La legendaria ciudad de El Dorado ha sido buscada por aventureros durante más de cuatro siglos en las selvas y montañas de América del Sur.
Nunca ha sido hallada, pues no existió, pero la imagen de un sitio de incalculables riquezas no ha perdido su poder de seducción.
Muchas expediciones españolas en la época de la conquista, se perdieron en las selvas, murieron a causa de extrañas enfermedades, picaduras de víboras y hambre, pero esto no detuvo a los obstinados adelantados, que buscaban su gloria personal y por sobre todo la riqueza material del oro.
Desde su descubrimiento, el oro ha obsesionado al mundo. Ello se debe en parte a su escasez: el oro extraído hasta la fecha en las minas del globo entero sólo alcanza las 100.000 t. Es también uno de los metales más constantes, pues no se corroe ni deslustra, lo que lo ha vuelto regalo de reyes, medida básica y símbolo de riqueza. Esta asociación con riquezas superiores a lo imaginable le dio un lugar en la realidad y la ficción, aunque también una categoría mítica. La más sugestiva leyenda sobre el oro -la de El Dorado, ciudad fabulosamente rica, donde incluso las ollas eran de oro- atrajo hacia América del Sur a generaciones de aventureros; todos quedaron desilusionados, como corresponde a la persecución de un mito. Como la mayoría de los mitos, el de El Dorado tiene parte de verdad, y su origen puede precisarse con bastante exactitud. En 1493, cuando Cristóbal Colón volvió de su viaje de descubrimiento relatando que había visto cantidades ilimitadas de oro, desató en Europa la fiebre de este metal precioso. Cincuenta años después, las cuantiosas posesiones de oro azteca, en México, e inca, en Perú, ya habían sido saqueadas por los conquistadores. Nadie en Europa que hubiese visto descargar barcos repletos de artefactos de oro, lingotes (muchos objetos eran fundidos para su transporte) y piedras preciosas dudaba de que el Nuevo Mundo fuera una magnífica fuente de riquezas. Se multiplicaron así los relatos sobre la suerte de los conquistadores. En 1530, por ejemplo, Francisco Pizarro exigió como rescate del emperador inca Atahualpa una habitación llena de oro y dos de plata, demanda que fue plenamente satisfecha.
En 1539, los españoles irrumpieron en territorio de los chibchas entablaron una interesada amistad y fundaron la ciudad de Bogotá.
Conocieron allí la ceremonia tradicional celebrada a orillas del lago Guatavita, al noreste, en homenaje al nuevo rey chibcha.
Se decía que aún vivían personas que habían presenciado la última de tales ceremonias en honor de un rey.
La ceremonia tenía lugar al amanecer, a fin de que el rey y su séquito saludasen al dios Sol. En un momento dado el rey, desnudo, era cubierto con polvo de oro para ser literalmente convertido en un hombre dorado, en "el dorado". Se le trasladaba entonces a una balsa de junco mientras sus súbditos ponían oro y esmeraldas a sus pies para que los ofreciese al dios Sol. Cuatro caudillos desnudos que llevaban sólo coronas, pulseras y joyas de oro se le unían en la balsa, portando cada uno de ellos una ofrenda. Cuando la barca llegaba a la mitad del lago, se izaba un estandarte en señal de silencio e inmediatamente después el rey y sus caudillos arrojaban sus ofrendas a las aguas.
La idea de tantos tesoros al alcance de la mano cautivó la imaginación española. En 1545, un intento por dragar el lago Guatavita no ofreció resultados, pero, obstinado, hacia 1580 un comerciante de Bogotá, Antonio de Sepúlveda, reincidió. Con el trabajo de 8.000 indios abrió una enorme brecha en la orilla, visible aún hoy. Un gran derrame bajó el nivel del lago unos 18 m, pero sus márgenes se derrumbaron y muchos trabajadores murieron. Mas Sepúlveda tuvo algún éxito, y al rey de España le fueron presentados un pectoral y un bastón de oro, así como una esmeralda del tamaño de un huevo, hallados en el lago.
