viernes, 11 de abril de 2008

Adriano, el Emperador diferente

Fue un gobernante magistral, quizás el mejor que tuvo Roma. No participó en conquistas gloriosas ni se entregó alas más disparatadas orgías. Trajo la paz a las fronteras del Imperio y mejoró notablemente la vida de sus súbditos. Un pueblo, no obstante, que nunca le colocó en el majestuoso lugar que le correspondía, probablemente porque jamás entendió al hombre que habitaba en Adriano: un emperador que desconcertaba e irritaba a partes iguales.
Muchos biógrafos han intentado descifrar el enigma de Adriano, quién era y qué pensaba realmente, pero sólo han podido aportar conjeturas. Aquel militar de origen hispano, ascendido a emperador en oscuras circunstancias se envolvió de sordos silencios y de inexplicables incoherencias. Su carrera parecía concienzudamente planeada para suceder en el trono a su pariente Trajano; sin embargo, jamás dio muestras de una desmesurada sed de poder, y tampoco pudo probarse que maquinara plan alguno para desbancar a otros aspirantes.
Sabedor de su enorme capacidad intelectual, su trato con los demás oscilaba entre la generosidad y la humillación. Pragmático, distante y poco dado a las muestras de afecto, fue en cambio un profundo amante del arte y la poesía, y demostró un dolor casi extravagante cuando la muerte liquidó su célebre romance con el joven Antinoo. Le llamaron en su tiempo: algo así como “el hombre de las mil caras”.
Una muestra del complejo carácter de Adriano: por un malévolo capricho, por el puro gusto de la sin razón o por motivos que sólo él conocía, jamás clarificó el lugar de su nacimiento, en el año 76 de nuestra Era. Algunas fuentes lo sitúan en Roma; otras, en Itálica (cerca de Hispalis, la actual Sevilla). Sí está claro que era de ascendencia hispana, que su padre fue un Pretor llamado Aelius Afer y que su madre, Domitia Paulina, era hija de una de las familias más ricas de Gades (Cádiz).
Cuando el pequeño Publius Aelius Hadrianus (éste era su nombre completo) contaba alrededor de diez años, su padre falleció. Un primo de éste, Trajano, pasó a ser su tutor. Su educación transcurrió en Roma, salvo una breve estancia de un año en Itálica, y muy pronto Trajano le conminó a enrolarse en el ejército: la fórmula más fácil de escalar posiciones en la sociedad romana. E1 primer peldaño para que aquel joven alcanzara algún día la cúspide apareció en el año 97: el emperador Nerva adoptaba a Trajano justo antes de morir y le nombraba su sucesor. Adriano accedió, por tanto, al círculo imperial, una ligazón que se incrementó al desposarse, tres años después, con Vibia Sabina, la sobrina del nuevo imperator.
Fue un matrimonio por interés? Seguramente. Pese a que ambos mantuvieron el enlace hasta su muerte, los cronistas hicieron manifiesta la total falta de amor entre ambos. Lo que no está claro es si Adriano maquinó solo la jugada o si se dejó llevar por los consejos de la que se alzaría como su más firme protectora (y, según se rumoreaba, amante ocasional): Pompeya Plotina, la esposa de Trajano.
Historiadores como Indro Montanelli preferirían la primera opción: "Nos cuesta, lo confesamos, admitir que un episodio tan fausto como el advenimiento del más grande emperador de la Antigüedad se debiera a una coincidencia fútil y más bien sucia como el adulterio", escribió.

