La idea de salir de la tumba convertidos en zombies preocupa a los gobernantes de Haití y a su clase dirigente, además de aterrorizar al pueblo llano. Pero puede que los zombies descritos por tantos testigos no hayan estado muertos jamás.
La gran dificultad con que se enfrenta el investigador interesado en cualquier aspecto de la vida haitiana, y especialmente del vudú, es que durante casi 14 años el país padeció una de las dictaduras más crueles de la historia. François Duvalier -«Papa Doc» para amigos y enemigos- odiaba y recelaba de todo lo que podía recordar la época colonial. Después de proclamarse presidente vitalicio, prohibió las actividades comerciales a norteamericanos, franceses e ingleses, y prohibió también las actividades políticas a sus compatriotas. Duvalier era negro, y se transformó en un azote para miles de comerciantes haitianos de sangre mixta.
Papa Doc se jactaba de ser un poderoso bokor o hechicero. Sus guardaespaldas personales, siempre con gafas negras y cargados con un arsenal de armas cortas, recibían el nombre de tontons macoutes, heredado de los hechiceros ambulantes que eran las figuras más temidas del vudú. Papa Doc alentaba la creencia en el vudú y en sus propios poderes mágicos, de modo que los campesinos y parte de la clase media lo creían un dios poderoso. Su hijo, «Bébé Doc», aunque también es presidente vitalicio, parece haber atenuado las restricciones de su padre -sobre todo para favorecer el comercio-, pero la decisiva influencia del credo vudú es demasiado profunda para que desaparezca fácilmente. Cualquier extranjero que busque información en estas circunstancias debe, por lo tanto, separar el grano de la paja con mucho cuidado.
Pero circulan historias y fragmentos de hechos que harán meditar hasta a los escépticos más endurecidos. Por ejemplo, durante años se creyó que Papa Doc explotaba el «poder» vudú por puro cinismo. Se decía que era un hombre culto y que, por lo tanto, sabía que era una superstición. Pero de hecho, desde su muerte en 1971, su gran mausoleo azul y crema, coronado por una cruz y perpetuamente rodeado de flores frescas, que se levanta en el mejor barrio de Puerto Príncipe, es custodiado día y noche por hombres armados. Ningún bokor -es decir, ningún mago negro- tendrá la oportunidad de robar el cadáver de Duvalier para transformarlo en zombie.
Un corresponsal de la revista africana Drum que visitó Haití a finales de los años 60 resumió de este modo la actitud ambivalente de las autoridades:
Un turista y, en especial, un periodista, no encontrará dificultades para ser invitado a un houmfort (templo vudú) de la selva para la ceremonia del sábado por la noche. El hungan (sacerdote vudú) y sus seguidores parecen entrar en trance, danzan en estado de éxtasis y todo resulta muy pintoresco. Pero si se mencionan los zombies o el Culte des morts, que se centra en el Barón Samedi y se realiza en los cementerios, no se obtiene respuesta. Quedé convencido de que existen las prácticas negras y las ceremonias secretas simplemente a causa de la vehemencia con que las autoridades niegan que hayan existido nunca.
El vudú siempre ha sido un negocio importante, y no son sólo los periodistas extranjeros los que resultan engañados. Con frecuencia se descubren fraudes. El antropólogo británico Francis Huxley cuenta que un magistrado observó cómo un hungan sacaba un cuerpo de una tumba, murmuraba invocaciones, lo sacudía y finalmente lo reanimaba. El magistrado, menos asustado que sus compañeros, buscó en la «tumba» vacía y encontró un tubo de respiración. El «cadáver» era un cómplice del hungan.
Pero el fraude no explica todas las inquietantes historias de zombies que se cuentan. Una de estas le fue narrada a Huxley por un sacerdote católico. En 1959 se encontró a un zombie vagando por las calles de un pueblo. Fue conducido a la comisaría de policía, pero la policía, prudentemente, prefirió no hacer nada y lo dejó de pie en la puerta. Al cabo de unas horas le dieron a beber un poco de agua salada, para restaurar aunque fuera parcialmente sus funciones mentales. El zombie dijo tartamudeando un nombre que alguien reconoció como el de una mujer que vivía en el pueblo. La fueron a buscar e identificó al zombie como su sobrino, que había muerto y había sido enterrado en 1955. El sacerdote católico se enteró de lo ocurrido, entrevistó al zombie y averiguó el nombre del bokor que lo había embrujado. El sacerdote dijo su nombre a la policía que, muy alarmada, se limitó a enviar un mensaje al bokor, ofreciendo devolverle a su zombie perdido. Dos días después el zombie fue hallado asesinado; el bokor fue detenido, pero posteriormente la policía le puso en libertad.
