La palabra "momia" proviene del árabe mummiya, de mum o betún, sustancia resinosa que se empleó profusamente en la manipulación de cadáveres. Indudablemente, las momias aparecen en el Egipto de los faraones como claro reflejo de las creencias religiosas de la época. Para los antiguos egipcios, después de la muerte, el cuerpo (el jat) y el alma vuelven a reunirse en el otro mundo, el amenti, equivalente al paraíso de los cristianos. Y mientras el alma se enfrenta a duras pruebas, el cuerpo debe mantener un aspecto lo más vivo posible, para poder unirse después con el espíritu.
El alma era un concepto complejo concebido a través de tres principios básicos: lo inmortal o aj, la energía vital o Ka, y lo espiritual o ba. El aj representa la fuerza divina que se encarna en el hombre. Tras la muerte, lo inmortal abandona el cuerpo, para reunirse con los dioses. Por su parte, el Ka está compuesto de materia sutilísima y enrarecida. Este principio aparece simbolizado en las pequeñas estatuillas hechas a imagen del difunto, llamadas ushebti, que se colocaban en la capilla funeraria, con objeto de que asumieran los trabajos que los dioses pudieran ordenar al dueño de la tumba. El Ka continúa viviendo una existencia ficticia en el sarcófago y, si no cuenta con suficientes ofrendas y manjares, corre el peligro de fenecer. El tercer principio, el ba, representado iconográficamente por una cigüeña negra, es capaz de abandonar el cuerpo durante el día aunque, por temor a ser devorado por los espíritus malignos de la noche, siempre regresa al atardecer. El ba puede ser destruido por sus pecados y delitos, lo que imposibilitaría el reencuentro con el cuerpo.
Tanto el alma como el cuerpo deben permanecer intactos. Así, el destino de un alma sin cuerpo, y viceversa, es la muerte definitiva. Estas profundas convicciones del antiguo pueblo egipcio justificaban la práctica de la momificación. Ahora bien, ¿cómo aprendieron las técnicas de conservación sin conocimientos científicos previos sobre la putrefacción y descomposición de los tejidos?
Hoy sabemos que los primeros intentos de momificación se llevaron a cabo exclusivamente sobre miembros de la realeza. Según Heródoto (el historiador griego que visitó Egipto en el año 450 a.C., cuando una persona fallecía, las mujeres de la familia se embadurnaban la cabeza de barro, con las túnicas arremangadas y mostrando un seno, corrían por la ciudad propinándose golpes, tirándose de los pelos y desgarrándose las vestiduras. Iban acompañadas por algunos otros parientes y también por plañideras, mujeres pagadas para la ocasión que fingían gritos y sollozos. A continuación, el difunto era trasladado a pernefer, la casa de la momificación.
Heródoto nos cuenta que había tres clases de servicios: para los ricos, para los de media fortuna y para los pobres. Los sacerdotes mostraban a la familia unas maquetas de madera en las que se podía apreciar el resultado final. Convenido el precio y el modelo, comenzaba la labor de conservación, que duraba setenta días justos. Lo primero que se hacía con el cadáver, una vez desnudado y tendido sobre un tablón o una mesa de madera, era lavarlo y perfumarlo. Los embalsamadores sabían que los órganos internos son los primeros en corromperse, por lo que se retiraban inmediatamente. El cerebro se extraía mediante un garfio introducido por un orificio nasal (generalmente el izquierdo), por succión o inyectando una sustancia desconocida que licuaba la materia gris. Luego, con una afilada piedra etíope u obsidiana, el parasquita (sacerdote encargado de la parte quirúrgica) hacía una incisión en el flanco izquierdo del abdomen para sacar los órganos y vísceras: el estómago, los intestinos, el bazo, el hígado, la vejiga, los pulmones... Todo menos el corazón, que permanecía en su lugar, y los riñones, que, por razones desconocidas no se tocaban. Normalmente tampoco extraían sus ojos, pero debido a su elevado contenido de agua, se hundían en las órbitas, y como quiera que ello provocaba una expresión fantasmagórica, en ocasiones rellenaban la cavidad ocular con bolitas de lino, o bien sustituían los ojos por prótesis de vidrio, piedra o hueso.
Una vez eviscerado el cadáver, sacerdotes especializados (taricotas) lavaban con vino de palma y otros sustancias balsámicas el interior de la cavidad torácica y abdominal, operación que repetían con las vísceras. Es la fase del embalsamamiento. El siguiente paso consistía en sumergir durante varias semanas, tanto el cuerpo como las vísceras, en natrón, una sustancia rica en sal que obtenían de los lechos de lagos secos. El natrón ayuda a retirar todo el agua de la futura momia: sin el líquido vital, los procesos biológicos implicados en la putrefacción se interrumpen. Para acelerar el proceso de deshidratación y prevenir cualquier desfiguración del cuerpo, las cavidades vacías se rellenaban con materiales como piedras, aserrín, cebollas, vegetales secos y arena.
