Los astrónomos han intentado en varias ocasiones comunicarse con inteligencias extraterrestres. Pero, aunque alguien esté escuchando, ¿entenderá nuestros mensajes? Las comunicaciones interplanetarias presentan aún muchas dificultades.
El primer mensaje que la humanidad envió a las estrellas fue transmitido el 16 de noviembre de 1974, por el radiotelescopio más grande del mundo, de 300 metros de diámetro, situado en Arecibo, Puerto Rico. El mensaje era una señal de tres minutos, enviada hacia un grupo de estrellas que está a 24.000 años-luz de distancia. Se cree que fue la señal más fuerte que ha emitido nunca la humanidad. Esta transmisión demuestra la confianza que sienten los hombres de ciencia en la existencia de extraterrestres que están «ahí arriba», escuchando.
El impulso de intentar el contacto con seres de otros planetas es, sin duda, muy fuerte en el hombre. A mediados del siglo XIX mucha gente daba por sentada la existencia de civilizaciones en la Luna y otros planetas. Y se propusieron varios métodos de comunicación con esas civilizaciones.
El inventor francés Charles Cros (1842-1888), por ejemplo, propuso la construcción de un enorme espejo que podría ser usado para reflejar la luz del sol desde la Tierra a Marte. Podía ser inclinado, pensaba, para transmitir una especie de código. La idea era ingeniosa: no existían garantías de que una civilización marciana pudiera reconocer o responder a ese código.
Los entusiastas experimentos de los hombres de ciencia del siglo XIX fueron inútiles. Pero la búsqueda de vida inteligente en otros planetas continúa y, durante el siglo XX hemos transmitido espectaculares mensajes a las estrellas sin hacer un esfuerzo especial.
Desde los años 40 los poderosos rayos de microondas de los radares y las emisoras de TV han ido expandiéndose por el espacio. Ya están llegando a las estrellas más próximas a la Tierra, como una marea de restos electromagnéticos, y aunque su intensidad es mínima, un receptor sensible podría recibir la señal hasta a 40 años-luz de distancia.
¿Qué pensaría un astrónomo extraterrestre de esta creciente marea de ondas electromagnéticas? Si efectúa observaciones a lo largo de un período de tiempo suficiente, hará un interesante descubrimiento: en la actualidad, la Tierra está emitiendo radiación un millón de veces más poderosa que hace unas pocas décadas. Y si usara su telescopio para medir la intensidad de radiación que sale de este pequeño planeta hará un descubrimiento aún más portentoso: la Tierra está emitiendo casi tanta radiación como el Sol, en los períodos de poca actividad de las manchas solares. De hecho, en el radioespectro, nuestro planeta debe aparecer tan brillante como una estrella.
Los hombres de ciencia extraterrestres no podrán por menos de reconocer las emisiones de ondas que no pueden ser explicadas por la acción de fuerzas naturales: tienen que ser producidas por medios artificiales. Con todo, pueden no considerar esas débiles señales como una prueba indiscutible de la existencia de una civilización en algún lugar cercano a nuestro sol y, aunque llegaran a la conclusión de que existe, les resultaría imposible descifrar la complicada mezcla de señales.
Si estamos tratando de comunicarnos con las civilizaciones que pueden existir en otros planetas es posible que esas civilizaciones estén tratando de comunicarse con nosotros. Nuestros radiotelescopios son suficientemente sensibles para recibir sus señales, pero existen dos problemas: no sabemos desde dónde podrían llegar sus transmisiones, ni qué longitud de onda debemos sintonizar.
