Pocos lugares inspiraban más temor a los navegantes de antaño que el mar de los Sargazos. Sin apenas corrientes, con largos periodos de calma total, y, sobre todo, con un casi infinito tapiz de algas flotantes en apariencia capaz de retener a cualquier navío, verse atrapado en sus aguas era sinónimo de muerte y desesperación. El aspecto extraño y el penetrante olor que le proporcionan las algas contribuían también a su aura de lugar maldito.
Situado en el norte del océano Atlántico, entre los paralelos 20 y 30, abarca una elipse de 650 000 km² (más de la mitad de la superficie de Europa), llegando desde la costa de los EE. UU. hasta la dorsal atlántica. A este mar en frecuente calma acuden a desovar las anguilas de todos los ríos europeos.
Debe su nombre a Cristóbal Colón, quien lo bautizó así al toparse con él durante su primer viaje. El almirante no demostró aquí demasiada imaginación: “Sargassum” era como se denominaba al tipo alga gigante que flota en su superficie. En siglos posteriores los marineros le darían otros nombres más terribles y expresivos, como “el mar del miedo”, “el cementerio de los barcos perdidos” o “la latitud de los caballos”, este último debido a que, cuando se terminaban los víveres, las tripulaciones de los navíos atrapados se veían obligadas a sacrificar sus caballos. Eso si tenían la suerte de llevar caballos a bordo.
Se cuentan historias muy truculentas acerca del mar de los Sargazos. Aseguran que decenas de veleros quedaron atrapados para no regresar jamás, y que muchos de ellos continúan allí, convertidos en sepulcros flotantes. En 1884 el vapor inglés Britannia encontró uno de estos barcos tripulados por cadáveres, pero su casco estaba tan deteriorado que no fue posible identificarlo.
Una de las aventuras más alucinantes vividas en este infierno verde fue la de Elipha Thomson, ayudante de cabina del velero norteamericano J. G. Norwood, barco que en 1894 fue arrojado por una tormenta al mar de los Sargazos. De las personas que iban a bordo, sólo él logró sobrevivir y regresar a aguas despejadas, en donde otra embarcación lo rescató. Según contó más tarde, debía su vida a los víveres y la chalupa que había encontrado en un vapor abandonado. Elipha declaro haber visto también un galeón español de la época colonial con su bodega todavía llena de oro.
En el caso de Elipha Thomson, como en casi todo lo referente al mar de los Sargazos resulta difícil separar la realidad del mito, un mito que podría haber empezado mucho antes de la llegada de Colón a América. Romanos, griegos y fenicios hablaban ya de un mar de vegetación en el cual los barcos encallaban y se perdían, sin que quede claro si algunos de ellos (probablemente los fenicios) llegaron a ver con sus propios ojos el mar que después se llamaría “de los Sargazos”. El mito pasó al imaginario medieval, y así aparecen en algunos mapas, como el de Andrés Bianco de 1436, peligrosos mares de algas o hierbas junto a islas fantásticas llenas de prodigios.
Situado en el norte del océano Atlántico, entre los paralelos 20 y 30, abarca una elipse de 650 000 km² (más de la mitad de la superficie de Europa), llegando desde la costa de los EE. UU. hasta la dorsal atlántica. A este mar en frecuente calma acuden a desovar las anguilas de todos los ríos europeos.
Debe su nombre a Cristóbal Colón, quien lo bautizó así al toparse con él durante su primer viaje. El almirante no demostró aquí demasiada imaginación: “Sargassum” era como se denominaba al tipo alga gigante que flota en su superficie. En siglos posteriores los marineros le darían otros nombres más terribles y expresivos, como “el mar del miedo”, “el cementerio de los barcos perdidos” o “la latitud de los caballos”, este último debido a que, cuando se terminaban los víveres, las tripulaciones de los navíos atrapados se veían obligadas a sacrificar sus caballos. Eso si tenían la suerte de llevar caballos a bordo.
Se cuentan historias muy truculentas acerca del mar de los Sargazos. Aseguran que decenas de veleros quedaron atrapados para no regresar jamás, y que muchos de ellos continúan allí, convertidos en sepulcros flotantes. En 1884 el vapor inglés Britannia encontró uno de estos barcos tripulados por cadáveres, pero su casco estaba tan deteriorado que no fue posible identificarlo.
Una de las aventuras más alucinantes vividas en este infierno verde fue la de Elipha Thomson, ayudante de cabina del velero norteamericano J. G. Norwood, barco que en 1894 fue arrojado por una tormenta al mar de los Sargazos. De las personas que iban a bordo, sólo él logró sobrevivir y regresar a aguas despejadas, en donde otra embarcación lo rescató. Según contó más tarde, debía su vida a los víveres y la chalupa que había encontrado en un vapor abandonado. Elipha declaro haber visto también un galeón español de la época colonial con su bodega todavía llena de oro.
En el caso de Elipha Thomson, como en casi todo lo referente al mar de los Sargazos resulta difícil separar la realidad del mito, un mito que podría haber empezado mucho antes de la llegada de Colón a América. Romanos, griegos y fenicios hablaban ya de un mar de vegetación en el cual los barcos encallaban y se perdían, sin que quede claro si algunos de ellos (probablemente los fenicios) llegaron a ver con sus propios ojos el mar que después se llamaría “de los Sargazos”. El mito pasó al imaginario medieval, y así aparecen en algunos mapas, como el de Andrés Bianco de 1436, peligrosos mares de algas o hierbas junto a islas fantásticas llenas de prodigios.
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