Las vísceras, después de saladas, se embadurnaban con resinas vegetales y se envolvían en telas para formar cuatro paquetes no mayores que un plátano, que se guardaban en otros tantos vasos canopes, unos recipientes herméticos con forma de ánfora fabricados generalmente de alabastro, piedra caliza o barro cocido. Cada vaso llevaba la imagen de uno de los cuatro hijos de Horus, genios funerarios con la misión de custodiar los distintos órganos: Amset, con cabeza humana, protegía el estómago y los intestinos; Duatmufed, con cabeza de chacal, los pulmones; Kebehsenuf, con cabeza de halcón, el hígado; y Hapi, con cabeza de mono, los órganos menores.
Al cuerpo, tras su paso por la bañera de natrón, se le extraía el material de relleno, que por cierto volverá a ser aprovechado de nuevo más tarde, pero esta vez metido en bolsitas de lino.
Antes de proceder al vendado, los sacerdotes untaban el cadáver con una mezcla de cera, natrón, aceite de cedro, comino, goma y, posiblemente, vino y leche, todo ello espolvoreando con especias conservantes. Además, para fortalecer la piel y evitar el enmohecimiento, aplicaban una capa de resina a todo el cuerpo.
El acto de vendar el cuerpo embalsamado era bastante complejo, dominado únicamente por los coaquitas, sacerdotes que además tenían el cometido de leer las fórmulas sagradas durante la momificación. Estos eran capaces de doblar las vendas de mil maneras diferentes, formando pliegues artísticos y adornos. Primero se envolvían las extremidades, luego la cabeza y finalmente el tronco.... Entre 500 y 700 metros de tela llevaba empaquetar una momia.
En los diferentes estratos de las vendas de lino se incluían asfaltos, resinas, aceites de varias clases, mieles, flores y hierbas. Además, entre vuelta y vuelta, se metía un sinnúmero de amuletos y talismanes. Como los famosos escarabeos (jepera, en antiguo egipcio), que eran representaciones escultóricas del escarabajo pelotero, símbolo de la vida eterna y atributo del dios Ptha.
Ahora comienza la fastuosa procesión fúnebre. El sarcófago se colocaba en un trineo para ser arrastrado hasta la orilla del Nilo en medio de un nutrido cortejo de sacerdotes, familiares y plañideras. Tras cruzar el río en unas barcazas funerarias, se llegaba al lugar del enterramiento. Allí, el sarcófago se ponía en posición vertical, momento en que el sacerdote hacía con un hacha la importantísima ceremonia de la Apertura de la boca, para que el difunto, según la tradición, recobrase las funciones del habla.
La ceremonia de entrada a la tumba incluía también el sacrificio de un animal y la lectura de textos sagrados. Después se barría todo bien y se procedía a degustar el banquete funerario. Por último, el sacerdote principal pronunciaba la solemne fórmula que coronaba tantos esfuerzos: "Vive otra vez, tú revivirás, tú has vuelto a ser joven otra vez, tú eres joven y así por toda la eternidad".
El alma era un concepto complejo concebido a través de tres principios básicos: lo inmortal o aj, la energía vital o Ka, y lo espiritual o ba. El aj representa la fuerza divina que se encarna en el hombre. Tras la muerte, lo inmortal abandona el cuerpo, para reunirse con los dioses. Por su parte, el Ka está compuesto de materia sutilísima y enrarecida. Este principio aparece simbolizado en las pequeñas estatuillas hechas a imagen del difunto, llamadas ushebti, que se colocaban en la capilla funeraria, con objeto de que asumieran los trabajos que los dioses pudieran ordenar al dueño de la tumba. El Ka continúa viviendo una existencia ficticia en el sarcófago y, si no cuenta con suficientes ofrendas y manjares, corre el peligro de fenecer. El tercer principio, el ba, representado iconográficamente por una cigüeña negra, es capaz de abandonar el cuerpo durante el día aunque, por temor a ser devorado por los espíritus malignos de la noche, siempre regresa al atardecer. El ba puede ser destruido por sus pecados y delitos, lo que imposibilitaría el reencuentro con el cuerpo.
Tanto el alma como el cuerpo deben permanecer intactos. Así, el destino de un alma sin cuerpo, y viceversa, es la muerte definitiva. Estas profundas convicciones del antiguo pueblo egipcio justificaban la práctica de la momificación. Ahora bien, ¿cómo aprendieron las técnicas de conservación sin conocimientos científicos previos sobre la putrefacción y descomposición de los tejidos?
Hoy sabemos que los primeros intentos de momificación se llevaron a cabo exclusivamente sobre miembros de la realeza. Según Heródoto (el historiador griego que visitó Egipto en el año 450 a.C., cuando una persona fallecía, las mujeres de la familia se embadurnaban la cabeza de barro, con las túnicas arremangadas y mostrando un seno, corrían por la ciudad propinándose golpes, tirándose de los pelos y desgarrándose las vestiduras. Iban acompañadas por algunos otros parientes y también por plañideras, mujeres pagadas para la ocasión que fingían gritos y sollozos. A continuación, el difunto era trasladado a pernefer, la casa de la momificación.
