Así las cosas, os traemos ahora un tema fascinante, al menos para la etnología gallega y, en general, española. El tema de los mouros. Cada ayuntamiento del norte peninsular, muy especialmente en Galicia, conserva el recuerdo arqueológico (otra cosa es el estado de conservación) de dos elementos que, apareciendo asociados en el imaginario colectivo, pertenecen sin embargo a etapas distintas.
Por un lado, las piedras en forma de tumulos, mámoas, menhires, dólmenes y otros lugares de enterramiento que caracterizan la cultura megalítica gallega, propiciada acaso por los oestrymnios. Por otro, los famosos castros que dan nombre a la cultura castrexa, en parte de rasgos célticos. Dos culturas diversas que ocuparon el espacio noroeste de la península consecutivamente que son sintetizadas por las leyendas orales mediante un único sustantivo: mouros.
Porque serían los mouros los que, según voz popular, habrían construido todos esos monumentos antiguos, pasando luego a habitarlos subterráneamente. En un exceso de etimología ficción podríamos ver en la palabra dos raíces distintas. Una que la acercaría tanto a un prerromano mor (piedra) como al mors mortis latino (del que morte en gallego y muerte en español). Otra que la relacionaría con ouro, oro, todavía en lengua gallega actual.
Esos tres significados explicitan a la perfección las leyendas que rodean a esos seres mitológicos: habitan bajo las piedras erigidas como tumbas, como cementerios. Al mismo tiempo, esconden grandes tesoros de oro, debidos a la rapiña exterior y, sobre todo, a descubrimientos en virtud de haber excavado la tierra con frenesí (los mouros han construido un sistema arterial de túneles que recorre Galicia de norte a sur).
Los relatos acerca de esos fantásticos habitantes de castros y túmulos son numerosísimos en Galicia. Aparecen a veces terribles, a veces codiciosos, a veces incluso bienhechores. Las mouras, por su parte, se adornan con epítetos propios de las diosas: mujeres de hermosura irresistible, en ocasiones reclamaban la ayuda del hombre para romper una maldición que las convertía en serpientes.
La moura-serpiente solía traer un clavel en la boca. Para acabar con el hechizo el hombre podía sacarle la flor o darle nueve besos. Este motivo de la sierpe es, precisamente, un nuevo cabo suelto que nos remite a una nueva simbología, también muy popular en Galicia y que conecta, de alguna manera, con un fondo histórico.
Rufo Festo Avieno había aludido a los Oestrymnios, habitantes de lo que era entonces Gallaecia. Este pueblo habría sido desalojado por una invasión de serpientes, por los saefes, denominación metafórica para designar la llegada de los celtas. Pero, como dijimos, el campesino gallego resumió elementos de unos y otros, dólmenes castros, serpientes y tesoros escondidos, bajo una misma rúbrica, misteriosa y enigmática: la de los mouros.
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