Para entender las dificultades de los astrónomos, imaginen una radio que no pudiera sintonizar una emisora a menos que la antena estuviera dirigida directamente a la antena transmisora. La búsqueda de una emisora concreta requeriría no sólo una exhaustiva investigación para identificar la dirección del transmisor sino la necesidad de sintonizar todas las bandas para encontrar el canal. Los astrónomos se enfrentan con este problema y además se ven obligados a buscar en una variedad mucho mayor de bandas de frecuencia. Existe el inconveniente adicional de tener que escuchar cada longitud de onda durante varios minutos para detectar cualquier señal débil en medio del ruido de fondo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el astrónomo holandés Hendrick Christoffel van den Hulst calculó que los átomos de hidrógeno podrían, a veces, cambiar de un estado de energía a otro y, al hacerlo, podrían emitir un fotón (una cantidad de energía radiante electromagnética) cuya frecuencia correspondería a una longitud de onda de 21 cm. Postuló que los átomos de hidrógeno individuales harían esta transición con escasa frecuencia pero, como el hidrógeno es el elemento predominante en el universo, las «notas» de microondas emitidas por grandes cantidades de átomos de hidrógeno debían alcanzar un nivel que un equipo supersensible podría registrar. En 1951 el físico norteamericano Edward Mills Purcell hizo algunas observaciones que confirmaron la predicción de Van den Hulst. Como el hidrógeno es la sustancia que más abunda en el universo, es razonable asumir que cualquier civilización con una tecnología avanzada descubrirá esa propiedad de los átomos de hidrógeno y llegará a la conclusión, como los astrónomos terrestres, de que la longitud de onda de 21 cm es la más adecuada para transmitir y recibir señales en cualquier lugar del universo donde exista una tecnología avanzada.
Otra sugerencia en la misma línea es utilizar el hidroxil, la combinación de dos átomos de hidrógeno y oxígeno que, después del hidrógeno, es el más abundante emisor de microondas del espacio. Su emisión se efectúa en la longitud de onda de 17 cm. La banda de 17 a 21 cm es la que tiene menos interferencias y, por lo tanto, constituye la más natural para la comunicación interestelar.
En 1960 se hizo el primer intento serio de escuchar en la longitud de onda de 21 cm con la esperanza de recibir mensajes de las estrellas. Fue el Proyecto Ozma, de Frank Drake. La escucha comenzó a las 4 de la madrugada del 8 de abril de 1960, sin publicidad, ya que los astrónomos temían el ridículo. Durante 150 horas buscaron signos de una señal inteligible pero no encontraron absolutamente nada.
Después de Ozma, la búsqueda más amplia fue la que se terminó en 1976 en el observatorio de Green Bank, Estados Unidos. Pasaron 4 años observando las 659 estrellas que más probablemente albergan vida, a distancias entre 6 y 76 años-luz del Sol. Aunque su equipo era mucho más sensible que el empleado por Ozma, no encontraron nada.
Hasta ahora sólo hemos considerado la comunicación con civilizaciones lejanas que estuvieran a nuestro nivel tecnológico, o ligeramente más adelantadas. Pero la mayor parte de las civilizaciones técnicas pueden estar mucho más avanzadas.
El astrónomo soviético Kardashev ha sugerido que podrían existir civilizaciones de tres niveles. Una civilización de nivel A como la de la Tierra, capaz de explotar sólo una parte de los recursos energéticos disponibles; una civilización de nivel B podría aprovechar toda la energía de su estrella, disponiendo así de energías 100 trillones de veces mayores que las de una civilización de nivel A. Una civilización de nivel C podría explotar galaxias enteras, disponiendo así de energía 100 billones de veces mayores que las del nivel B. Si la teoría de Kardashev es correcta, una civilización de nivel B será fácilmente detectable en toda su galaxia, y una de nivel C, en todo el universo. Así, podríamos sentir la tentación de descartar la posibilidad de la existencia de semejantes civilizaciones porque no hemos encontrado señales de su presencia. Pero, ¿estamos escuchando bien? ¿Estamos sordos a una señal que recibimos con claridad y fuerza?
En 1965 el radioastrónomo soviético Scholomitski estudió la fuente de radio CTA 102 y anunció que su intensidad variaba de forma significativa, con una periodicidad aparente de 100 días, y que transmitía en una longitud de onda de 18 cm. Se especuló que la oscilación podría servir como radiofaro que llamara a la atención sobre CTA 102.
