La idea que nos hemos hecho de la humanidad primitiva cae por su base cuando nos enfrentamos con algunas de sus creaciones.
¿Cómo considerar sólo como pura casualidad los hallazgos tecnológicos que les permitieron erigir los megalitos? La organización social y el sustrato religioso que subyacen a esas empresas nos hablan de una humanidad sabia, consciente y tenaz.
Uno de los grandes misterios de los monumentos megalíticos es el de su construcción. ¿Cómo levantaron aquellas civilizaciones primitivas del Neolítico y Eneolítico semejantes monumentos? La imaginación popular resolvió la incógnita apelando a seres sobrenaturales: dioses, gigantes, brujas o demonios. La legendaria intervención en la construcción de megalitos de los cíclopes, míticos gigantes de un solo ojo, dio origen a la denominación de "arquitectura ciclópea" que, inicialmente, se aplicó a las construcciones realizadas con grandes bloques de piedra sin desbastar. Más tarde, se acuñó el término "megalítico" para designar únicamente la categoría de monumentos que aquí tratamos, dólmenes y menhires, y el término ciclópeo se reservó para designar aquella arquitectura, algo posterior, que también utilizaba grandes bloques de piedra sin pulir, pero dispuestos en hiladas, una encima de la otra, para obtener una estructura más compleja que la de los megalitos. La naveta d'Es Tudons, en Menorca, o la muralla iberorromana de Tarragona (España), son dos buenos ejemplos de construcciones ciclópeas.
Evidentemente, suponía muchos menos problemas técnicos levantar un menhir que construir un dolmen. De todos modos, si tenemos en cuenta que algunos de estos menhires sobrepasan ampliamente los siete metros y su peso se acerca a las 100 toneladas, tendremos que reconocer que la operación, al menos en estos casos, tampoco debió de ser sencilla, y que era preciso una sofisticada técnica, así como una organización considerable, para llevarla a cabo. Pensemos, además, que en el Neolítico y Eneolítico los pueblos que vivían en la Europa occidental poseían un nivel de civilización bajo. Eran gentes que seguían practicando la caza, la pesca y la recolección de frutos y mariscos; la agricultura y el pastoreo todavía se hallaban en un estado poco avanzado. En la mayoría de los casos, sus habitaciones seguían siendo cuevas naturales, si bien ya comenzaban a levantar pequeñas chozas de piedra o de madera. El material más empleado para la obtención de la mayoría de sus herramientas seguía siendo la piedra, aunque en los últimos años del período Eneolítico empezó a utilizarse el bronce. Los recipientes de cerámica comenzaban a generalizarse en medio de los ya tradicionales de madera o de piel. En definitiva, el hombre de la Europa occidental estaba en plena fase de organización social y en posesión de una técnica, al parecer, no lo suficientemente evolucionada como para que le permitiese por sí mismo, sin influencia de otra cultura superior, abordar la compleja tarea de levantar los megalitos.
Para izar un gran menhir con la técnica más rudimentaria, y a falta de dioses o gigantes que cooperasen o de brujos capaces de lograr teleportaciones, haciendo que los enormes bloques de piedra se volvieran ingrávidos, hubo de ser imprescindible construir un plano inclinado y hacer subir el menhir por él a base de rodillos y fuerza bruta; una vez arriba, era preciso hacerlo bascular de tal forma que su extremo inferior fuese a caer en el agujero que había sido abierto al final del plano inclinado. Apuntado el menhir en el agujero, era cuestión de buscar su estabilidad a base de tirar de él hasta la posición adecuada, procurando que no se viniese abajo. Hecho esto, asegurar la verticalidad del menhir, llenando de tierra el agujero; era ya cosa fácil.
Pero, ¿cómo colocar el bloque de piedra sobre los rodillos? Y, ¿cómo evitar que los rodillos se clavasen en el suelo, bajo el enorme peso que soportaban? Para resolver el primer problema tenemos que echar mano de la palanca. Un sistema de palancas colocadas en los bordes del bloque y accionadas simultáneamente pudo haber permitido elevar el bloque lo suficiente como para deslizar debajo de él los rodillos. Otro método consistiría en desplazar lateralmente el bloque de piedra mediante las palancas hasta situarlo encima de los rodillos.
