Construidas hace ochocientos años, las catedrales siguen desafiando, imperturbables, el paso del tiempo. Todavía resulta un misterio explicar la causa profunda que movió a pueblos enteros a embarcarse en esa empresa colosal: levantar edificios de proporciones monumentales, que se imponían en las comarcas por encima del resto de las iglesias. Se hizo indispensable reclutar a millares de obreros, pero a diferencia de las grandes obras que las habían precedido, en este caso no se recurrió a mano de obra esclava. La gente que participaba de la construcción lo hacía a voluntad, cantando himnos de alegría y movida por una devoción sin límites. Es cierto que se les concedían indulgencias; no obstante, esto no alcanza a explicar la inmediata participación de cofradías, hermandades y gremios que proliferaban constantemente y se trasladaban sin descanso de una construcción a otra. Fue un acto de fe colectiva que nunca más se repitió en la historia del cristianismo, en el que participaban por igual nobles y plebeyos. El dinero para solventar los elevados costos de construcción se recolectaba por medio de limosnas y donaciones; hasta los canónigos debían ceder la totalidad de lo recaudado, sólo les permitían retener una cifra mínima, exclusivamente para su sustento. Se enviaron penitentes por toda Europa en busca de auxilio, y los reyes y grandes señores realizaron cuantiosos donativos. Sin embargo, el mayor aporte económico fue el que brindaron los caballeros templarios.
Vastas y majestuosas, las catedrales mantienen una invariable regla de construcción: el ábside orientado hacia el sudeste; la fachada, hacia el noroeste; y el crucero, que forma los brazos de la cruz, de nordeste a sudoeste. Cada vez que se ingresa en ellas, parecería que se dejan atrás las tinieblas y se avanza hacia Oriente, el lugar donde nace el sol y el sitio donde está Palestina, la cuna del cristianismo. Como consecuencia de esta disposición, uno de los tres rosetones que adornan las paredes de toda catedral jamás es iluminado por el sol; es el rosetón septentrional, que luce en la fachada izquierda del crucero. El segundo resplandece al sol del mediodía; es el rosetón meridional, que se abre en el extremo derecho del crucero. El último se ilumina bajo los rayos púrpuras del sol poniente; es el gran rosetón, el de la fachada principal, que aventaja a sus hermanos laterales en dimensiones y esplendor. Para los ocultistas, el rosetón representa la acción del fuego alquímico, productor de la piedra filosofal. Los artistas medievales, según dicen, reflejaron en sus rosetones el movimiento de la materia excitada por el fuego elemental. Por regla general, las catedrales son edificios de tres a cinco naves, abovedados en piedra mediante arcos ojivales apuntalados en arbotantes; en la cúspide de la cruz latina se ubica el coro. Su estilo es el gótico, que desplazó sin remedio al románico que se utilizaba hasta ese momento en la construcción y ornamentación de edificios religiosos. Sobre el suelo, exactamente en el punto de intersección de la nave central y el crucero, los constructores de catedrales góticas no olvidaban dibujar un laberinto, cuyo significado nunca estuvo claro. Estos laberintos estampados en la piedra (muchos de ellos desaparecieron, como el de Amiens, que tenía incrustaciones de oro) constituyen para estudiosos como Marcellin Berthelot "una figura cabalística que se encuentra al principio de ciertos manuscritos alquímicos y que forma parte de las tradiciones mágicas atribuidas al rey Salomón".
Es imposible discernir cuál es la más bella de todas las catedrales francesas. La de Chartres, igual que la de París, conmueve con sus vitrales. La de París y Reims emocionan por la majestuosidad de sus fachadas; la de Amiens por lo grandioso de sus naves y por la Rueda de la Fortuna inscripta en su rosetón del frente; la de Bourges por el misterio de su cripta y por sus cinco portales. En la de Reims se conserva intacta una Biblia de piedra; desde los griegos no se había producido algo tan perfecto y original. También asombra allí la losa central de su laberinto. La de Amiens se alza imponente, como si de verdad tuviese conciencia de que se trata de uno de los edificios religiosos más grandes del mundo: sólo la superan en dimensiones San Pedro de Roma, Santa Sofía de Constantinopla y la catedral de Colonia, Alemania.
A semejanza de Notre Dame de París, la catedral de Amiens presenta un notable conjunto de bajorrelieves herméticos. Su pórtico central es casi fiel reproducción, no sólo de los motivos que adornan el pórtico de París, sino también por el orden que siguen. Unica diferencia: en París los personajes sostienen discos; aquí, escudos. En Amiens, el emblema del mercurio es presentado por una mujer; en París, por un hombre. Los demás detalles son asombrosamente idénticos. A estos prodigios, construidos por el hombre en un tiempo de magia y misterio, hay que agregar el resto de las catedrales que se alzan en Europa. Están allí desde principios del siglo XII y seguirán estando por muchos siglos más. Han revelado numerosos secretos; todavía quedan muchísimos sin revelar.
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