Las cosas cambiaron un siglo después. Embellecido el relato, El Dorado dejó de representar a un personaje para convertirse en un sitio. Su emplazamiento también fue modificado: se le trasladó primero al bajo Orinoco y luego al Amazonas, a 2.400 km del lago Guatavita. Fue la leyenda lo que impulsó a los ingleses Walter Raleigh y Percy Fawcett, a los españoles Gonzalo Jiménez de Quesada y Sebastián de Belalcázar y al alemán Nicolaus Federmann a intentar la localización de la ciudad dorada.
El estudiante de leyes Gonzalo Jiménes Quesada fue tentado por la leyenda de El Dorado, tras presenciar en 1534, la descarga de lingotes de oro y plata que los españoles robaban a los Incas.
Emprendió así la búsqueda de esta ciudad por el resto de su vida. La actividad en el lago Guatavita, en buena medida infructuosa, se reanudó a partir de 1799, cuando un grupo de científicos dirigidos por el prusiano Alexander von Humboldt pasó 18 meses siguiendo el curso del río Orinoco, una de cuyas secciones corre por la frontera de Colombia y Venezuela, en lo profundo del territorio origen del mito. Informes sobre la existencia del lago suscitaron una nueva oleada de aventureros.
Cuando, en 1807, Humboldt retornó al lago y declaró públicamente que calculaba que en el fondo reposaban unos 500.000 objetos de oro, la búsqueda cobró renovado impulso.
El Inglés Percy Fawcett, mientras trabajaba en la definición de la frontera Brasil-Bolivia, supo en 1906 del mito de El Dorado. Volvió a la zona en los años 20 en busca de la ciudad, se interno en la selva con una pequeña expedición, pero desapareció en 1925. Todo indica que la mayor parte del oro y las joyas depositados en el lago Guatavita en las ceremonias del "hombre dorado" fue a dar al tesoro español en el siglo XVI. El último intento por drenar el lago, en 1912, dio como resultado unos cuantos ornamentos cuyo valor no compensó, con mucho, los costos de ingeniería. Por lo demás, quienes buscaron la ciudad de El Dorado estaban condenados al fracaso, pues a pesar de los volúmenes dedicados a describirla, la áurea ciudad no existió jamás.
Nunca ha sido hallada, pues no existió, pero la imagen de un sitio de incalculables riquezas no ha perdido su poder de seducción.
Muchas expediciones españolas en la época de la conquista, se perdieron en las selvas, murieron a causa de extrañas enfermedades, picaduras de víboras y hambre, pero esto no detuvo a los obstinados adelantados, que buscaban su gloria personal y por sobre todo la riqueza material del oro.
Desde su descubrimiento, el oro ha obsesionado al mundo. Ello se debe en parte a su escasez: el oro extraído hasta la fecha en las minas del globo entero sólo alcanza las 100.000 t. Es también uno de los metales más constantes, pues no se corroe ni deslustra, lo que lo ha vuelto regalo de reyes, medida básica y símbolo de riqueza. Esta asociación con riquezas superiores a lo imaginable le dio un lugar en la realidad y la ficción, aunque también una categoría mítica. La más sugestiva leyenda sobre el oro -la de El Dorado, ciudad fabulosamente rica, donde incluso las ollas eran de oro- atrajo hacia América del Sur a generaciones de aventureros; todos quedaron desilusionados, como corresponde a la persecución de un mito. Como la mayoría de los mitos, el de El Dorado tiene parte de verdad, y su origen puede precisarse con bastante exactitud. En 1493, cuando Cristóbal Colón volvió de su viaje de descubrimiento relatando que había visto cantidades ilimitadas de oro, desató en Europa la fiebre de este metal precioso. Cincuenta años después, las cuantiosas posesiones de oro azteca, en México, e inca, en Perú, ya habían sido saqueadas por los conquistadores. Nadie en Europa que hubiese visto descargar barcos repletos de artefactos de oro, lingotes (muchos objetos eran fundidos para su transporte) y piedras preciosas dudaba de que el Nuevo Mundo fuera una magnífica fuente de riquezas. Se multiplicaron así los relatos sobre la suerte de los conquistadores. En 1530, por ejemplo, Francisco Pizarro exigió como rescate del emperador inca Atahualpa una habitación llena de oro y dos de plata, demanda que fue plenamente satisfecha.