Más tarde, CTA 102 fue identificada como un quasar..., una fuente natural. Pero, aun así, ¿no podría estar bajo el control de una civilización de nivel B o C? ¿Y no podría suceder lo mismo con los púlsares, estrellas que también emiten pulsaciones de radiación regulares?
Las variaciones de intensidad parecen muy irregulares en el caso de los quasars y muy regulado en el de los púlsares; en ninguno de los casos parece que se esté recibiendo información de una fuente inteligente. Pero, esas señales, ¿no podrían ser mensajes de seres tan inteligentes que no los entendemos porque nuestra capacidad mental es limitada? Quizás, pero parece improbable, porque cualquier civilización avanzada comprendería, sin duda, los problemas de la comunicación interestelar y utilizaría el método más sencillo.
Un problema más serio podría ser el provocado por el contacto con civilizaciones más atrasadas que la nuestra. ¿Cómo podríamos comunicarnos con seres tan tontos como, por ejemplo, una vaca, o como los hombres de la Edad de Piedra? Y si pudiéramos encontrar alguna forma de comunicación, querríamos preservar su cultura y su forma de vida. (Por supuesto, una civilización extraterrestre podría adoptar la misma actitud respecto a nosotros.)
Pero sea como sea, habrá que preparar proyectos mucho más importantes si la búsqueda de IET debe tener alguna esperanza de éxito. La más famosa de esas propuestas es el Proyecto Cyclops de la NASA, que incluiría más de 1.000 radiotelescopios, cada uno del tamaño de un balón de fútbol, interconectados por un sistema electrónico computarizado. Este regimiento de radiotelescopios podría registrar radiaciones debilísimas: un mensaje de otra civilización podría ser registrado aún a una distancia de 1.000 años-luz.
La realización del Proyecto Cyclops no será fácil ni barata, aunque sí perfectamente factible. Se ha estimado que costará entre 10 y 50 billones de dólares construirlo y hacerlo funcionar. Nuestra tecnología es capaz de organizar una búsqueda muy eficaz de señales extraterrestres. Pero, ¿valdrá la pena? Nadie puede garantizar el éxito.
El primer mensaje que la humanidad envió a las estrellas fue transmitido el 16 de noviembre de 1974, por el radiotelescopio más grande del mundo, de 300 metros de diámetro, situado en Arecibo, Puerto Rico. El mensaje era una señal de tres minutos, enviada hacia un grupo de estrellas que está a 24.000 años-luz de distancia. Se cree que fue la señal más fuerte que ha emitido nunca la humanidad. Esta transmisión demuestra la confianza que sienten los hombres de ciencia en la existencia de extraterrestres que están «ahí arriba», escuchando.
El impulso de intentar el contacto con seres de otros planetas es, sin duda, muy fuerte en el hombre. A mediados del siglo XIX mucha gente daba por sentada la existencia de civilizaciones en la Luna y otros planetas. Y se propusieron varios métodos de comunicación con esas civilizaciones.
El inventor francés Charles Cros (1842-1888), por ejemplo, propuso la construcción de un enorme espejo que podría ser usado para reflejar la luz del sol desde la Tierra a Marte. Podía ser inclinado, pensaba, para transmitir una especie de código. La idea era ingeniosa: no existían garantías de que una civilización marciana pudiera reconocer o responder a ese código.
Los entusiastas experimentos de los hombres de ciencia del siglo XIX fueron inútiles. Pero la búsqueda de vida inteligente en otros planetas continúa y, durante el siglo XX hemos transmitido espectaculares mensajes a las estrellas sin hacer un esfuerzo especial.
Desde los años 40 los poderosos rayos de microondas de los radares y las emisoras de TV han ido expandiéndose por el espacio. Ya están llegando a las estrellas más próximas a la Tierra, como una marea de restos electromagnéticos, y aunque su intensidad es mínima, un receptor sensible podría recibir la señal hasta a 40 años-luz de distancia.
