Un coleccionista de Nueva Jersey compró en 1995, un lote de cilindros de cera (precursores de los discos de vinilo) de más de un siglo de antigüedad, pensando que se trataría de música. Cuando se dispuso a escucharlos se llevó una sorpresa. Una voz, carente de arrepentimiento, que narraba una historia terrible, nada menos que el asesinato de 29 personas (aunque según las investigaciones pudieron llegar a 200). En aquellos cilindros estaba la confesión del primer asesino en serie de la historia.
Herman Webster Mudgett nació en Gilmanton (New Hampshire) en 1860. Hijo mediano de un severo jefe de correos y una madre profundamente marcada por el catolicismo, desde niño mostró gran curiosidad por la ciencia y los artilugios mecánicos (que desmontaba y volvía a montar) y este aspecto marcaría de manera muy profunda su forma de actuar como asesino.
Aunque resulte irónico, uno de los peores asesinos en serie, comenzó su carrera ingresando en la facultad de medicina el 21 de septiembre de 1882. Durante su primer año en la facultad, se dio cuenta de que si quería conseguir el título de médico tendría que pagarse clases extra y no disponía del dinero, pero sabía que la facultad pagaba bien los cadáveres.
El conserje, que era también el encargado de la adquisición y conservación de los cuerpos, tenía fama de no hacer preguntas así que Herman pudo pagarse sus clases abriendo tumbas. Cuando consiguió el título de medicina (tuvieron que votar 2 veces para dárselo por sus malas notas) abandonó a su novia (que le había pagado el ingreso), ejerció poco menos de un año como médico y después se marchó a Chicago a buscar fortuna.
Tramó entonces un plan para estafar a la compañía aseguradora y embolsarse una buena suma de dinero, con apenas unas complicaciones. Su plan consistía en hacer beneficiaria a su nueva esposa (Myrta Belknap), de su seguro de vida y después fingir su propia muerte, sustituyendo su cadáver por uno parecido (robado del depósito) pero la larga espera en busca de un cuerpo adecuado le llevaron a plantearse la posibilidad de matar.
Tras largas semanas de espera, Herman llamó a su mejor amigo (que para su desgracia compartía un cierto parecido) y le envenenó. Tras algunos pequeños inconvenientes, cobró el seguro, abandonó a su esposa y, bajo el nombre de H. H. Holmes, comenzó a construir lo que él llamaría “El Castillo”.
El Castillo era un hotel de 3 plantas, con torreones y la peculiaridad de que poseía iluminación de gas, que también podía ser bombeado para adormecer a sus víctimas y fue construido por módulos, cada uno por un constructor distinto (los despedía o no les pagaba) de modo que nadie tuviera una idea general de su configuración.
También poseía pasadizos secretos y trampillas para poder mover los cuerpos sin ser detectado. Holmes, aprovechando el tirón de la Exposición Mundial de Chicago (1883) atrajo a su hotel a hombres de negocios, a los que torturaba para conseguir cheques por grandes sumas de dinero y posteriormente mataba para vender sus cadáveres o incluso sus esqueletos (que limpiaba sumergiendo en un recipiente con cloro), muy apreciados en las escuelas de medicina). No contento con esto, y tras descubrir que podía hacer lo que quería de sus víctimas antes de matarlas, subió un nuevo escalón, abusar sexualmente de ellas.
Creó la primera oficina de empleo para mujeres, aunque como está claro, no era por apoyar su integración en el mundo laboral, sino más bien para proveerse el suministro de víctimas. Pero por fortuna, tantas desapariciones relacionadas con el hotel y las sospechas de que cometía fraudes bancarios acabaron por atraer a la policía, así que Holmes incendió la planta superior del castillo, cobró el seguro y huyó de la ciudad. Cuando las autoridades registraron el lugar tras el incendio, encontraron en el sótano (dentro de un horno crematorio) los restos de casi 30 personas.
Un año más tarde (1894) Marion Hedgepeth pone en aviso a la compañía de seguros Fidelity Mutual Life Association de una posible estafa en relación a la muerte de Benjamin Pitezel en una explosión “accidental”. La compañía envía un detective a investigar al beneficiario de la póliza del seguro de vida de Pitezel (que murió en circunstancias demasiado extrañas). H. M. Howard es el encargado de indagar, y descubre, con sorpresa y horror, algo más que irregularidades.
En su último intento de estafa al seguro (esta vez pretendía matar a una familia completa), Holmes, ahora bajo el nombre de H. M. Howard, prendió fuego a Benjamin Pitezel (cómplice y víctima) y después se llevó a sus dos hijos, a los que dejó escribir varias cartas a su familia antes de matarlos, pero esas cartas nunca salieron de su casa.
Cuando dieron con él, semanas después, y registraron su apartamento, encontraron las cartas y la dirección del remitente llevó a la policía hasta su anterior vivienda, casa en cuyo jardín había enterrado a los niños. Así, por un descuido del asesino y atando cabos, el investigador de una compañía de seguros consiguió poner a la policía en la pista de uno de los peores asesinos en serie de la historia.
A modo de curiosidad cabría destacar que, durante su carrera criminal, Herman Webster Mudgett (alias Holmes, alias Howard) pasó 2 meses en un manicomio por intento de suicidio y varios meses en la cárcel por delitos de estafa menores. Fue condenado a muerte en Mayo de 1896, a la edad de 35 años, dejando tras de sí un legado de muerte y horror que esperemos, nadie pretenda superar.
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