Nombramiento sospechoso
La carrera militar y política de Adriano bajo el mandato de Trajano fue silenciosa, pero siempre ascendente. Tribuno militar de las legiones, cónsul a los 32 años (la edad mínima requerida) y, finalmente, legado de la provincia de Siria. Ocupaba este último puesto el 9 de agosto de 117 cuando una noticia surcó el Imperio: Pompeya Plotina y el prefecto de los pretorianos, Caelius Attianus, acababan de anunciar que Trajano, gravemente enfermo, había adoptado a Adriano como hijo y, por tanto, sucesor. Dos días después se hacía pública la noticia de la muerte del Emperador. A nadie escapaba lo extraño de la situación.
¿Por qué Trajano había esperado hasta último momento para adoptar a su sobrino segundo, un hombre al que había conocido desde que éste era un chiquillo?
La sospecha general lo atribuía a un oscuro plan urdido por Pompeya Plotina y Caelius Attianus, que, por cierto, había sido también tutor de Adriano. Trajano, según escribió un siglo después el historiador Dión Casio, murió en realidad el 8 de agosto, sin hijos y sin nombrar heredero alguno. La Emperatriz se habría encargado rápidamente de redactar aquel documento (ella adujo que el Emperador estaba demasiado enfermo para esperado hasta el último momento escribir) y, una vez anunciada y asegurada la sucesión, se habría dado la noticia de la muerte de Trajano. Nunca se supo ni se sabrá si Adriano estaba al tanto de aquellos supuestos enredos o si, una vez más, fue sólo la voluntad de sus protectores la que le permitió ascender otro peldaño, el definitivo en esta ocasión. El ejército le aceptó de buen grado y, en aquellos tiempos, eso significaba que Adriano, a sus 41 años, podía asumir sin problemas el título que eligió para sí: "Imperator Caesar Traianus Hadrianus Augustus".
Un gobierno pacífico ‑ E1 objetivo político de Adriano estuvo claro desde el principio: La Paz. Roma era un imperio marcial por naturaleza, vivía por y para la guerra. Sin embargo, aquella maquinaria que daba empleo a miles de hombres y aportaba nuevas conquistas y suculentos botines ya no era rentable: la economía del Imperio se hundía en un pozo sin fondo y las últimas campañas de Trajano en Asia no habían hecho más que empeorar las cosas.
Adriano detuvo en seco las guerras de expansión, abandonó los problemáticos dominios asiáticos más allá del río Éufrates y firmó la paz ‑o incluso la compró‑ con varios de los pueblos limítrofes con el Imperio. Sin embargo, no desarmó sus dominios: hizo fortificar las fronteras, mantuvo a los soldados en continuas maniobras, reorganizó la estructura y mejoró las instalaciones. Su estrategia era intimidar al enemigo sin necesidad de entrar en gravosos combates.
La visión de Adriano no era compartida por la totalidad de los capitostes romanos, y mucho menos por aquellos que ya habían ocupado cargos de importancia en la administración del belicoso Trajano.
Cuatro de ellos fueron acusados de conspiración y ejecutados al poco de ascender Adriano al poder. La reacción de éste fue insólita: juró públicamente que nada tenía que ver con el asunto y que la orden había partido del Senado a instancias de Caelius Attianus, lo que técnicamente era cierto (claro que Attianus, obedeciera o no órdenes de Adriano, actuó en beneficio de éste: otra vez la mano protectora despejaba el camino al nuevo emperador). Roma quedó estupefacta. Muchos gobernantes antes que él
habían estado detrás de auténticas carnicerías de conspiradores sin tener que dar explicaciones: la idea que se tenía de los gobernantes era que se encontraban por encima del bien y del mal. Al traspasar la culpa a otros, además, Adriano se ganó un enemigo de por vida: el Senado.
Lo cierto es que cuando se produjeron los asesinatos Adriano estaba en Oriente. O, mejor dicho, no había pisado Roma una sola vez desde que ascendió al poder (tardaría nueve meses). Su trato para con la ciudad imperial y todo lo que representaba rayó en el desdén. Nunca se preocupó gran cosa de anteponer a su nombre la ristra de cargos que los emperadores iban engrosando a lo largo de sus mandatos. En palacio, sustituyó las clásicas orgías por banquetes con charla intelectual. Siempre que pudo estuvo ausente de Roma para tratar los asuntos de provincias (que le inquietaron más que los capitalinos) sobre el terreno. Y en especial pasó largas temporadas en Atenas, el lugar donde fue más homenajeado y al que se sentía vinculado por su cultura, que le fascinaba.

Popular, pero insufrible.
E1 reinado de Adriano fue la cúspide de lo que Edward Gibbon, en su clásico Historia del declive y la caída del Imperio romano, calificó como "el período más feliz de la historia de la humanidad", que se extendió desde Nerva hasta Marco Aurelio. Su gran virtud fue su olfato para las decisiones prácticas, que tuvieran un impacto inmediato en el bienestar de sus súbditos: expandió el programa de reparto de alimentos entre los pobres (conocido como alimenta e instaurado por Trajano), estableció que los intereses que los súbditos pagaban por los préstamos recibidos del erario público sirvieran para el mantenimiento de los huérfanos; se negó a aceptar herencias de personas que hubieran dejado una familia que mantener (legar los bienes al Emperador era una costumbre
muy enraizada); modificó la ley por la cual se confiscaban las propiedades de los fugitivos y permitió que una parte se repartiera entre sus hijos; prohibió que se desmantelaran casas para reutilizar los materiales en otras ciudades; y desterró la práctica por la cual los amos podían condenar a sus esclavos a muerte sin pasar por la corte de justicia.
Otra de las características de sus reformas fue su obsesión por el orden: para aligerar la burocracia estatal mandó quemar las escrituras de deudas consideradas incobrables y, para dotar de coherencia a la administración de justicia, ordenó compilar los edictos promulgados por pretores y ediles.
La cercanía que podía ganar con la popularidad de su política, sin embargo, la perdía con su exagerada rigidez para con los festejos y su suficiencia en el trato con funcionarios e intelectuales. "No gobernó buscando la adulación",escribió Dión Casio.
Detestaba que los poderosos se enriquecieran injustamente, aunque él mismo era proclive a regalar ingentes sumas de dinero; nunca atendía visitas los días festivos por muy urgente que fuera el asunto; y, excepto para su cumpleaños (el 24 de enero), no permitía que se celebraran juegos de circo en su honor. Su perfección, por otra parte, resultaba irritante. Podía aparecer en cualquier lugar sin previo aviso y despachar tranquilamente los más variados asuntos, recordaba nombres, fechas y lugares con absoluta precisión, se percataba de los más mínimos errores en los documentos...
Nadie sabía cómo tratarle. "Era a la vez austero y afable, digno y juguetón, reflexivo e impulsivo, tacaño y generoso, esquivo y directo, cruel y piadoso." Así le definió a finales del siglo IV el historiador Aelius Espartianus, quien concluía: "Y siempre, en cualquier aspecto, era variable".

