La idea de profanar una tumba y el cadáver enterrado en ella suscita los más terribles presagios de mala suerte y muertes. Es algo que subyace en nuestra conciencia social y que nos empuja a buscar explicaciones irracionales en sucesos que difícilmente pueden entenderse. Aquel 26 de noviembre de 1922 se desató la maldición más terrible conocida por el mundo: la maldición de Tutankamon.
La leyenda lo ha acompañado durante más de 3.000 año, oculto entre las arenas del Valle de los Reyes; la maldición implacable persiguió durante años a quienes en su día se atrevieron a profanar su tumba, y su historia se convirtió en un relato que conjura romanticismo, intrigas, luchas, misterios y un rosario de víctimas relacionadas con el descubrimiento de la tumba de Tutankamon. Elementos suficientes todos ellos para haber creado el mayor mito del siglo XX.
Tutankamon vivió en una época convulsa, de tensiones sociales y políticas en Egipto. A las puertas de su reino estaban los hititas dispuestos a invadir el país, e internamente, el gobierno se resquebrajaba.
Amenofis III fue un faraón que había asegurado el país gracias a una política diplomática excelente, y consiguió llevar la prosperidad a todos sus territorios. Sin embargo, su hijo, Akenathon, un fanático adorador del círculo solar, decidió cerrar los templos de Tebas, donde se recogía toda la espiritualidad del pasado y presente de Egipto, y crear una nueva ciudad, Tell Al-Amarna, donde se erigiría la nueva capitalidad. Dividió así al país, y todas las altas esferas de su gobierno consideraron un ultraje su actuación.
En ese ambiente de tensiones sociales creció el joven Tut, de quien su pasado está lleno de oscuros nubarrones, pues no se conoce de él ni su pasado ni el origen de su sangre. En el año 1.333 a.C. Tut llegó a ser rey, pero ante su juventud (se estima que reinó con tan sólo 8 años), fueron Ay, su asesor, y Horemheb, su general, quienes lo dirigían y tomaban las decisiones por él. A su mayoría de edad, con apenas 18 años, Tutankamon murió en circunstancias desconocida. Ay le sucedería en el trono imperial, y a su muerte, sería Horemheb quien reinaría. ¿Intrigas palaciegas, quizás?
Nunca se sabrá, pero lo que sí es cierto es que Tutankamon no pasó de ser un faraón de segunda fila sin apenas importancia en la Historia de Egipto, como lo demuestra su tumba, mucho menor a las de Seti I o a la tumba de Ramsés II.
Siendo así, ¿dónde estriba la grandeza de este faraón? ¿Por qué se ha convertido entonces en el faraón más conocido en el mundo entero?
Su caótico reinado; su misteriosa muerte; los más de 3.000 años que su tumba permaneció perdida y olvidada en el desierto; y su descubrimiento comenzaron a formar parte de una leyenda popular propia de novelas, en una época en la que Egipto aún estaba bajo el protectorado de Inglaterra, y en que todo lo relacionado con el mundo de la egiptología era noticia y pasión de muchos capitales ingleses. Lo que un principio se había convertido en un orgullo para el país, acabó convirtiéndose en una necesidad de misterio y romanticismo que se vio refrendada por las muertes que poco a poco comenzaron a suceder desde aquel mes de noviembre de 1922.
Aquel 26 de noviembre, a las puertas de la tumba se encontraron Howard Carter, su descubridor, Lord Carnarvon, su mecenas, lady Evelyn Herbert, hija de Carnarvon, Arthur Callender, su ayudante, y hasta 20 personas más, entre ayudantes, científicos y altas personalidades.
Cuando, tras quitar el sello, Carter asomó la cabeza, a su espalda, Lord Carnarvon le preguntó lo que veía...
“Cosas maravillosas“, dijo Howard Carter, respondiendo a la pregunta de Lord Carnarvon por lo que veía en su interior. Y acto seguido acabó por romper el sello de la entrada y deslizándose cámara adentro buscó aquel fabuloso tesoro escondido entre las arenas y las piedras del Valle de los Reyes durante más de 3.000 años.
Nada más entrar pudo observar que la tumba ya había sido profanada anteriormente; sin embargo, extrañamente, los ladrones nada parecían haberse llevado. Tras aquella segunda puerta la luz de sus antorchas iluminaron el mayor tesoro que ningún arqueólogo pudiera imaginar antes: figuras de animales, estatuas, joyas, oro. El silencio se hizo aún más sepulcral; todos los invitados a la apertura quedaron absortos ante semejante belleza. Carter se dio cuenta inmediatamente de que había cambiado la Historia para siempre, que su descubrimiento había sido el más importante de toda la historia de la Egiptología hasta ese momento, y probablemente en muchos años más. Y aún les faltaba por visitar la cámara mortuoria.