Los testigos de otro caso de posesión zombie, ocurrido en los años 50 y narrado por Alfred Métraux, contó con varios testigos fidedignos. Una joven había rechazado las proposiciones de un hungan. Pocos días después de echar a su indeseable pretendiente contrajo unas fuertes fiebres y murió en un hospital por causas desconocidas. El cuerpo de la muchacha fue llevado a su casa, donde había un ataúd, comprado en Puerto Príncipe, preparado para enterrarla. Desgraciadamente, resultó ser demasiado corto para su ocupante y hubo que torcer violentamente el cuello del cadáver para que cupiera.
Otro contratiempo ocurrió durante el velatorio, en el que, como es habitual en aquellas tierras, hubo abundancia de bailes y también de ron. Un cirio que iluminaba el ataúd abierto cayó sobre el cadáver, quemándole el pie izquierdo.
Recuerdos del ataúd
Pocos meses después del entierro corrió el rumor de que la joven supuestamente muerta había sido vista en compañía del hungan a quien había rechazado. Su familia consideró el relato como un cotilleo supersticioso. Sin duda -razonaron- el hungan se sentía atraído por mujeres del mismo tipo físico de la difunta y tenía ahora una amante que se le parecía.
Pero pocos años después, un hijo de la familia vio a una mujer que se parecía a su hermana fallecida trabajando en tareas domésticas. Le preguntó cómo se llamaba. Ella no lo sabía, ni recordaba nada de su pasado. Pero tenía el cuello torcido y la cicatriz de una grave quemadura en el pie izquierdo.
Fue llevada a casa de sus supuestos padres pero, pese a los cariñosos cuidados que éstos le prodigaron, nunca pudo dar cuenta de su persona, y siguió siendo una virtual idiota hasta su (¿segunda?) muerte.
Otro relato bien autentificado es el que contó el escritor Stephen Bonsal en 1912:
Un hombre... cayó enfermo. Tenía intervalos de fiebre muy alta, que los médicos no lograban reducir. Era miembro de una iglesia misionera extranjera y el director de la misión lo visitó. Durante su segunda visita este clérigo vio morir al paciente... y ayudó a ponerle la mortaja. Al día siguiente asistió al funeral, cerró el ataúd y presenció cómo era enterrado.
El cartero que iba a Jacmel encontró, unos días más tarde, a un hombre envuelto en una mortaja, atado a un árbol, que se quejaba. Liberó al pobre desgraciado que pronto recuperó la voz, pero no la lucidez. Luego fue identificado por su esposa, por el médico que lo había declarado muerto y por el clérigo. El reconocimiento no fue mutuo; la víctima no conocía a nadie y pasaba los días y las noches farfullando palabras inarticuladas que nadie entendía. El presidente Nord Alexis le dio un empleo en una granja del gobierno, cerca de Gonaives, donde le cuidaban.
¿Una muerte falsificada?
¿Existe una explicación racional, no sobrenatural, de estos y otros casos similares de «cadáveres» que son enterrados y meses o años más tarde son encontrados, vivos pero estúpidos? Entre quienes lo creen se encuentra el doctor Antoine Villers, un distinguido médico francés que ejerció la medicina en Haití durante muchos años. No creía que nadie hubiese resucitado, pero, como dijo al periodista William Seabrook, no estaba seguro de que algunos hombres y mujeres, idiotas en apariencia, que trabajaban en los campos no hubiesen sido «sacados de las tumbas en las que habían sido realmente enterrados en sus ataúdes por sus familias».