La segunda cuestión queda resuelta si suponemos la construcción de algún tipo de calzada resistente, a base de losas yuxtapuestas o de troncos de árbol dispuestos longitudinalmente, a modo de railes.
Si uno se imagina esta operación con una mole como la del gran menhir de Locmariaquer, de más de 20 metros de altura y un peso que supera las 300 toneladas, se dará cuenta de la tremenda dificultad que tal obra debió de entrañar, y del grado de organización con que debieron de contar los aproximadamente 3.000 hombres que probablemente intervinieron en la operación de poner en pie aquel coloso de piedra.
Por otra parte, la verticalidad de estos monumentos, y sobre todo la estabilidad de que han hecho gala ante el paso del tiempo, resistiendo el descarnamiento erosivo de su base, corrimientos de tierras y movimientos sísmicos, hacen sospechar que aquellos que levantaron los grandes menhires no desconocían el uso de la plomada. Para la construcción de los grandes dólmenes los trabajos debieron de ser todavía más complicados, pues entonces se trataba, además de clavar unos bloques en el suelo, de levantar otros hasta alturas a veces superiores a los tres metros y colocarlos encima de aquéllos.
La operación de levantar la losa de cobertura debió de realizarse elevando el bloque con ayuda de palancas dispuestas en los bordes y accionadas consecutivamente. El espacio de elevación obtenido se rellenaba con tierra o bien se nivelaba con entramados de madera superpuestos. Poco a poco, la losa iba ganando altura. Una vez se había alcanzado la elevación suficiente, el bloque se deslizaba por el talud de tierra aplanada o por la superficie del entramado hasta el lugar que le correspondiese. Su avance se llevaba a cabo mediante apalancamiento, esta vez aplicando la fuerza en obtener un desplazamiento lateral.
Este procedimiento que, seguramente, debía de dar buenos resultados con bloques de pequeño y mediano tamaño -inferiores a 40 toneladas- es posible que no sirviese para elevar grandes losas. En los casos en que el bloque de piedra podía llegar a sobrepasar las 100 toneladas de peso, el sistema de elevación por aplicación de palancas en los bordes debió de complementarse con el empleo de una rudimentaria cabria, con el objeto de multiplicar la fuerza ejercida por la palanca. Una vez elevada la piedra, se debía de colocar sobre rodillos y se deslizaba por una calzada resistente hasta su lugar en el megalito.
Bien, hasta aquí parece quedar resuelto el problema de la construcción de los megalitos, aunque a costa de un esfuerzo tremendo y una inversión de tiempo considerable. Pero al echar un vistazo a algunos de los monumentos descubiertos hasta ahora, se plantean de nuevo enigmas de difícil solución.
La hipótesis que supone la utilización de rodillos para desplazar los bloques se basa en la observación de que la mayoría de las losas utilizadas presentan una de sus caras los suficientemente alisada como para permitir el deslizamiento; sin embargo, se han encontrado dólmenes con enormes losas de cobertura ásperas por ambas caras, lo que descarta la rodadura de los rodillos. ¿Cómo se construyeron estos dólmenes? ¿Se aprovechó la plasticidad de la arcilla mojada, haciendo resbalar la losa, una vez elevada, por un talud enfangado?
Lo más frecuente, ante las enormes dificultades que debía de representar el transporte de los bloques de piedra, es que los monumentos megalíticos se encuentren en lugares próximos al sitio de extracción de los materiales. Sin embargo, no siempre es así y, en ocasiones, el monumento se encuentra a varios kilómetros de distancia de la cantera. Una losa del dolmen de falsa cúpula de El Soto (Huelva) fue transportada más de 38 kilómetros antes de ser colocada en el monumento. Aunque el caso más espectacular es el de las "piedras azules" (bluestones) de Stonehenge (Inglaterra); estos 24 bloques de piedra, con un peso total de más de 350 toneladas y que constituyen el segundo circulo del gran monumento, fueron extraídas de los montes Prescelly, en el País de Gales, e instaladas al norte de Salisbury, en un llano que dista 280 km del lugar de origen.
Y la cosa se complica más al descubrir en Pépieux (Francia), en la cima de un cerro, aislado y de laderas fuertemente inclinadas, la presencia de un dolmen con una losa de más de 30 toneladas de peso. ¿Cómo fue posible subir un bloque de piedra semejante hasta allí? Uno ya no puede evitar el pensar en dioses, gigantes o brujas.
