El día 5 de mayo de 1821 moría, tras una larga y penosa enfermedad, Napoleón Bonaparte, antiguo emperador de los franceses y uno de los estrategas más grandes de todos los tiempos.
El fallecimiento tuvo lugar en Santa Elena, una isla perdida en el Atlántico Sur, donde llevaba más de cinco años desterrado. Tan sólo le acompañaban un grupo de supuestos fieles que le habían seguido en su desgracia y los hombres de la guarnición inglesa que le hacían de carceleros.
Comenzó a enfermar nada más llegar a Santa Elena y nunca llegó a recuperarse, a pesar de que contaba con poco más de 46 años y de su condición, hasta entonces, robusta.
Su enfermedad se vio agravada por una fuerte depresión, el clima insano de la isla, su negativa a tomar medicamentos y la ineficacia de los diferentes médicos que le trataron, y que fueron incapaces de dar con la enfermedad que le aquejaba.
Napoleón estaba seguro de estar siendo envenenado, por lo que, viéndose morir, exigió a su médico personal que inmediatamente después de su muerte realizará una meticulosa autopsia de su cadáver. El médico cumplió sus órdenes y, en su informe, anotaba que Bonaparte había fallecido a causa de un cáncer de estómago. La misma enfermedad que, años antes, había acabado con la vida del padre del Emperador.
Muchos debieron ser los que respiraron aliviados ante la noticia de su muerte: los monárquicos franceses, al frente de los cuales se encontraba el impopular Luis XVIII, siempre temeroso de un nuevo regreso del carismático emperador; los ingleses que se quitaban un problema de en medio y además se ahorraban los gastos de manutención y, por últimos, sus propios compañeros que por fin podrían volver a Francia, dejando atrás las terribles condiciones del destierro.
Pocos personajes han despertado tanto interés como él y sobre ninguno se ha escrito tanto. Con su muerte pareció que se cerraba uno de los capítulos más apasionantes de la historia de Europa. Sin embargo, el Emperador nunca aceptó una derrota sin pelear, y no iba a hacerlo ante la batalla más importante de su vida, por lo que, aunque necesito más de un siglo, por fin consiguió levantarse victorioso y señalar a su propio asesino.
El fallecimiento tuvo lugar en Santa Elena, una isla perdida en el Atlántico Sur, donde llevaba más de cinco años desterrado. Tan sólo le acompañaban un grupo de supuestos fieles que le habían seguido en su desgracia y los hombres de la guarnición inglesa que le hacían de carceleros.
Comenzó a enfermar nada más llegar a Santa Elena y nunca llegó a recuperarse, a pesar de que contaba con poco más de 46 años y de su condición, hasta entonces, robusta.
Su enfermedad se vio agravada por una fuerte depresión, el clima insano de la isla, su negativa a tomar medicamentos y la ineficacia de los diferentes médicos que le trataron, y que fueron incapaces de dar con la enfermedad que le aquejaba.
Napoleón estaba seguro de estar siendo envenenado, por lo que, viéndose morir, exigió a su médico personal que inmediatamente después de su muerte realizará una meticulosa autopsia de su cadáver. El médico cumplió sus órdenes y, en su informe, anotaba que Bonaparte había fallecido a causa de un cáncer de estómago. La misma enfermedad que, años antes, había acabado con la vida del padre del Emperador.
Muchos debieron ser los que respiraron aliviados ante la noticia de su muerte: los monárquicos franceses, al frente de los cuales se encontraba el impopular Luis XVIII, siempre temeroso de un nuevo regreso del carismático emperador; los ingleses que se quitaban un problema de en medio y además se ahorraban los gastos de manutención y, por últimos, sus propios compañeros que por fin podrían volver a Francia, dejando atrás las terribles condiciones del destierro.
Pocos personajes han despertado tanto interés como él y sobre ninguno se ha escrito tanto. Con su muerte pareció que se cerraba uno de los capítulos más apasionantes de la historia de Europa. Sin embargo, el Emperador nunca aceptó una derrota sin pelear, y no iba a hacerlo ante la batalla más importante de su vida, por lo que, aunque necesito más de un siglo, por fin consiguió levantarse victorioso y señalar a su propio asesino.
Se despiertan las sospechas
El odontólogo sueco Sten Forshufvud era, además de un experto en química y toxicología, un gran bonapartista. En 1955 estaba leyendo las memorias de Louis Marchand, el fiel ayuda de cámara de Napoleón que permaneció junto a él hasta su muerte. En ellas narraba, con todo detalle, los últimos años del emperador y el proceso de su enfermedad.
Forshufyud se quedó estupefacto ante la lectura. En los síntomas que había padecido Napoleón se reconocían claramente 28 de los 31 que definen el envenenamiento lento por arsénico.
