El escritor y periodista Lafcadio Hearn fue un inquieto trotamundos. De madre griega y padre irlandés, nació en una de las Islas Jónicas y vivió en Dublín, Gales, Francia, Nueva York, Cincinnati, Nueva Orleans y Martinica, antes de encontrar un hogar en Japón, país del cual acabaría nacionalizándose. Se apasionó por la cultura, las costumbres y las creencias de cada uno de los lugares por los que pasó, y sobre muchos de ellos escribió artículos o volúmenes enteros en los que reflejó la vida cotidiana de sus habitantes con espíritu de antropólogo y alma de literato.
Entre los artículos que dedicó a Nueva Orleans, al menos un par versan exclusivamente acerca de la oscura magia vudú. Tras observar que, en la época (finales del XIX) y el lugar en que escribe, el vudú ha dejado de ser una religión para convertirse en una serie de prácticas mágicas, recoge las más difundidas y aceptadas por los vecinos de la ciudad, incluyendo los hechizos más temidos.
Terroríficos resultan los encantamientos que el escritor greco-irlandés agrupa bajo la etiqueta “magia de almohada” y que consisten en causar enfermedades o incluso la muerte de la víctima poniendo ciertos objetos en su almohada sin que se dé cuenta, sobre todo si es de plumas. Era creencia extendida en Nueva Orleans que si introduces en la almohada de alguien trozos del ala de un gallo sacrificado u objetos como huesos, pelo, cuerdas trapos, etc., este se pondrá enfermo. Sí la almohada pertenece a un niño y lo que se mete en ella son granos de maíz, el niño no crecerá más. Si pertenece a un adulto, mediante una serie de conjuros secretos, un pájaro monstruoso se formará a partir de las plumas de la almohada, creciendo poco a poco cada noche hasta que se desarrolle por completo. Entonces la persona muere, tal y como sucede en el relato “El almohadón de plumas”, del uruguayo Horacio Quiroga.
Pero las posibles víctimas no han de temer nada si adoptan las medidas adecuadas a tiempo. Para anular estos hechizos, basta con poner unas tijeras abiertas bajo la almohada momentos antes de ir a dormir, o mirar en su interior cada pocos días y, si se encuentra algo sospechoso, espolvorearlo con sal y quemarlo.
Otra categoría importante de conjuros estaría formada por los llevados a cabo en las cercanías de la casa de la víctima, generalmente arrojando objetos o sustancias ante su entrada. Una forma de hacerlo sería trazar una línea de aceite frente a la puerta de entrada. Si el dueño de la casa la cruza cae bajo la maldición del vudú. Una variante consiste en esparcir trocitos de hojas secas o simplemente suciedad. Otra, en dejar allí una tinaja llena de aceite con ciertos objetos flotando y una vela encendida. Una vez más, echar sal sobre los objetos empleados en el encantamiento supone una forma de anularlos, aunque no hace falta si tienes una o dos gallinas de una raza especial con plumas rizadas, porque, según la creencia popular, se comen las maldiciones.
Desde el punto de vista de la víctima, está claro que, más allá de que estos conjuros puedan o no tener algún tipo de efecto mágico real, suponen una agresión desagradable. En gran parte porque son anónimos: el afectado encuentra el objeto mágico destinado a hacerle daño, pero no sabe quién se lo ha dejado. La amenaza vudú no tiene rostro. Por eso y por el carácter casual de muchos de los objetos empleados habitualmente, los creyentes en esta forma de vudú pueden caer en la paranoia. Lafcadio Hearn cuenta casos de vecinos suyos convencidos, sin tener la menor prueba que apoyase tal idea, de ser las víctimas de poderosos brujos que conspiraban contra ellos.
La vida en Nueva Orleans a finales del XIX transcurría en un ambiente mágico en el que cualquier elemento cotidiano (desde el vuelo de una mosca a la molestia persistente en un oído) adquiría un significado que iba más allá de lo visible a primera vista. Desde entonces han transcurrido más de cien años y la ciudad ha sufrido vicisitudes diversas, incluyendo desastres casi bíblicos. ¿Siguen vivas allí las prácticas del vudú más allá de los espectáculos de carácter turístico? Si alguna vez visita la hermosa Nueva Orleans, cuando por la noche regrese a su habitación de hotel no olvide echar un vistazo al interior de la almohada. Por si acaso.