Heródoto nos cuenta que había tres clases de servicios: para los ricos, para los de media fortuna y para los pobres. Los sacerdotes mostraban a la familia unas maquetas de madera en las que se podía apreciar el resultado final. Convenido el precio y el modelo, comenzaba la labor de conservación, que duraba setenta días justos. Lo primero que se hacía con el cadáver, una vez desnudado y tendido sobre un tablón o una mesa de madera, era lavarlo y perfumarlo. Los embalsamadores sabían que los órganos internos son los primeros en corromperse, por lo que se retiraban inmediatamente. El cerebro se extraía mediante un garfio introducido por un orificio nasal (generalmente el izquierdo), por succión o inyectando una sustancia desconocida que licuaba la materia gris. Luego, con una afilada piedra etíope u obsidiana, el parasquita (sacerdote encargado de la parte quirúrgica) hacía una incisión en el flanco izquierdo del abdomen para sacar los órganos y vísceras: el estómago, los intestinos, el bazo, el hígado, la vejiga, los pulmones... Todo menos el corazón, que permanecía en su lugar, y los riñones, que, por razones desconocidas no se tocaban. Normalmente tampoco extraían sus ojos, pero debido a su elevado contenido de agua, se hundían en las órbitas, y como quiera que ello provocaba una expresión fantasmagórica, en ocasiones rellenaban la cavidad ocular con bolitas de lino, o bien sustituían los ojos por prótesis de vidrio, piedra o hueso.
Una vez eviscerado el cadáver, sacerdotes especializados (taricotas) lavaban con vino de palma y otros sustancias balsámicas el interior de la cavidad torácica y abdominal, operación que repetían con las vísceras. Es la fase del embalsamamiento. El siguiente paso consistía en sumergir durante varias semanas, tanto el cuerpo como las vísceras, en natrón, una sustancia rica en sal que obtenían de los lechos de lagos secos. El natrón ayuda a retirar todo el agua de la futura momia: sin el líquido vital, los procesos biológicos implicados en la putrefacción se interrumpen. Para acelerar el proceso de deshidratación y prevenir cualquier desfiguración del cuerpo, las cavidades vacías se rellenaban con materiales como piedras, aserrín, cebollas, vegetales secos y arena.
Las vísceras, después de saladas, se embadurnaban con resinas vegetales y se envolvían en telas para formar cuatro paquetes no mayores que un plátano, que se guardaban en otros tantos vasos canopes, unos recipientes herméticos con forma de ánfora fabricados generalmente de alabastro, piedra caliza o barro cocido. Cada vaso llevaba la imagen de uno de los cuatro hijos de Horus, genios funerarios con la misión de custodiar los distintos órganos: Amset, con cabeza humana, protegía el estómago y los intestinos; Duatmufed, con cabeza de chacal, los pulmones; Kebehsenuf, con cabeza de halcón, el hígado; y Hapi, con cabeza de mono, los órganos menores.
Al cuerpo, tras su paso por la bañera de natrón, se le extraía el material de relleno, que por cierto volverá a ser aprovechado de nuevo más tarde, pero esta vez metido en bolsitas de lino.
Antes de proceder al vendado, los sacerdotes untaban el cadáver con una mezcla de cera, natrón, aceite de cedro, comino, goma y, posiblemente, vino y leche, todo ello espolvoreando con especias conservantes. Además, para fortalecer la piel y evitar el enmohecimiento, aplicaban una capa de resina a todo el cuerpo.
El acto de vendar el cuerpo embalsamado era bastante complejo, dominado únicamente por los coaquitas, sacerdotes que además tenían el cometido de leer las fórmulas sagradas durante la momificación. Estos eran capaces de doblar las vendas de mil maneras diferentes, formando pliegues artísticos y adornos. Primero se envolvían las extremidades, luego la cabeza y finalmente el tronco.... Entre 500 y 700 metros de tela llevaba empaquetar una momia.
En los diferentes estratos de las vendas de lino se incluían asfaltos, resinas, aceites de varias clases, mieles, flores y hierbas. Además, entre vuelta y vuelta, se metía un sinnúmero de amuletos y talismanes. Como los famosos escarabeos (jepera, en antiguo egipcio), que eran representaciones escultóricas del escarabajo pelotero, símbolo de la vida eterna y atributo del dios Ptha.
Ahora comienza la fastuosa procesión fúnebre. El sarcófago se colocaba en un trineo para ser arrastrado hasta la orilla del Nilo en medio de un nutrido cortejo de sacerdotes, familiares y plañideras. Tras cruzar el río en unas barcazas funerarias, se llegaba al lugar del enterramiento. Allí, el sarcófago se ponía en posición vertical, momento en que el sacerdote hacía con un hacha la importantísima ceremonia de la Apertura de la boca, para que el difunto, según la tradición, recobrase las funciones del habla.
La ceremonia de entrada a la tumba incluía también el sacrificio de un animal y la lectura de textos sagrados. Después se barría todo bien y se procedía a degustar el banquete funerario. Por último, el sacerdote principal pronunciaba la solemne fórmula que coronaba tantos esfuerzos: "Vive otra vez, tú revivirás, tú has vuelto a ser joven otra vez, tú eres joven y así por toda la eternidad".
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