas aprendieron esas cosas por sí mismos? ¿Cómo puede un pueblo de conocimientos tan impresionantes entregarse a la práctica de sacrificios sangrientos de sus niños y jóvenes, en honra de los dioses? ¿Quién enseñó esos conocimientos a los mayas?
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