En 1539, los españoles irrumpieron en territorio de los chibchas entablaron una interesada amistad y fundaron la ciudad de Bogotá.
Conocieron allí la ceremonia tradicional celebrada a orillas del lago Guatavita, al noreste, en homenaje al nuevo rey chibcha.
Se decía que aún vivían personas que habían presenciado la última de tales ceremonias en honor de un rey.
La ceremonia tenía lugar al amanecer, a fin de que el rey y su séquito saludasen al dios Sol. En un momento dado el rey, desnudo, era cubierto con polvo de oro para ser literalmente convertido en un hombre dorado, en "el dorado". Se le trasladaba entonces a una balsa de junco mientras sus súbditos ponían oro y esmeraldas a sus pies para que los ofreciese al dios Sol. Cuatro caudillos desnudos que llevaban sólo coronas, pulseras y joyas de oro se le unían en la balsa, portando cada uno de ellos una ofrenda. Cuando la barca llegaba a la mitad del lago, se izaba un estandarte en señal de silencio e inmediatamente después el rey y sus caudillos arrojaban sus ofrendas a las aguas.
La idea de tantos tesoros al alcance de la mano cautivó la imaginación española. En 1545, un intento por dragar el lago Guatavita no ofreció resultados, pero, obstinado, hacia 1580 un comerciante de Bogotá, Antonio de Sepúlveda, reincidió. Con el trabajo de 8.000 indios abrió una enorme brecha en la orilla, visible aún hoy. Un gran derrame bajó el nivel del lago unos 18 m, pero sus márgenes se derrumbaron y muchos trabajadores murieron. Mas Sepúlveda tuvo algún éxito, y al rey de España le fueron presentados un pectoral y un bastón de oro, así como una esmeralda del tamaño de un huevo, hallados en el lago.
Las cosas cambiaron un siglo después. Embellecido el relato, El Dorado dejó de representar a un personaje para convertirse en un sitio. Su emplazamiento también fue modificado: se le trasladó primero al bajo Orinoco y luego al Amazonas, a 2.400 km del lago Guatavita. Fue la leyenda lo que impulsó a los ingleses Walter Raleigh y Percy Fawcett, a los españoles Gonzalo Jiménez de Quesada y Sebastián de Belalcázar y al alemán Nicolaus Federmann a intentar la localización de la ciudad dorada.
El estudiante de leyes Gonzalo Jiménes Quesada fue tentado por la leyenda de El Dorado, tras presenciar en 1534, la descarga de lingotes de oro y plata que los españoles robaban a los Incas.
Emprendió así la búsqueda de esta ciudad por el resto de su vida. La actividad en el lago Guatavita, en buena medida infructuosa, se reanudó a partir de 1799, cuando un grupo de científicos dirigidos por el prusiano Alexander von Humboldt pasó 18 meses siguiendo el curso del río Orinoco, una de cuyas secciones corre por la frontera de Colombia y Venezuela, en lo profundo del territorio origen del mito. Informes sobre la existencia del lago suscitaron una nueva oleada de aventureros.
Cuando, en 1807, Humboldt retornó al lago y declaró públicamente que calculaba que en el fondo reposaban unos 500.000 objetos de oro, la búsqueda cobró renovado impulso.
El Inglés Percy Fawcett, mientras trabajaba en la definición de la frontera Brasil-Bolivia, supo en 1906 del mito de El Dorado. Volvió a la zona en los años 20 en busca de la ciudad, se interno en la selva con una pequeña expedición, pero desapareció en 1925. Todo indica que la mayor parte del oro y las joyas depositados en el lago Guatavita en las ceremonias del "hombre dorado" fue a dar al tesoro español en el siglo XVI. El último intento por drenar el lago, en 1912, dio como resultado unos cuantos ornamentos cuyo valor no compensó, con mucho, los costos de ingeniería. Por lo demás, quienes buscaron la ciudad de El Dorado estaban condenados al fracaso, pues a pesar de los volúmenes dedicados a describirla, la áurea ciudad no existió jamás.
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