Villiers sugería que algunos hechiceros haitianos conocían drogas capaces de provocar un coma tan profundo que podía ser confundido con la muerte, y que después de la «muerte» y el entierro, la víctima del veneno podía recobrar la vida pero no, según parece, la salud, ya que el funcionamiento del cerebro y la memoria sufrían daños irreversibles.
Existen algunas pruebas de que el conocimiento de esas drogas era corriente en las zonas de África occidental de las que procedían la mayoría de los esclavos, y también, aunque en menor grado, en los países del Caribe habitados por descendientes de esclavos: Haití, Jamaica y otros.
A. W. Cardinall, por ejemplo, que había pasado muchos años en Costa de Oro (la actual Ghana), informó en 1927 que los jóvenes de algunas tribus con frecuencia pasaban por una especie de muerte temporal. Cuando un joven deseaba ingresar en una de las sociedades secretas de la tribu era iniciado por medio de unos cortes hechos con un cuchillo. Se ponía «medicina» en las heridas y eso provocaba un coma prolongado. «Muere durante cinco días» fue la expresión usada por Cardinall. Al cabo de los cinco días, al joven se le daba otra medicina y volvía a la vida.
Está claro que el conocimiento de «medicinas» de ese tipo fue llevado a las Américas por esclavos que conocían bien la magia de su tierra natal. En 1789, un comité del gobierno británico se enteró de que los «hechiceros esclavos» impresionaban a los extraños con sus poderes mágicos «mostrándoles un negro aparentemente muerto que, gracias a su arte, pronto se recuperaba».
Más detalles de este «levantarse de entre los muertos» fueron suministrados por el escritor inglés M. G. Lewis -autor de El monje-, quien fue testigo del procedimiento hace un siglo y medio:
El hechicero espolvorea varios polvos sobre la devota víctima, sopla sobre él y danza a su alrededor, la obliga a beber un licor preparado para la ocasión y, finalmente, el hechicero y su ayudante la cogen y la hacen girar rápidamente una y otra vez hasta que pierde el sentido y cae al suelo, con la apariencia -según creen los espectadores- de un perfecto cadáver. El jefe... profiere entonces fuertes chillidos, sale corriendo de la casa con gestos frenéticos y se oculta en un bosque de las cercanías. Al cabo de dos o tres horas retorna con un gran manojo de hierbas, algunas de las cuales exprime, dejando caer el jugo en la boca del muerto; con otras unge sus ojos y tiñe la punta de sus dedos, acompañando la ceremonia con una gran variedad de acciones grotescas y entonando todo el rato algo que está entre el cántico y el aullido... Pasa un tiempo considerable antes de que el efecto deseado se produzca pero, finalmente, el cadáver gradualmente recobra la animación y se levanta del suelo...
La planta que, supuestamente, producía ese trance cataléptico era llamada callaloo. Si se usaba para eso tendría que haber sido preparada de una forma especial o mezclada con drogas, ya que el callaloo es, en sí mismo, inofensivo y, de hecho a veces se hierve hasta convertirlo en una pulpa y se come como una verdura.
La belladona y la fruta del espino son dos venenos vegetales que, según suelen creerlos haitianos, son mezclados con otras sustancias mágicas -por ejemplo, tres gotas de fluido de la nariz de un cadáver- para fabricar las medicinas con que los hechiceros controlan a los zombies.
La verdad es que la farmacología moderna conoce varias drogas que pueden producir un estado de catalepsia o «animación suspendida». La mayoría de ellas, si se las utiliza mal, pueden provocar daños cerebrales. Y aunque cualquier hospital moderno es capaz de diagnosticar rápidamente, a partir del estado de la víctima, lo que le ha sucedido y qué sustancias tóxicas se le han administrado, Haití cuenta con pocos hospitales modernos. Y el omnipresente miedo al zombie determina que muy pocos campesinos -por no decir ninguno-, al encontrar un «cadáver» vagabundo, le acompañarán a ver a un médico que le pueda aplicar un tratamiento apropiado.
De modo que podría suceder que la creencia en los zombies se base en la superstición, la credulidad y los fraudes, en los que el «zombie» es un cómplice. Podría ser que los «zombies» hallados por algunos observadores extranjeros no fueran más que débiles mentales. Pero también es posible que haya hombres malvados que tengan los conocimientos farmacológicos necesarios para simular la muerte en vida.