Entre los artículos que dedicó a Nueva Orleans, al menos un par versan exclusivamente acerca de la oscura magia vudú. Tras observar que, en la época (finales del XIX) y el lugar en que escribe, el vudú ha dejado de ser una religión para convertirse en una serie de prácticas mágicas, recoge las más difundidas y aceptadas por los vecinos de la ciudad, incluyendo los hechizos más temidos.
Terroríficos resultan los encantamientos que el escritor greco-irlandés agrupa bajo la etiqueta “magia de almohada” y que consisten en causar enfermedades o incluso la muerte de la víctima poniendo ciertos objetos en su almohada sin que se dé cuenta, sobre todo si es de plumas. Era creencia extendida en Nueva Orleans que si introduces en la almohada de alguien trozos del ala de un gallo sacrificado u objetos como huesos, pelo, cuerdas trapos, etc., este se pondrá enfermo. Sí la almohada pertenece a un niño y lo que se mete en ella son granos de maíz, el niño no crecerá más. Si pertenece a un adulto, mediante una serie de conjuros secretos, un pájaro monstruoso se formará a partir de las plumas de la almohada, creciendo poco a poco cada noche hasta que se desarrolle por completo. Entonces la persona muere, tal y como sucede en el relato “El almohadón de plumas”, del uruguayo Horacio Quiroga.
Pero las posibles víctimas no han de temer nada si adoptan las medidas adecuadas a tiempo. Para anular estos hechizos, basta con poner unas tijeras abiertas bajo la almohada momentos antes de ir a dormir, o mirar en su interior cada pocos días y, si se encuentra algo sospechoso, espolvorearlo con sal y quemarlo.
Otra categoría importante de conjuros estaría formada por los llevados a cabo en las cercanías de la casa de la víctima, generalmente arrojando objetos o sustancias ante su entrada. Una forma de hacerlo sería trazar una línea de aceite frente a la puerta de entrada. Si el dueño de la casa la cruza cae bajo la maldición del vudú. Una variante consiste en esparcir trocitos de hojas secas o simplemente suciedad. Otra, en dejar allí una tinaja llena de aceite con ciertos objetos flotando y una vela encendida. Una vez más, echar sal sobre los objetos empleados en el encantamiento supone una forma de anularlos, aunque no hace falta si tienes una o dos gallinas de una raza especial con plumas rizadas, porque, según la creencia popular, se comen las maldiciones.
Desde el punto de vista de la víctima, está claro que, más allá de que estos conjuros puedan o no tener algún tipo de efecto mágico real, suponen una agresión desagradable. En gran parte porque son anónimos: el afectado encuentra el objeto mágico destinado a hacerle daño, pero no sabe quién se lo ha dejado. La amenaza vudú no tiene rostro. Por eso y por el carácter casual de muchos de los objetos empleados habitualmente, los creyentes en esta forma de vudú pueden caer en la paranoia. Lafcadio Hearn cuenta casos de vecinos suyos convencidos, sin tener la menor prueba que apoyase tal idea, de ser las víctimas de poderosos brujos que conspiraban contra ellos.
La vida en Nueva Orleans a finales del XIX transcurría en un ambiente mágico en el que cualquier elemento cotidiano (desde el vuelo de una mosca a la molestia persistente en un oído) adquiría un significado que iba más allá de lo visible a primera vista. Desde entonces han transcurrido más de cien años y la ciudad ha sufrido vicisitudes diversas, incluyendo desastres casi bíblicos. ¿Siguen vivas allí las prácticas del vudú más allá de los espectáculos de carácter turístico? Si alguna vez visita la hermosa Nueva Orleans, cuando por la noche regrese a su habitación de hotel no olvide echar un vistazo al interior de la almohada. Por si acaso.
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