Antes de convertirse en el espectro en pena conocido bajo el nombre de Maricuchilla, María era ya una joven misteriosa y bella como la Luna. Todos los jóvenes de Oviedo deseaban su compañía, pero ella se mostraba siempre fría y desdeñosa, y los rechazaba con una actitud que en muchas ocasiones llegaba a la crueldad. En el fondo de su corazón, María se regocijaba con malsano placer al observar el sufrimiento de sus pretendientes.
Un día llegó a la ciudad un ermitaño, famélico y desaliñado, que se instaló en una cabaña de las afueras. Se trataba de un hombre santo que pasaba sus días rezando al Señor y vivía de las limosnas que los buenos samaritanos depositaban en su sombrero los domingos por la mañana, cuando todo el mundo acudía a la catedral.
En una de estas ocasiones, sucedió que María se fijó en él y le pareció que debajo de aquella barba desgreñada y aquellos andrajos se escondía un hombre apuesto. Durante los días siguientes, dio muchas vueltas a esta idea, y soñó largamente con la que según ella debía de ser la auténtica apariencia del ermitaño, de tal manera que al final acabó por enamorarse de él.
Decidida a que fuese suyo, María acudió a su cabaña e intentó seducirlo. Al principio, el ermitaño la rechazó con una sonrisa benevolente, pero después se limitó a ignorarla y continuar rezando. En jornadas sucesivas María lo volvió a intentar, sin obtener nada, a pesar de que había puesto en práctica todas las artimañas que conocía (y otras que ella misma había discurrido).
Por primera vez, la altiva María probaba las hieles del desamor, para descubrir tan solo que no soportaba que la desdeñasen.
En aquel momento podía haberse dado por vencida, pero, en lugar de eso, prefirió hacer algo que lamentaría por toda la eternidad: solicitó la ayuda de una bruja cuya habilidad para conseguir cosas mediante la magia había hecho famosa en toda la comarca.
En el lóbrego sótano de su casa, delante de María, la bruja invocó al Diablo, quien se presentó sin demora y prometió a la joven que intervendría para hacer que el ermitaño cayese rendido a sus pies. Por supuesto, ella tendría que pagar un precio a cambio. Debía coger la cuchilla que en aquel momento le tendía y con ella sacrificar a un niño de su propia familia en una gruta cercana a la choza del ermitaño. María dudó, pero algo maligno la llamaba desde el interior de aquella hoja de metal. Como en un sueño, vio su mano alargarse y cogerla.
A la noche siguiente sacó a su hermano pequeño de la cuna, lo apretó entre sus brazos y salió sigilosamente de casa. Bajo la luz de la Luna, cruzó la ciudad hasta llegar a las afueras, en donde no tardó en encontrar la cueva que el Diablo le había indicado. Con la mano derecha sujetó al bebe por las piernas, mientras con la izquierda extraía la cuchilla del bolsillo de su falda. La fría hoja de metal saludó con júbilo a la Luna.
Cuando su hermano dejó de moverse, María recobró la razón. Miró entonces con horror su frío cuerpecillo y la sangre que manchaba las rocas de la cueva, en una cantidad tal que parecía inverosímil, y comprendió la magnitud del crimen que acababa de cometer. Desesperada, corrió a buscar la ayuda del ermitaño, quien comenzó a rezar con devoción preguntándole al Señor cuál era su voluntad. Por fin éste le contestó: María quedaba condenada a permanecer en aquella cueva, limpiando la sangre de las piedras con su cuchilla, durante el resto de sus días mortales y aún después, hasta que consiguiese limpiarla por completo.
Pero tanta es la sangre y tan profundamente ha calado en las rocas, que es imposible que María complete nunca su tarea. De hecho, algunos dicen que todavía hoy, en determinadas fechas se la puede ver arrodillada, con el rostro desfigurado por la desesperación y la ropa convertida en jirones; apenas una sombra llorosa que raspa las piedras de la gruta con su brillante cuchilla.
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