Los legisladores haitianos, por cierto, tuvieron en cuenta esta posibilidad. El doctor Villiers llamó la atención de William Seabrook sobre el Código Penal del país. El artículo 249 dice:
También se considerará intento de asesinato el empleo contra cualquier persona de sustancias que, sin causar una muerte real, produzcan un coma letárgico más o menos prolongado. Si, después de la administración de esas sustancias, la víctima ha sido enterrada, el acto será considerado asesinato, sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias.
Después de todo, tal vez los remotos campos y colinas de Haití estén siendo labrados en este mismo momento por hombres y mujeres «muertos», condenados a trabajar sin saberlo hasta que una muerte real les libere de su esclavitud.
Una fe ardiente
El psicólogo William Sargant ha formulado la relación existente entre el ritual del vudú y las técnicas del lavado de cerebro. El lavado de cerebro consiste en someter a los prisioneros a un prolongado e intenso stress, a un agotamiento físico y psíquico y a un bombardeo ideológico. Las víctimas pueden resistirse enérgicamente ante las creencias que se les pretende imponer, pero, invariablemente, llega un punto en que se derrumban. Cuando se recuperan, adoptan con entusiasmo las doctrinas de sus captores, por quienes pasan a sentir, a menudo, devoción y amor.
Sargant decía que las espectaculares conversiones de la gente que escucha a predicadores cristianos tremendistas se deben al stress del terror religioso y a la exaltación, combinadas con la fatiga. Y en el ritual vudú las cantilenas, los tambores rítmicos, el agotamiento y el miedo a siniestros dioses podrían tener también como consecuencia un cambio de personalidad, cuando los participantes son «poseídos» e imitan hábilmente la conducta de algún dios. Por lo menos un antropólogo extranjero, atrapado en la frenética danza, experimentó un «renacimiento espiritual», al que siguió un sentimiento de «admiración por los principios y la práctica» del vudú. Estos poderosos procesos de sugestión pueden explicar la intensidad con que los haitianos creen en las deidades vudú, en los poderes de los hechiceros... y en los zombies.
La gran dificultad con que se enfrenta el investigador interesado en cualquier aspecto de la vida haitiana, y especialmente del vudú, es que durante casi 14 años el país padeció una de las dictaduras más crueles de la historia. François Duvalier -«Papa Doc» para amigos y enemigos- odiaba y recelaba de todo lo que podía recordar la época colonial. Después de proclamarse presidente vitalicio, prohibió las actividades comerciales a norteamericanos, franceses e ingleses, y prohibió también las actividades políticas a sus compatriotas. Duvalier era negro, y se transformó en un azote para miles de comerciantes haitianos de sangre mixta.
Papa Doc se jactaba de ser un poderoso bokor o hechicero. Sus guardaespaldas personales, siempre con gafas negras y cargados con un arsenal de armas cortas, recibían el nombre de tontons macoutes, heredado de los hechiceros ambulantes que eran las figuras más temidas del vudú. Papa Doc alentaba la creencia en el vudú y en sus propios poderes mágicos, de modo que los campesinos y parte de la clase media lo creían un dios poderoso. Su hijo, «Bébé Doc», aunque también es presidente vitalicio, parece haber atenuado las restricciones de su padre -sobre todo para favorecer el comercio-, pero la decisiva influencia del credo vudú es demasiado profunda para que desaparezca fácilmente. Cualquier extranjero que busque información en estas circunstancias debe, por lo tanto, separar el grano de la paja con mucho cuidado.
Pero circulan historias y fragmentos de hechos que harán meditar hasta a los escépticos más endurecidos. Por ejemplo, durante años se creyó que Papa Doc explotaba el «poder» vudú por puro cinismo. Se decía que era un hombre culto y que, por lo tanto, sabía que era una superstición. Pero de hecho, desde su muerte en 1971, su gran mausoleo azul y crema, coronado por una cruz y perpetuamente rodeado de flores frescas, que se levanta en el mejor barrio de Puerto Príncipe, es custodiado día y noche por hombres armados. Ningún bokor -es decir, ningún mago negro- tendrá la oportunidad de robar el cadáver de Duvalier para transformarlo en zombie.