La tumba tenía cuatro cámaras; en la tercera de ellas estaba la Sala del Tesoro en la que una colosal estatua de Anubis guardaba y protegía el cofre donde se guardaban los órganos de Tutankamon. La última era la cámara mortuoria, y al fin, Carter pudo constatar que los sellos estaban intactos. Las consecuencias fueron inmediatas: la momia aún estaba dentro, y, desde ese momento, los ojos del mundo se volvieron hacia aquella expedición a la que se seguía con una mezcla de expectación, emoción pero también temor.
Las primeras muertes no tardaron en llegar. Apenas siete semanas después de haber abierto la cámara mortuoria, lord Carnarvon, el mecenas de la expedición y mejor amigo de Howard Carter, murió por una neumonía. O al menos eso es lo que figura en su certificado de defunción, pues algunos científicos aseguran que fue por una septicemia, producto de una infección en una herida que se hizo y que desembocó en aquella neumonía fatal el 5 de abril de 1923.
En un país como Egipto, tan espiritual, donde el hogar eterno es el lugar donde moran los ka o almas de los muertos, aquello fue la primera señal de que una maldición se había lanzado sobre aquel descubrimiento. Máxime cuando, supuestamente, cuentan que aquel mismo día de abril de 1923, las luces de todo El Cairo se apagaron, y el fiel perro de Lord Carnarvon, a miles de kilómetros de distancia, en su Inglaterra natal, cayera muerto en aquel mismo instante en que su amo había muerto.
Sin embargo, aquella muerte no había sido la primera. Durante meses Howard Carter había estado excavando toda aquella zona en busca de una misteriosa tumba y de un desconocido faraón que podría estar enterrado por allí. Ansiaba encontrar a Tutankamon, pero hasta entonces la búsqueda había sido en vano. Dicen que cierto día Carter se presentó con un canario, y que cuando le preguntaron, aclaró que era para que le trajera suerte. A los pocos días de estar el canario en el campamento, sus ayudantes lo avisaron de que habían desenterrado lo que parecían unos escalones que bajaban a algún sitio. La habían encontrado. A fin de cuentas, parecía que aquel pájaro sí les había traído suerte. Pues bien, el mismo día en que Carter abrió la cámara mortuoria, una cobra, considerada el animal sagrado asociado a los faraones, atacó al canario y lo mató. Los trabajadores egipcios empezaron a murmurar que era el espíritu de Tutankamon encarnado en aquel animal.
Seis meses después de la muerte de Lord Carnarvon, falleció su hermano Aubrey tras ser operado, aparentemente sin importancia. Arthur Mace, el ayudante personal de Carter murió al poco de una pleuresía. En 1926 lo hizo el egiptólogo francés que había asistido a la apertura, Georges Bendi, al caerse en las escaleras visitando la tumba. Otro de los visitantes diplomático, un príncipe egipcio, murió tiroteado. Un compañero del francés, el egiptólogo egipcio James Breasted lo hizo de una infección; George J. Gould, norteamericano, se resfrió en la tumba y murió poco después. Richard Bethel, secretario personal de Carter, lo encontraron muerto de un infarto, y poco después, fue su padre, el que se suicidó tirándose por una ventana, y así hasta una veintena de extrañas muertes.
¿La maldición? ¿pura casualidad? ha habido tumbas en las que se han encontrado tablillas grabadas con una maldición, costumbre que tenían desde que estas tumbas eran saqueadas, como medio para ahuyentar a los ladrones. Sin embargo, Howard Carter siempre mantuvo que nunca encontraron una tablilla así.
Ha habido científicos que adujeron que todo se debió a la inhalación de gases, pero siempre se suelen tomar las medidas necesarias sabiendo que una tumba cerrada durante tantos años expulsa al exterior en su momento de la apertura infinidad de bacterias. Generalmente, suelen dejar la tumba abierta dos días, para que se airee, antes de entrar.
De todos modos, lo cierto es que no hay nada lógico que induzca a pensar que hay una maldición y el mejor ejemplo de ellos es Carter, el más implicado, a quien no ocurrió nada. Pero como decíamos en nuestro primer artículo sobre la maldición de Tutankamon, subyace en la mentalidad social que a quienes profanan una tumba, siempre debe sucederles algo.