El duelo ha constituido siempre un sistema ruin, pero eficaz para neutralizar a un rival personal o político. Si se encontraba en juego el honor de la persona, la respuesta era inmediata: se arrojaba el guante y sólo había que concertar fecha y hora, escoger el terreno y las armas, y nombrar a los padrinos.
A veces los lances se cerraban con un saldo fatal, pero el ofendido se veía forzado a elegir entre una muerte digna o una posición de escarnio en la sociedad. Porque, más que patrimonio y hacienda, más que la propia vida, el honor y la honra culminaban la escala de valores del hombre hasta hace poco menos de un siglo. Gregorio Marañón explica en su ensayo sobre Don Juan que "la reacción psicológica específica del varón es el culto del honor, de la honra llevado hasta el máximo sacrificio; si es necesario hasta la venganza y el crimen, que el honor se justifica siempre."
Los celos, las diferencias políticas o indiscreciones eran razones suficientes; pero también un desplante, una simple descortesía o una mirada que se sospechara ambigua empujaban a personajes como Alejandro Dumas, el duque de Wellington, William Pitt o Espronceda a batirse para lavar una cuenta personal.
El duelo como reparación de ofensas no fue una práctica habitual en el mundo antiguo. De todas formas, entre griegos y romanos existió una forma peculiar de combate, no para dirimir agravios personales sino para decidir la victoria entre dos pueblos en discordia y evitar el choque de los dos ejércitos enemigos. Tal carácter revistieron los combates entre David y Goliat, Héctor y Aquiles... Cuentan Tácito y César en sus libros que las tribus germanas solían resolver sus batallas en combates singulares a espada. Más tarde la invasión de los bárbaros introdujo el denominado "duelo judiciario" o juicio de Dios durante la Edad Media, época en que los nobles y hombres libres lo utilizaron como procedimiento para zanjar sus diferencias.
A partir del siglo IX se desarrolló en el seno de la Iglesia un movimiento de hostilidad contra el duelo judicial. El Concilio de Letrán lo prohibió en 1215 y, al robustecerse el poder público por los códigos civiles, los monarcas adoptaron medidas contra él.
Revestido de un carácter privado, el duelo subsistió y hasta nuestro siglo ha llegado el denominado lance de honor a espada, sable o pistola, ante testigos y sujeto a ciertas reglas establecidas en los códigos de honor. Fue quizá la costumbre importada desde Italia hacia el siglo XV de llevar espada como un accesorio más de la indumentaria cotidiana la que facilitó que en cualquier momento y lugar se pudiera restablecer el honor lesionado.
A partir del siglo XVIII el duelo gozó de bastante tolerancia. En toda la literatura de la época, sobre todo en el drama romántico, se suceden las escenas: famosos son los lances del Tenorio de Zorrilla, el Duque de Rivas también hace hablar a las espadas en su "Don Alvaro o la fuerza del sino" y las escaramuzas de los Tres Mosqueteros han dado la vuelta al mundo.
El código del honor obligaba a los duelistas a observar unas reglas fijas establecidas: ambos contendientes habían de poseer el mismo rango social, de lo contrario las diferencias pasaban a solventarse en un juicio ordinario; habían de llevar dos padrinos o testigos, encargados de determinar el grado de la ofensa, decidir la fecha y el terreno, el tipo de arma y la distancia que mediaría entre los adversarios. Después del lance tenían la obligación de redactar un protocolo escrito, esencial sobre todo en el caso de que uno de los duelistas cayera herido mortalmente, ya que sobre el otro recaería la responsabilidad penal. Se establecieron también tres tipo de duelo: los decretorios o a muerte, los propugnatorios o a primera sangre, en los que se combatía para lavar el honor pero sin ánimo de matar y los satisfactorios, en los que se estaba dispuesto a desistir del enfrentamiento en cualquier momento si el ofensor prestaba la debida satisfacción.