Un corresponsal de la revista africana Drum que visitó Haití a finales de los años 60 resumió de este modo la actitud ambivalente de las autoridades:
Un turista y, en especial, un periodista, no encontrará dificultades para ser invitado a un houmfort (templo vudú) de la selva para la ceremonia del sábado por la noche. El hungan (sacerdote vudú) y sus seguidores parecen entrar en trance, danzan en estado de éxtasis y todo resulta muy pintoresco. Pero si se mencionan los zombies o el Culte des morts, que se centra en el Barón Samedi y se realiza en los cementerios, no se obtiene respuesta. Quedé convencido de que existen las prácticas negras y las ceremonias secretas simplemente a causa de la vehemencia con que las autoridades niegan que hayan existido nunca.
El vudú siempre ha sido un negocio importante, y no son sólo los periodistas extranjeros los que resultan engañados. Con frecuencia se descubren fraudes. El antropólogo británico Francis Huxley cuenta que un magistrado observó cómo un hungan sacaba un cuerpo de una tumba, murmuraba invocaciones, lo sacudía y finalmente lo reanimaba. El magistrado, menos asustado que sus compañeros, buscó en la «tumba» vacía y encontró un tubo de respiración. El «cadáver» era un cómplice del hungan.
Pero el fraude no explica todas las inquietantes historias de zombies que se cuentan. Una de estas le fue narrada a Huxley por un sacerdote católico. En 1959 se encontró a un zombie vagando por las calles de un pueblo. Fue conducido a la comisaría de policía, pero la policía, prudentemente, prefirió no hacer nada y lo dejó de pie en la puerta. Al cabo de unas horas le dieron a beber un poco de agua salada, para restaurar aunque fuera parcialmente sus funciones mentales. El zombie dijo tartamudeando un nombre que alguien reconoció como el de una mujer que vivía en el pueblo. La fueron a buscar e identificó al zombie como su sobrino, que había muerto y había sido enterrado en 1955. El sacerdote católico se enteró de lo ocurrido, entrevistó al zombie y averiguó el nombre del bokor que lo había embrujado. El sacerdote dijo su nombre a la policía que, muy alarmada, se limitó a enviar un mensaje al bokor, ofreciendo devolverle a su zombie perdido. Dos días después el zombie fue hallado asesinado; el bokor fue detenido, pero posteriormente la policía le puso en libertad.
Los testigos de otro caso de posesión zombie, ocurrido en los años 50 y narrado por Alfred Métraux, contó con varios testigos fidedignos. Una joven había rechazado las proposiciones de un hungan. Pocos días después de echar a su indeseable pretendiente contrajo unas fuertes fiebres y murió en un hospital por causas desconocidas. El cuerpo de la muchacha fue llevado a su casa, donde había un ataúd, comprado en Puerto Príncipe, preparado para enterrarla. Desgraciadamente, resultó ser demasiado corto para su ocupante y hubo que torcer violentamente el cuello del cadáver para que cupiera.
Otro contratiempo ocurrió durante el velatorio, en el que, como es habitual en aquellas tierras, hubo abundancia de bailes y también de ron. Un cirio que iluminaba el ataúd abierto cayó sobre el cadáver, quemándole el pie izquierdo.
Recuerdos del ataúd
Pocos meses después del entierro corrió el rumor de que la joven supuestamente muerta había sido vista en compañía del hungan a quien había rechazado. Su familia consideró el relato como un cotilleo supersticioso. Sin duda -razonaron- el hungan se sentía atraído por mujeres del mismo tipo físico de la difunta y tenía ahora una amante que se le parecía.
Pero pocos años después, un hijo de la familia vio a una mujer que se parecía a su hermana fallecida trabajando en tareas domésticas. Le preguntó cómo se llamaba. Ella no lo sabía, ni recordaba nada de su pasado. Pero tenía el cuello torcido y la cicatriz de una grave quemadura en el pie izquierdo.