¿Cómo considerar sólo como pura casualidad los hallazgos tecnológicos que les permitieron erigir los megalitos? La organización social y el sustrato religioso que subyacen a esas empresas nos hablan de una humanidad sabia, consciente y tenaz.
Uno de los grandes misterios de los monumentos megalíticos es el de su construcción. ¿Cómo levantaron aquellas civilizaciones primitivas del Neolítico y Eneolítico semejantes monumentos? La imaginación popular resolvió la incógnita apelando a seres sobrenaturales: dioses, gigantes, brujas o demonios. La legendaria intervención en la construcción de megalitos de los cíclopes, míticos gigantes de un solo ojo, dio origen a la denominación de "arquitectura ciclópea" que, inicialmente, se aplicó a las construcciones realizadas con grandes bloques de piedra sin desbastar. Más tarde, se acuñó el término "megalítico" para designar únicamente la categoría de monumentos que aquí tratamos, dólmenes y menhires, y el término ciclópeo se reservó para designar aquella arquitectura, algo posterior, que también utilizaba grandes bloques de piedra sin pulir, pero dispuestos en hiladas, una encima de la otra, para obtener una estructura más compleja que la de los megalitos. La naveta d'Es Tudons, en Menorca, o la muralla iberorromana de Tarragona (España), son dos buenos ejemplos de construcciones ciclópeas.
Evidentemente, suponía muchos menos problemas técnicos levantar un menhir que construir un dolmen. De todos modos, si tenemos en cuenta que algunos de estos menhires sobrepasan ampliamente los siete metros y su peso se acerca a las 100 toneladas, tendremos que reconocer que la operación, al menos en estos casos, tampoco debió de ser sencilla, y que era preciso una sofisticada técnica, así como una organización considerable, para llevarla a cabo. Pensemos, además, que en el Neolítico y Eneolítico los pueblos que vivían en la Europa occidental poseían un nivel de civilización bajo. Eran gentes que seguían practicando la caza, la pesca y la recolección de frutos y mariscos; la agricultura y el pastoreo todavía se hallaban en un estado poco avanzado. En la mayoría de los casos, sus habitaciones seguían siendo cuevas naturales, si bien ya comenzaban a levantar pequeñas chozas de piedra o de madera. El material más empleado para la obtención de la mayoría de sus herramientas seguía siendo la piedra, aunque en los últimos años del período Eneolítico empezó a utilizarse el bronce. Los recipientes de cerámica comenzaban a generalizarse en medio de los ya tradicionales de madera o de piel. En definitiva, el hombre de la Europa occidental estaba en plena fase de organización social y en posesión de una técnica, al parecer, no lo suficientemente evolucionada como para que le permitiese por sí mismo, sin influencia de otra cultura superior, abordar la compleja tarea de levantar los megalitos.
Para izar un gran menhir con la técnica más rudimentaria, y a falta de dioses o gigantes que cooperasen o de brujos capaces de lograr teleportaciones, haciendo que los enormes bloques de piedra se volvieran ingrávidos, hubo de ser imprescindible construir un plano inclinado y hacer subir el menhir por él a base de rodillos y fuerza bruta; una vez arriba, era preciso hacerlo bascular de tal forma que su extremo inferior fuese a caer en el agujero que había sido abierto al final del plano inclinado. Apuntado el menhir en el agujero, era cuestión de buscar su estabilidad a base de tirar de él hasta la posición adecuada, procurando que no se viniese abajo. Hecho esto, asegurar la verticalidad del menhir, llenando de tierra el agujero; era ya cosa fácil.
Pero, ¿cómo colocar el bloque de piedra sobre los rodillos? Y, ¿cómo evitar que los rodillos se clavasen en el suelo, bajo el enorme peso que soportaban? Para resolver el primer problema tenemos que echar mano de la palanca. Un sistema de palancas colocadas en los bordes del bloque y accionadas simultáneamente pudo haber permitido elevar el bloque lo suficiente como para deslizar debajo de él los rodillos. Otro método consistiría en desplazar lateralmente el bloque de piedra mediante las palancas hasta situarlo encima de los rodillos.
La segunda cuestión queda resuelta si suponemos la construcción de algún tipo de calzada resistente, a base de losas yuxtapuestas o de troncos de árbol dispuestos longitudinalmente, a modo de railes.