¿Qué pensaría un astrónomo extraterrestre de esta creciente marea de ondas electromagnéticas? Si efectúa observaciones a lo largo de un período de tiempo suficiente, hará un interesante descubrimiento: en la actualidad, la Tierra está emitiendo radiación un millón de veces más poderosa que hace unas pocas décadas. Y si usara su telescopio para medir la intensidad de radiación que sale de este pequeño planeta hará un descubrimiento aún más portentoso: la Tierra está emitiendo casi tanta radiación como el Sol, en los períodos de poca actividad de las manchas solares. De hecho, en el radioespectro, nuestro planeta debe aparecer tan brillante como una estrella.
Los hombres de ciencia extraterrestres no podrán por menos de reconocer las emisiones de ondas que no pueden ser explicadas por la acción de fuerzas naturales: tienen que ser producidas por medios artificiales. Con todo, pueden no considerar esas débiles señales como una prueba indiscutible de la existencia de una civilización en algún lugar cercano a nuestro sol y, aunque llegaran a la conclusión de que existe, les resultaría imposible descifrar la complicada mezcla de señales.
Si estamos tratando de comunicarnos con las civilizaciones que pueden existir en otros planetas es posible que esas civilizaciones estén tratando de comunicarse con nosotros. Nuestros radiotelescopios son suficientemente sensibles para recibir sus señales, pero existen dos problemas: no sabemos desde dónde podrían llegar sus transmisiones, ni qué longitud de onda debemos sintonizar.
Para entender las dificultades de los astrónomos, imaginen una radio que no pudiera sintonizar una emisora a menos que la antena estuviera dirigida directamente a la antena transmisora. La búsqueda de una emisora concreta requeriría no sólo una exhaustiva investigación para identificar la dirección del transmisor sino la necesidad de sintonizar todas las bandas para encontrar el canal. Los astrónomos se enfrentan con este problema y además se ven obligados a buscar en una variedad mucho mayor de bandas de frecuencia. Existe el inconveniente adicional de tener que escuchar cada longitud de onda durante varios minutos para detectar cualquier señal débil en medio del ruido de fondo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el astrónomo holandés Hendrick Christoffel van den Hulst calculó que los átomos de hidrógeno podrían, a veces, cambiar de un estado de energía a otro y, al hacerlo, podrían emitir un fotón (una cantidad de energía radiante electromagnética) cuya frecuencia correspondería a una longitud de onda de 21 cm. Postuló que los átomos de hidrógeno individuales harían esta transición con escasa frecuencia pero, como el hidrógeno es el elemento predominante en el universo, las «notas» de microondas emitidas por grandes cantidades de átomos de hidrógeno debían alcanzar un nivel que un equipo supersensible podría registrar. En 1951 el físico norteamericano Edward Mills Purcell hizo algunas observaciones que confirmaron la predicción de Van den Hulst. Como el hidrógeno es la sustancia que más abunda en el universo, es razonable asumir que cualquier civilización con una tecnología avanzada descubrirá esa propiedad de los átomos de hidrógeno y llegará a la conclusión, como los astrónomos terrestres, de que la longitud de onda de 21 cm es la más adecuada para transmitir y recibir señales en cualquier lugar del universo donde exista una tecnología avanzada.
Otra sugerencia en la misma línea es utilizar el hidroxil, la combinación de dos átomos de hidrógeno y oxígeno que, después del hidrógeno, es el más abundante emisor de microondas del espacio. Su emisión se efectúa en la longitud de onda de 17 cm. La banda de 17 a 21 cm es la que tiene menos interferencias y, por lo tanto, constituye la más natural para la comunicación interestelar.
En 1960 se hizo el primer intento serio de escuchar en la longitud de onda de 21 cm con la esperanza de recibir mensajes de las estrellas. Fue el Proyecto Ozma, de Frank Drake. La escucha comenzó a las 4 de la madrugada del 8 de abril de 1960, sin publicidad, ya que los astrónomos temían el ridículo. Durante 150 horas buscaron signos de una señal inteligible pero no encontraron absolutamente nada.