Fue llevada a casa de sus supuestos padres pero, pese a los cariñosos cuidados que éstos le prodigaron, nunca pudo dar cuenta de su persona, y siguió siendo una virtual idiota hasta su (¿segunda?) muerte.
Otro relato bien autentificado es el que contó el escritor Stephen Bonsal en 1912:
Un hombre... cayó enfermo. Tenía intervalos de fiebre muy alta, que los médicos no lograban reducir. Era miembro de una iglesia misionera extranjera y el director de la misión lo visitó. Durante su segunda visita este clérigo vio morir al paciente... y ayudó a ponerle la mortaja. Al día siguiente asistió al funeral, cerró el ataúd y presenció cómo era enterrado.
El cartero que iba a Jacmel encontró, unos días más tarde, a un hombre envuelto en una mortaja, atado a un árbol, que se quejaba. Liberó al pobre desgraciado que pronto recuperó la voz, pero no la lucidez. Luego fue identificado por su esposa, por el médico que lo había declarado muerto y por el clérigo. El reconocimiento no fue mutuo; la víctima no conocía a nadie y pasaba los días y las noches farfullando palabras inarticuladas que nadie entendía. El presidente Nord Alexis le dio un empleo en una granja del gobierno, cerca de Gonaives, donde le cuidaban.
¿Una muerte falsificada?
¿Existe una explicación racional, no sobrenatural, de estos y otros casos similares de «cadáveres» que son enterrados y meses o años más tarde son encontrados, vivos pero estúpidos? Entre quienes lo creen se encuentra el doctor Antoine Villers, un distinguido médico francés que ejerció la medicina en Haití durante muchos años. No creía que nadie hubiese resucitado, pero, como dijo al periodista William Seabrook, no estaba seguro de que algunos hombres y mujeres, idiotas en apariencia, que trabajaban en los campos no hubiesen sido «sacados de las tumbas en las que habían sido realmente enterrados en sus ataúdes por sus familias».
Villiers sugería que algunos hechiceros haitianos conocían drogas capaces de provocar un coma tan profundo que podía ser confundido con la muerte, y que después de la «muerte» y el entierro, la víctima del veneno podía recobrar la vida pero no, según parece, la salud, ya que el funcionamiento del cerebro y la memoria sufrían daños irreversibles.
Existen algunas pruebas de que el conocimiento de esas drogas era corriente en las zonas de África occidental de las que procedían la mayoría de los esclavos, y también, aunque en menor grado, en los países del Caribe habitados por descendientes de esclavos: Haití, Jamaica y otros.
A. W. Cardinall, por ejemplo, que había pasado muchos años en Costa de Oro (la actual Ghana), informó en 1927 que los jóvenes de algunas tribus con frecuencia pasaban por una especie de muerte temporal. Cuando un joven deseaba ingresar en una de las sociedades secretas de la tribu era iniciado por medio de unos cortes hechos con un cuchillo. Se ponía «medicina» en las heridas y eso provocaba un coma prolongado. «Muere durante cinco días» fue la expresión usada por Cardinall. Al cabo de los cinco días, al joven se le daba otra medicina y volvía a la vida.
Está claro que el conocimiento de «medicinas» de ese tipo fue llevado a las Américas por esclavos que conocían bien la magia de su tierra natal. En 1789, un comité del gobierno británico se enteró de que los «hechiceros esclavos» impresionaban a los extraños con sus poderes mágicos «mostrándoles un negro aparentemente muerto que, gracias a su arte, pronto se recuperaba».
Más detalles de este «levantarse de entre los muertos» fueron suministrados por el escritor inglés M. G. Lewis -autor de El monje-, quien fue testigo del procedimiento hace un siglo y medio:
El hechicero espolvorea varios polvos sobre la devota víctima, sopla sobre él y danza a su alrededor, la obliga a beber un licor preparado para la ocasión y, finalmente, el hechicero y su ayudante la cogen y la hacen girar rápidamente una y otra vez hasta que pierde el sentido y cae al suelo, con la apariencia -según creen los espectadores- de un perfecto cadáver. El jefe... profiere entonces fuertes chillidos, sale corriendo de la casa con gestos frenéticos y se oculta en un bosque de las cercanías. Al cabo de dos o tres horas retorna con un gran manojo de hierbas, algunas de las cuales exprime, dejando caer el jugo en la boca del muerto; con otras unge sus ojos y tiñe la punta de sus dedos, acompañando la ceremonia con una gran variedad de acciones grotescas y entonando todo el rato algo que está entre el cántico y el aullido... Pasa un tiempo considerable antes de que el efecto deseado se produzca pero, finalmente, el cadáver gradualmente recobra la animación y se levanta del suelo...