Además, ya había otros puntos oscuros en su muerte: Napoleón estaba muy obeso, mientras que los enfermos de cáncer suelen estar extremadamente delgados. Además, cuando 19 años después de su muerte, su cadáver fue exhumado para trasladarlo a Francia, los testigos quedaron atónitos al comprobar que el cuerpo se mantenía en perfectas condiciones, mientras que sus ropas estaban completamente destruidas por las malas condiciones del enterramiento. Ambos hechos quedarían justificados por la presencia del arsénico en su organismo.
A partir de ahí, el odontólogo sueco decidió leer todo lo que se había publicado sobre los últimos años de Napoleón, que era mucho ya que todos sus compañeros de destierro habían escrito sus memorias narrando este período con todo lujo de detalles. Al finalizar las lecturas Forshufvud no tenía ninguna duda sobre la causa de la muerte de Napoleón Bonaparte: envenenamiento por arsénico. En ese momento, no pensó que hubiera forma de probarlo más haya de toda duda.
Pero poco después supo que se había desarrollado un nuevo procedimiento que permitía no solamente detectar el arsénico en un cuerpo, sino también la cantidad y el periodo en que se había ingerido. Todo ello gracias al análisis del cabello.
Las autoridades francesas no iban a permitir la exhumación del cadáver, por lo que necesitaba encontrar algún mechón de su cabello y nuevamente fue el fiel ayuda de cámara quien ofreció el último servicio a su señor. Todos los recuerdos personales de Marchand habían sido conservados intactos como parte del culto napoleónico de la familia, entre éstos se encontraba un sobre cerrado escrito de su puño y letra, donde se leía "Cabellos de Napoleón, 5 de Mayo de 1821". Su análisis confirmó todas las sospechas: el pelo contenía trece veces más arsénico de lo normal.
Pero, increíblemente, los resultados del análisis iban mucho más allá. Según todos los testigos, entre septiembre de 1820 y marzo de 1821, el Emperador había sufrido seis crisis graves en su enfermedad. La curva del arsénico mostraba que la sección de pelo que había nacido en esos periodos tenía 60 veces más veneno de lo normal. Es decir, el arsénico se le suministraba una vez al mes y en una dosis suficientemente elevada para ir deteriorando su organismo sin matarle.
Había que encontrar más muestras de cabello. Napoleón tenía por costumbre regalar un mechón, como recuerdo, cuando alguien a quien apreciaba abandonaba la isla. Cuando Forshufvud publicó sus estudios recibió muestras correspondientes a diferentes periodos de su cautiverio. Una vez probada su autenticidad, los resultados de los análisis volvieron a ser sorprendentes: el envenenamiento se había iniciado desde su misma llegada a Santa Elena y prolongado hasta su muerte.
Nadie podía ya negar que Napoleón había ingerido arsénico. Pero si se trataba de un crimen premeditado, un accidente o un error médico era otra historia.
Las posibles explicaciones a la presencia del arsénico
Se formularon diversas teorías que permitieran justificar la presencia del veneno en su cuerpo, pero evitando la palabra asesinado. De esta manera se dijo que el arsénico podía haber sido un componente de la crema que utilizaba para el cabello o del papel que recubría la paredes, y haberlo inhalado, o que podía estar en el agua. Pero de haber sido así, la cantidad de veneno habría sido siempre constante, lo que sabemos que no ocurrió, y todos los habitantes de la casa habrían enfermado.
Otra posibilidad, y ésta mucho más verosímil que las anteriores, era que se le hubiera suministrado el veneno con fines terapéuticos. En esa época, el arsénico era un remedio habitual contra la depresión, ya que en pequeñas dosis da un sentimiento de fuerza y vigor. Sabemos que Napoleón sufría una fuerte depresión desde su llegada a la isla, por lo que pudo ser tratado de ella con arsénico. Pero antes de aceptarla como posible, hay que tener en cuenta algunos otros hechos contrastados:
- No existe ninguna noticia de que se le tratara contra la depresión.
- El Emperador se negaba rotundamente a tomar cualquier medicamento, por lo que de haberlo ingerido, habría sido sin su conocimiento.
- Durante su tiempo en el destierro le atendieron cinco médicos diferentes (uno de ellos enviado por su propia madre), los cuales no llegaron ni a conocerse ni a dar el mismo diagnóstico nunca. Es cuanto menos extraño que fueran a coincidir en el tratamiento y la posología, y que ninguno lo registrara en las fichas médicas o lo comentara a posteriori.
- Tampoco ninguno de sus hombres de confianza hizo ninguna referencia a que se estuviera suministrando arsénico, o cualquier otro antidepresivo, a Bonaparte. Teniendo en cuenta que existían grandes rivalidades entre ellos, sería más que extraño que se hubieran puesto de acuerdo para hacer algo a sus espaldas.