Después de Ozma, la búsqueda más amplia fue la que se terminó en 1976 en el observatorio de Green Bank, Estados Unidos. Pasaron 4 años observando las 659 estrellas que más probablemente albergan vida, a distancias entre 6 y 76 años-luz del Sol. Aunque su equipo era mucho más sensible que el empleado por Ozma, no encontraron nada.
Hasta ahora sólo hemos considerado la comunicación con civilizaciones lejanas que estuvieran a nuestro nivel tecnológico, o ligeramente más adelantadas. Pero la mayor parte de las civilizaciones técnicas pueden estar mucho más avanzadas.
El astrónomo soviético Kardashev ha sugerido que podrían existir civilizaciones de tres niveles. Una civilización de nivel A como la de la Tierra, capaz de explotar sólo una parte de los recursos energéticos disponibles; una civilización de nivel B podría aprovechar toda la energía de su estrella, disponiendo así de energías 100 trillones de veces mayores que las de una civilización de nivel A. Una civilización de nivel C podría explotar galaxias enteras, disponiendo así de energía 100 billones de veces mayores que las del nivel B. Si la teoría de Kardashev es correcta, una civilización de nivel B será fácilmente detectable en toda su galaxia, y una de nivel C, en todo el universo. Así, podríamos sentir la tentación de descartar la posibilidad de la existencia de semejantes civilizaciones porque no hemos encontrado señales de su presencia. Pero, ¿estamos escuchando bien? ¿Estamos sordos a una señal que recibimos con claridad y fuerza?
En 1965 el radioastrónomo soviético Scholomitski estudió la fuente de radio CTA 102 y anunció que su intensidad variaba de forma significativa, con una periodicidad aparente de 100 días, y que transmitía en una longitud de onda de 18 cm. Se especuló que la oscilación podría servir como radiofaro que llamara a la atención sobre CTA 102.
Más tarde, CTA 102 fue identificada como un quasar..., una fuente natural. Pero, aun así, ¿no podría estar bajo el control de una civilización de nivel B o C? ¿Y no podría suceder lo mismo con los púlsares, estrellas que también emiten pulsaciones de radiación regulares?
Las variaciones de intensidad parecen muy irregulares en el caso de los quasars y muy regulado en el de los púlsares; en ninguno de los casos parece que se esté recibiendo información de una fuente inteligente. Pero, esas señales, ¿no podrían ser mensajes de seres tan inteligentes que no los entendemos porque nuestra capacidad mental es limitada? Quizás, pero parece improbable, porque cualquier civilización avanzada comprendería, sin duda, los problemas de la comunicación interestelar y utilizaría el método más sencillo.
Un problema más serio podría ser el provocado por el contacto con civilizaciones más atrasadas que la nuestra. ¿Cómo podríamos comunicarnos con seres tan tontos como, por ejemplo, una vaca, o como los hombres de la Edad de Piedra? Y si pudiéramos encontrar alguna forma de comunicación, querríamos preservar su cultura y su forma de vida. (Por supuesto, una civilización extraterrestre podría adoptar la misma actitud respecto a nosotros.)
Pero sea como sea, habrá que preparar proyectos mucho más importantes si la búsqueda de IET debe tener alguna esperanza de éxito. La más famosa de esas propuestas es el Proyecto Cyclops de la NASA, que incluiría más de 1.000 radiotelescopios, cada uno del tamaño de un balón de fútbol, interconectados por un sistema electrónico computarizado. Este regimiento de radiotelescopios podría registrar radiaciones debilísimas: un mensaje de otra civilización podría ser registrado aún a una distancia de 1.000 años-luz.
La realización del Proyecto Cyclops no será fácil ni barata, aunque sí perfectamente factible. Se ha estimado que costará entre 10 y 50 billones de dólares construirlo y hacerlo funcionar. Nuestra tecnología es capaz de organizar una búsqueda muy eficaz de señales extraterrestres. Pero, ¿valdrá la pena? Nadie puede garantizar el éxito.
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