La planta que, supuestamente, producía ese trance cataléptico era llamada callaloo. Si se usaba para eso tendría que haber sido preparada de una forma especial o mezclada con drogas, ya que el callaloo es, en sí mismo, inofensivo y, de hecho a veces se hierve hasta convertirlo en una pulpa y se come como una verdura.
La belladona y la fruta del espino son dos venenos vegetales que, según suelen creerlos haitianos, son mezclados con otras sustancias mágicas -por ejemplo, tres gotas de fluido de la nariz de un cadáver- para fabricar las medicinas con que los hechiceros controlan a los zombies.
La verdad es que la farmacología moderna conoce varias drogas que pueden producir un estado de catalepsia o «animación suspendida». La mayoría de ellas, si se las utiliza mal, pueden provocar daños cerebrales. Y aunque cualquier hospital moderno es capaz de diagnosticar rápidamente, a partir del estado de la víctima, lo que le ha sucedido y qué sustancias tóxicas se le han administrado, Haití cuenta con pocos hospitales modernos. Y el omnipresente miedo al zombie determina que muy pocos campesinos -por no decir ninguno-, al encontrar un «cadáver» vagabundo, le acompañarán a ver a un médico que le pueda aplicar un tratamiento apropiado.
De modo que podría suceder que la creencia en los zombies se base en la superstición, la credulidad y los fraudes, en los que el «zombie» es un cómplice. Podría ser que los «zombies» hallados por algunos observadores extranjeros no fueran más que débiles mentales. Pero también es posible que haya hombres malvados que tengan los conocimientos farmacológicos necesarios para simular la muerte en vida.
Los legisladores haitianos, por cierto, tuvieron en cuenta esta posibilidad. El doctor Villiers llamó la atención de William Seabrook sobre el Código Penal del país. El artículo 249 dice:
También se considerará intento de asesinato el empleo contra cualquier persona de sustancias que, sin causar una muerte real, produzcan un coma letárgico más o menos prolongado. Si, después de la administración de esas sustancias, la víctima ha sido enterrada, el acto será considerado asesinato, sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias.
Después de todo, tal vez los remotos campos y colinas de Haití estén siendo labrados en este mismo momento por hombres y mujeres «muertos», condenados a trabajar sin saberlo hasta que una muerte real les libere de su esclavitud.
Una fe ardiente
El psicólogo William Sargant ha formulado la relación existente entre el ritual del vudú y las técnicas del lavado de cerebro. El lavado de cerebro consiste en someter a los prisioneros a un prolongado e intenso stress, a un agotamiento físico y psíquico y a un bombardeo ideológico. Las víctimas pueden resistirse enérgicamente ante las creencias que se les pretende imponer, pero, invariablemente, llega un punto en que se derrumban. Cuando se recuperan, adoptan con entusiasmo las doctrinas de sus captores, por quienes pasan a sentir, a menudo, devoción y amor.
Sargant decía que las espectaculares conversiones de la gente que escucha a predicadores cristianos tremendistas se deben al stress del terror religioso y a la exaltación, combinadas con la fatiga. Y en el ritual vudú las cantilenas, los tambores rítmicos, el agotamiento y el miedo a siniestros dioses podrían tener también como consecuencia un cambio de personalidad, cuando los participantes son «poseídos» e imitan hábilmente la conducta de algún dios. Por lo menos un antropólogo extranjero, atrapado en la frenética danza, experimentó un «renacimiento espiritual», al que siguió un sentimiento de «admiración por los principios y la práctica» del vudú. Estos poderosos procesos de sugestión pueden explicar la intensidad con que los haitianos creen en las deidades vudú, en los poderes de los hechiceros... y en los zombies.
No hay comentarios:
Publicar un comentario