En busca de un asesino
Una vez que parecía que sólo quedaba en pie la hipótesis del asesinato, restaba saber por quién, cómo y por qué Napoleón había sido asesinado. Para ello había que llevar la investigación como si de un crimen moderno se tratara, y así se hizo.
Había dos cosas que eran seguras: el envenenamiento se había producido durante los más de cinco años que había estado en la isla y el veneno se le tenía que haber suministrado disimulado en algún alimento que sólo tomara él (de lo contrario habrían enfermado todos los habitantes de la casa).
Esto indicaba claramente que el asesino había permanecido con él en Santa Elena todo el tiempo y que vivía en su misma casa, lo que le había permitido moverse libremente sin levantar sospechas y conocer sus costumbres.
Todos tomaban la misma comida, excepto un vino de Constanza que le enviaban en barriles y que era posteriormente embotellado en la isla. Este vino se reservaba para el emperador y venía bebiendo uno o dos vasos diarios.
Por tanto, había que descartar a los médicos, que ninguno estuvo, junto a él, demasiado tiempo y a sus carceleros que no residían en la misma casa.
Es decir, Napoleón Bonaparte fue traicionado por uno de los suyos, y sólo cinco cumplen todas las premisas: su ayuda de cámara, el fiel Luis Marchand, sus subordinados Abram Noverraz y Étienne Saint Denis, el mariscal Bertrand y, por último, el general Montholon.
Al estudiar uno a uno estos personajes nos encontramos con un patrón común: todos eran reconocidos bonapartistas, todos habían salido de la nada y alcanzado su posición gracias a Napoleón, todos le habían servido fielmente durante largos años en los buenos y en los malos momentos. Todos menos uno: Charles-Tristan de Montholon.
Charles-Tristan de Montholon.
Montholon, que era de origen aristocrático, amante del lujo y del juego y que no poseía ningún mérito militar, fue ascendido a general por Luis XVIII, mientras Napoleón se encontraba en su primer destierro en la isla de Elba. Pero, tras el regresó triunfal del Emperador, Montholon se puso incondicionalmente a sus ordenes.
Tras el desastre de Waterloo y el final del Imperio de los Cien Días, Montholon vuelve a sorprender a todos y se ofrece voluntario para acompañarle en su destierro en Santa Elena.
Poco a poco se fue ganando la voluntad del Emperador, hasta llegar a convertirse en su hombre de confianza (en su testamento le legó 1.500.000 de francos, más que a cualquier otro). Para ganarse su confianza no dudo en desprestigiar a sus compañeros con falsas acusaciones, lo que también ayudó mucho a enrarecer el ambiente.
De gran ayuda también fue la presencia en la isla de su joven y belleza esposa, Albine, que mantuvo un romance con Napoleón del que nació una hija. Aunque esta relación le fue muy beneficiosa y por supuesto, tuvo que conocerla, no se sabe si fue preparada por Montholon.
Además, tras la investigación que se ha seguido a su persona, se pudo averiguar que tenía vínculos muy estrechos con el Conde de Artois, hermano y sucesor de Luis XVIII (que reinaría con el nombre de Carlos X) y a quien muchos consideran el verdadero inductor del asesinato.
Por si esto fuera poco, Montholon era responsable de las bodegas, con lo que tenía acceso al vino con él que, es casi seguro, que Napoleón fue envenenado, vino que le servía él personalmente.
Las últimas horas de un mito
El 30 de abril de 1821, 5 días antes de su muerte, Napoleón se encontraba inconsciente y delirando. El gobernador inglés de Santa Elena, por primera vez, se da cuenta de la gravedad del prisionero, y le envía un grupo de médicos, que le dictaminan una fuerte oclusión intestinal, y consideran imprescindible el uso de purgantes. Le recetaron colomel y un emético para provocarle vómitos.
Antommarchi, el médico que le había enviado su familia, se opone al tratamiento, pero Montholon apoya a los británicos y se le administra una dosis entre cinco y diez veces superior a lo normal (dosis que para cualquier experto resultaría injustificable). Esta decisión fue fatal para Napoleón y providencial para su asesino.
Estaba demostrado que la mezcla de colomel con almendras amargas (contenidas en el arsénico) era mortal, incluso en una dosis normal. Además el emético, al hacerle vomitar, debilitó las paredes del estomago, haciéndole más vulnerable al veneno y eliminando sus restos del cuerpo.
Sólo nos queda saber si Montholon actuó solo, movido por los celos, o si por el contrario, fue la mano ejecutora de un complot organizado por franceses o ingleses. Tampoco sabemos si la administración del colomel fue una trágica casualidad o el punto final de un plan meticulosamente organizado.
Quizás no lo sepamos nunca o quizás sólo tengamos que esperar otro siglo.
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