Salvados los aspectos formales, la regla máxima del duelo consistía en demostrar que en el lance se batían dos caballeros de honor, no dos maleantes. Su comportamiento debía ser escrupulosamente correcto: aunque la angustia y el miedo hicieran presa en ellos, aunque el corazón se les saltara del pecho, su actitud debía mantener una impasible serenidad. En el caso fatal de ser alcanzado, Traveller aconseja en su libro "El arte de los duelos", de 1836, mantener la sangre fría hasta el final, para morir decorosa y dignamente. De todas formas los duelos no fueron tan cruentos como hoy podamos imaginar. No fue hasta la adopción de la pistola como arma reglamentaria, durante la Revolución Francesa, cuando el duelo se convirtió en un juego de azar mortal. Las armas de fuego aventajaban a las blancas en que derribaban las diferencias físicas entre ambos duelistas. Pero dice Larra que "con su concurso nada le queda que hacer al valor sino morir, porque la destreza es infame si hay superioridad e inútil si hay igualdad."
El reto consistía entonces en que ambos tuvieran las mismas oportunidades de abandonar el terreno siendo el vencedor. Y para que el azar jugara en estos enfrentamientos un papel todavía más relevante, no se admitían pistolas de cañón rayado, de mucha mayor puntería. Las estrías practicadas en ellos descomponen la inercia de la bala en un movimiento giratorio que estabiliza su trayectoria, logrando una mayor precisión en el blanco. Por eso los duelistas, al no disponer más que de armas de cañón liso, de gran alcance pero mucho menos certeras, se entregaban al factor suerte. Hoy día todas las armas de fuego reglamentarias, salvo las escopetas de caza, tienen sus cañones rayados. Durante los siglos pasados el mejor seguro de vida para todo caballero de honor era pues practicar, practicar y practicar.
Al fin y al cabo, como el duelo no es más que el ejercicio privado de la justicia en el que los duelistas se la toman por su mano, el abuso de los lances fue perseguido con la amenaza de penas severas. Pero ni la mala prensa, ni el escarnio o el ridículo, ni siquiera la pérdida del cargo público o el exilio consiguieron desterrar su práctica. Era algo más fuerte que las propias leyes; era el espíritu de la época que obligaba a todo caballero, con derecho legítimo, a defender y restablecer su honor lesionado. Derecho del que el escritor español Mariano José de Larra (1809-1837) se queja en los Artículos de Costumbres: "Mientras el honor siga entronizando donde se le ha puesto, mientras la opinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo con la opinión pública, el duelo será consecuencia forzosa de esa contradicción social".
A veces los lances se cerraban con un saldo fatal, pero el ofendido se veía forzado a elegir entre una muerte digna o una posición de escarnio en la sociedad. Porque, más que patrimonio y hacienda, más que la propia vida, el honor y la honra culminaban la escala de valores del hombre hasta hace poco menos de un siglo. Gregorio Marañón explica en su ensayo sobre Don Juan que "la reacción psicológica específica del varón es el culto del honor, de la honra llevado hasta el máximo sacrificio; si es necesario hasta la venganza y el crimen, que el honor se justifica siempre."
Los celos, las diferencias políticas o indiscreciones eran razones suficientes; pero también un desplante, una simple descortesía o una mirada que se sospechara ambigua empujaban a personajes como Alejandro Dumas, el duque de Wellington, William Pitt o Espronceda a batirse para lavar una cuenta personal.
El duelo como reparación de ofensas no fue una práctica habitual en el mundo antiguo. De todas formas, entre griegos y romanos existió una forma peculiar de combate, no para dirimir agravios personales sino para decidir la victoria entre dos pueblos en discordia y evitar el choque de los dos ejércitos enemigos. Tal carácter revistieron los combates entre David y Goliat, Héctor y Aquiles... Cuentan Tácito y César en sus libros que las tribus germanas solían resolver sus batallas en combates singulares a espada. Más tarde la invasión de los bárbaros introdujo el denominado "duelo judiciario" o juicio de Dios durante la Edad Media, época en que los nobles y hombres libres lo utilizaron como procedimiento para zanjar sus diferencias.
A partir del siglo IX se desarrolló en el seno de la Iglesia un movimiento de hostilidad contra el duelo judicial. El Concilio de Letrán lo prohibió en 1215 y, al robustecerse el poder público por los códigos civiles, los monarcas adoptaron medidas contra él.
