En los cruces de caminos, aseguran algunos estadounidenses, el Demonio instala su mercadillo de destrezas musicales, y por el módico precio de un alma (tu alma) te enseña a hacer llorar a tu guitarra hasta que sangre fuego.
Si deseas dominar un instrumento, espera a que se haga de noche y busca un polvoriento cruce de caminos. El hombre vestido de negro acudirá sin demasiada demora. Tú solo entrégale tu guitarra (o tu banjo, o tu violín, eso da igual, pues el Diablo adora toda la música excepto la que sale por las puertas de las iglesias). Cuando te la devuelva, tus manos se moverán por el mástil con la misma agilidad que una araña en su tela.
Robert Johnson hizo el truque, cuentan, y se convirtió en el músico de blues más grande de su tiempo; aunque el pacto sólo duró seis años, tras los cuales el Diablo, acreedor inflexible, vino a reclamar su deuda.
Robert Leroy Johnson nació el 8 de mayo de 1911 en una pequeña localidad situada en el Delta del Mississipi. Nunca llegó a conocer a su padre, un aparcero llamado Noah Jonhnson del cual su madre, Julie Ann Majors, no le habló hasta que cumplió 7 años. En cambió, en ese tiempo tuvo dos padrastros distintos. Siguiendo al primero, Charles Dodds, se mudarían a Memphis. Con el segundo regresarían a Robinsonville.
El joven Robert abandonó pronto sus estudios para ayudar a su madre y a sus hermanos en las labores del campo y en el duro trabajo de las plantaciones, aunque sus principales intereses se decantaban ya hacia la música. A los nueve años empezó a jugar con la armónica y la guitarra, convirtiéndose en el discípulo preferido de dos héroes locales del blues: Willie Brown y Son House, quienes pronto se dieron cuenta de que aquel muchacho podía llegar a ser bueno, a pesar de que todavía le faltaba mucho camino por recorrer.
En 1931 abandonó Robinsonville de forma inesperada y un tanto misteriosa. Cuando regresó, apenas un año después, cantaba y tocaba la guitarra con un estilo único, deslumbrante e innovador. “Ha vendido su alma al Diablo para tocar así”, cuentan que exclamó su antiguo mentor House al escucharle, haciendo involuntariamente una pequeña aportación a la luciferina leyenda del músico.
En realidad, Robert había estado en una localidad cercana, perfeccionando su técnica junto a otro bluesman reputado de la zona, Tommy Johnson; pero en seguida se difundió el rumor de que había vendido el alma al Diablo a cambio de su recién adquirida habilidad.
Nunca intentó desmentir la leyenda, y esta se vio acrecentada por las referencias al Maligno presentes en algunas de sus letras, especialmente en “Me and the Devil Blues” y “Hellhound On My Trail”. Aunque a nivel popular estas canciones (y “Crossroad Blues”) se suelen interpretar de una forma literal, casi como piezas de una historia, tratan más bien acerca de la angustia de sentirse perseguido por el infortunio y del mal que habita en todo ser humano.
Robert Johnson expresaba sus angustias y preocupaciones a través de la música. Su infancia había sido dura; a los 19 años había muerto su primera mujer mientras daba a luz, llevándose a su hijo con ella; y, años después, según creen los críticos, la impotencia lo persiguió como un hechizo maligno, algo que puede rastrearse en sus letras.
Tampoco tuvo demasiado tiempo para disfrutar de su talento. El 16 de agosto de 1938, “el poeta del blues”, “el Rimbaud del Delta”, como lo llamó el historiador Gilbert Chase, moría en circunstancias poco claras, al parecer envenenado por un marido celoso.
Unos años antes, en 1936 y en 1937, había participado en sendas grabaciones, gracias a las cuales quedaron para la posteridad un buen puñado de temas que lo convertirían en músico influyente aun décadas después de su muerte.
Eric Clapton, por ejemplo, grabó en 2004 un disco completo versionando sus canciones, aunque el resultado no fue bien recibido por la crítica. Faltaba magia.
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