Si uno se imagina esta operación con una mole como la del gran menhir de Locmariaquer, de más de 20 metros de altura y un peso que supera las 300 toneladas, se dará cuenta de la tremenda dificultad que tal obra debió de entrañar, y del grado de organización con que debieron de contar los aproximadamente 3.000 hombres que probablemente intervinieron en la operación de poner en pie aquel coloso de piedra.
Por otra parte, la verticalidad de estos monumentos, y sobre todo la estabilidad de que han hecho gala ante el paso del tiempo, resistiendo el descarnamiento erosivo de su base, corrimientos de tierras y movimientos sísmicos, hacen sospechar que aquellos que levantaron los grandes menhires no desconocían el uso de la plomada. Para la construcción de los grandes dólmenes los trabajos debieron de ser todavía más complicados, pues entonces se trataba, además de clavar unos bloques en el suelo, de levantar otros hasta alturas a veces superiores a los tres metros y colocarlos encima de aquéllos.
La operación de levantar la losa de cobertura debió de realizarse elevando el bloque con ayuda de palancas dispuestas en los bordes y accionadas consecutivamente. El espacio de elevación obtenido se rellenaba con tierra o bien se nivelaba con entramados de madera superpuestos. Poco a poco, la losa iba ganando altura. Una vez se había alcanzado la elevación suficiente, el bloque se deslizaba por el talud de tierra aplanada o por la superficie del entramado hasta el lugar que le correspondiese. Su avance se llevaba a cabo mediante apalancamiento, esta vez aplicando la fuerza en obtener un desplazamiento lateral.
Este procedimiento que, seguramente, debía de dar buenos resultados con bloques de pequeño y mediano tamaño -inferiores a 40 toneladas- es posible que no sirviese para elevar grandes losas. En los casos en que el bloque de piedra podía llegar a sobrepasar las 100 toneladas de peso, el sistema de elevación por aplicación de palancas en los bordes debió de complementarse con el empleo de una rudimentaria cabria, con el objeto de multiplicar la fuerza ejercida por la palanca. Una vez elevada la piedra, se debía de colocar sobre rodillos y se deslizaba por una calzada resistente hasta su lugar en el megalito.
Bien, hasta aquí parece quedar resuelto el problema de la construcción de los megalitos, aunque a costa de un esfuerzo tremendo y una inversión de tiempo considerable. Pero al echar un vistazo a algunos de los monumentos descubiertos hasta ahora, se plantean de nuevo enigmas de difícil solución.
La hipótesis que supone la utilización de rodillos para desplazar los bloques se basa en la observación de que la mayoría de las losas utilizadas presentan una de sus caras los suficientemente alisada como para permitir el deslizamiento; sin embargo, se han encontrado dólmenes con enormes losas de cobertura ásperas por ambas caras, lo que descarta la rodadura de los rodillos. ¿Cómo se construyeron estos dólmenes? ¿Se aprovechó la plasticidad de la arcilla mojada, haciendo resbalar la losa, una vez elevada, por un talud enfangado?
Lo más frecuente, ante las enormes dificultades que debía de representar el transporte de los bloques de piedra, es que los monumentos megalíticos se encuentren en lugares próximos al sitio de extracción de los materiales. Sin embargo, no siempre es así y, en ocasiones, el monumento se encuentra a varios kilómetros de distancia de la cantera. Una losa del dolmen de falsa cúpula de El Soto (Huelva) fue transportada más de 38 kilómetros antes de ser colocada en el monumento. Aunque el caso más espectacular es el de las "piedras azules" (bluestones) de Stonehenge (Inglaterra); estos 24 bloques de piedra, con un peso total de más de 350 toneladas y que constituyen el segundo circulo del gran monumento, fueron extraídas de los montes Prescelly, en el País de Gales, e instaladas al norte de Salisbury, en un llano que dista 280 km del lugar de origen.
Y la cosa se complica más al descubrir en Pépieux (Francia), en la cima de un cerro, aislado y de laderas fuertemente inclinadas, la presencia de un dolmen con una losa de más de 30 toneladas de peso. ¿Cómo fue posible subir un bloque de piedra semejante hasta allí? Uno ya no puede evitar el pensar en dioses, gigantes o brujas.
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