Revestido de un carácter privado, el duelo subsistió y hasta nuestro siglo ha llegado el denominado lance de honor a espada, sable o pistola, ante testigos y sujeto a ciertas reglas establecidas en los códigos de honor. Fue quizá la costumbre importada desde Italia hacia el siglo XV de llevar espada como un accesorio más de la indumentaria cotidiana la que facilitó que en cualquier momento y lugar se pudiera restablecer el honor lesionado.
A partir del siglo XVIII el duelo gozó de bastante tolerancia. En toda la literatura de la época, sobre todo en el drama romántico, se suceden las escenas: famosos son los lances del Tenorio de Zorrilla, el Duque de Rivas también hace hablar a las espadas en su "Don Alvaro o la fuerza del sino" y las escaramuzas de los Tres Mosqueteros han dado la vuelta al mundo.
El código del honor obligaba a los duelistas a observar unas reglas fijas establecidas: ambos contendientes habían de poseer el mismo rango social, de lo contrario las diferencias pasaban a solventarse en un juicio ordinario; habían de llevar dos padrinos o testigos, encargados de determinar el grado de la ofensa, decidir la fecha y el terreno, el tipo de arma y la distancia que mediaría entre los adversarios. Después del lance tenían la obligación de redactar un protocolo escrito, esencial sobre todo en el caso de que uno de los duelistas cayera herido mortalmente, ya que sobre el otro recaería la responsabilidad penal. Se establecieron también tres tipo de duelo: los decretorios o a muerte, los propugnatorios o a primera sangre, en los que se combatía para lavar el honor pero sin ánimo de matar y los satisfactorios, en los que se estaba dispuesto a desistir del enfrentamiento en cualquier momento si el ofensor prestaba la debida satisfacción.
Salvados los aspectos formales, la regla máxima del duelo consistía en demostrar que en el lance se batían dos caballeros de honor, no dos maleantes. Su comportamiento debía ser escrupulosamente correcto: aunque la angustia y el miedo hicieran presa en ellos, aunque el corazón se les saltara del pecho, su actitud debía mantener una impasible serenidad. En el caso fatal de ser alcanzado, Traveller aconseja en su libro "El arte de los duelos", de 1836, mantener la sangre fría hasta el final, para morir decorosa y dignamente. De todas formas los duelos no fueron tan cruentos como hoy podamos imaginar. No fue hasta la adopción de la pistola como arma reglamentaria, durante la Revolución Francesa, cuando el duelo se convirtió en un juego de azar mortal. Las armas de fuego aventajaban a las blancas en que derribaban las diferencias físicas entre ambos duelistas. Pero dice Larra que "con su concurso nada le queda que hacer al valor sino morir, porque la destreza es infame si hay superioridad e inútil si hay igualdad."
El reto consistía entonces en que ambos tuvieran las mismas oportunidades de abandonar el terreno siendo el vencedor. Y para que el azar jugara en estos enfrentamientos un papel todavía más relevante, no se admitían pistolas de cañón rayado, de mucha mayor puntería. Las estrías practicadas en ellos descomponen la inercia de la bala en un movimiento giratorio que estabiliza su trayectoria, logrando una mayor precisión en el blanco. Por eso los duelistas, al no disponer más que de armas de cañón liso, de gran alcance pero mucho menos certeras, se entregaban al factor suerte. Hoy día todas las armas de fuego reglamentarias, salvo las escopetas de caza, tienen sus cañones rayados. Durante los siglos pasados el mejor seguro de vida para todo caballero de honor era pues practicar, practicar y practicar.
Al fin y al cabo, como el duelo no es más que el ejercicio privado de la justicia en el que los duelistas se la toman por su mano, el abuso de los lances fue perseguido con la amenaza de penas severas. Pero ni la mala prensa, ni el escarnio o el ridículo, ni siquiera la pérdida del cargo público o el exilio consiguieron desterrar su práctica. Era algo más fuerte que las propias leyes; era el espíritu de la época que obligaba a todo caballero, con derecho legítimo, a defender y restablecer su honor lesionado. Derecho del que el escritor español Mariano José de Larra (1809-1837) se queja en los Artículos de Costumbres: "Mientras el honor siga entronizando donde se le ha puesto, mientras la opinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo con la opinión pública, el duelo será consecuencia forzosa de esa contradicción social".
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