Una sola pasión.
Las personas que más sufrieron el torbellino interior que parecía poseer a Adriano fueron su esposa y los intelectuales de los que gustaba rodearse. A Vibia Sabina la trató siempre con respeto y cordialidad, incluso la llevó consigo en sus viajes, pero jamás le dio muestras de un íntimo apasionamiento. Muchos matrimonios se concertaban por interés, pero los desposados, con el paso del tiempo, urdían un entramado sucedáneo del amor. Eso jamás sucedió con Adriano, y su esposa se vengó por ello: decidió que aquel "monstruo" ‑como le llamaba‑ jamás tendría un heredero y recurrió incluso al aborto para garantizarlo.
Las verdaderas aficiones del Emperador en momentos de ocio parecían ser los perros, los caballos, la caza y la charla con filósofos y poetas. Estos, sin embargo, tenían que soportar otro de los ocultos recovecos de su carácter: su vanidad y esnobismo. Disfrutaba desarmando dialécticamente a sus contrincantes (dado que nadie osaba llevar la contraria a un emperador, no encontraba demasiadas dificultades para ello) y le encantaba dejar boquiabierta a su audiencia proclamando sus arcaicos gustos literarios. Era un enamorado de la cultura griega, pero renegaba de Homero y Platón y encontraba poco interesantes algunas de las glorias latinas, como Cicerón o Virgilio.
Dos de los más grandes historiadores romanos, Tácito y Suetonio, fueron coetáneos de Adriano, aunque no gozaron de su favor. El segundo incluso fue despedido del cargo de secretario de la Emperatriz por irrespetuoso.
Erudito en numerosas disciplinas, un magnífico orador, tocaba la flauta y componía poemas de amor. Pero el auténtico amor parece ausente en su vida. O quizás estuvo presente en una ocasión. Un capítulo aparte en la vida de Adriano lo conforma Antinoo, el adolescente griego que apareció silenciosamente en la vida del Emperador cuando éste rozaba la cincuentena. Accedió a la corte por razones desconocidas, pero pronto se convirtió en aun alumno?, el hijo que el Emperador nunca tuvo?, ¿un amante? Nunca se ha sabido con certidumbre la verdadera naturaleza de la relación. No sería extraño que se tratara de una mezcla de todas, al más puro estilo de los efebos griegos, aunque la de amante es la opción con más predicamento. De hecho, de todos los emperadores ‑a excepción de Claudio‑ circularon habladurías sobre sus relaciones con personas de ambos sexos.
De lo que dejaron constancia los historiadores romanos es del impacto que causó en Adriano la muerte de Antinoo, ahogado en las aguas del Nilo cuando apenas tenía 20 años. El gobernante fue la mofa del Imperio por sus exageradas muestras de dolor, por la deificación de Antinoo, por las incontables estatuas del bello adolescente que mandó esculpir y por las ciudades que ordenó proyectar y rebautizar en su honor (una de ellas, Antinoopolis, se fundó en el lugar donde falleció).

La cuestión sucesoria.
De vuelta a Roma tras la muerte de Antinoo y una revuelta sofocada en Judea, el carácter de Adriano dio un giro radical: se agudizaron su cinismo e intransigencia. Contaba ya 60 años, estaba enfermo y había perdido el ímpetu de antaño para su trabajo. Sin embargo, tenía que afrontar una de las mayores decisiones de su vida: designar un he redero. El primer elegido fue un senador (del que se murmuraba que también era su amante) llamado Lucius Commodus, famoso por su belleza, frivolidad y gustos lujosos. La popularidad de Adriano, pese a los logros de su carrera, cayó en picado por aquella in sensata decisión. En cualquier caso, el he redero falleció antes que él a causa de una enfermedad. El segundo candidato fue otro senador, Antonino Pío, que fue mejor recibido y, a la postre, se demostró un magnífico emperador.
Adriano moría el 10 de julio de 138 en Baiae, en la bahía de Nápoles. Sus últimos días transcurrieron entre lamentos, tanto por los fuertes dolores que le aquejaban como por la frustración de no encontrar quien le administrara una dosis de veneno o una estocada letal. E1 hombre más poderoso del Imperio, aquel que podía quitar la vida de cualquiera de sus súbditos, no tuvo fuerzas o coraje para acabar con la suya de manera fulminante. El Senado, su enemigo desde los inicios, se aferró a la impopularidad de los últimos tiempos e inició un proceso para condenar su recuerdo Antonino Pío consiguió detener el proceso y lograr la justa deificación del emperador más lúcido, aunque inusual, que había conocido Roma.

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