La Historia, leyenda o creencias populares católicas, según el punto de vista, identifican al apóstol Pedro como el pilar sobre el que se asientan los cimientos de la Iglesia Católica.
El Vaticano es, hoy día, el símbolo y centro del mundo católico, y como tal el edificio que lo representa su Basílica de San Pedro. Precisamente, bajo ella, debajo del altar papal, debajo mismo del centro del coro y directamente bajo la Cúpula que un día diseñara el gran Miguel Ángel, se levanta un monumento simbólico y muy sencillo que revela la presencia de un sepulcro que, según dicen, contiene los restos de Pedro, el alma de la Iglesia.
Curiosamente, esta necrópolis es de reciente hallazgo, pues fue descubierta en los años 40 del siglo XX cuando se estaban haciendo unas obras que habían sido encargadas por el entonces Papa Pío XI. Durante muchos años se habían buscado esos restos, pero quiso la casualidad que no fuera en unas investigaciones arqueológicas cuando se descubrieran.
En el subsuelo de la Basílica se encontraron dos filas de tumbas perfectamente alineadas que databan de los siglos I y II de nuestra era. Rápidamente la Iglesia movió todo lo necesario para dictaminar si aquélla podría ser la necrópolis tan largamente buscada.
En excavaciones de este tipo, bajo suelo papal, en territorio vaticano, la dirección pertenecía a la propia Iglesia. Siendo así, y conociendo historias pasadas, la validez y objetividad de las conclusiones que pudieran sacarse podrían quedar en entredicho. Se encargó, además, las investigaciones a dos personas íntimamente ligadas con la propia Iglesia: Monseñor Kaas, el supervisor de las mismas, y el arqueólogo Antonio Ferrua, un monje jesuita.
Diez años duraron aquellas primeras investigaciones en las que poco a poco la Iglesia descubrió en Ferrua a un arqueólogo serio y objetivo, que para nada se doblegó a los dictámenes de la propia iglesia. Lejos de lo que hubiera deseado el estamento papal, de aquellas investigaciones nada pudo sacarse. No se encontraron indicios de que aquellos restos pudieran pertenecer a Pedro. No había símbolos ni inscripciones, no había dataciones ni nada que objetivamente pudiera hacer pensar que allí descansaba el Apóstol.
Así se lo hizo saber a Pío XI. Lejos de aceptar aquellos resultados, la Iglesia inició unas nuevas investigaciones y, por supuesto, Antonio Ferrua fue descartado de las mismas, entregando el pleno gobierno de las mismas a Monseñor Kaas y, a su muerte, a Margherita Guarducci, una epigrafista muy cercana a los altos estamentos del Vaticano.
Curiosamente, y a pesar de que durante diez años, nada había podido encontrarse a pesar de que el trabajo fue duro y detallado, rápidamente se encontraron mensajes donde no hacía muchos meses habían dicho que nada había.
Guarducci encontró una inscripción al lado mismo de la tumba que tradujo como “Pedro está aquí”. Incluso sobre la propia tumba encontró símbolos que hacían referencias al Apóstol. Ya se tenían las pruebas necesarias y, por si fuera poco, unas investigaciones realizadas por ella misma sobre las osamentas determinaron que éstas pertenecían a un hombre de unos 70 años, muerto durante el siglo I de nuestra era. Con eso se completaba el ciclo para que, al fin, el Papa Pío XI pudiera hacer oficial el descubrimiento.
Así lo hizo a través de Radio Vaticano en diciembre del año 1950. Habían hecho falta solo unos meses para encontrar todo lo necesario para que así se constatara que, tal como decían las Antiguas Escrituras, la Iglesia se había levantado sobre Pedro, siendo éste así la piedra angular sobre la que se cimentó toda la creencia católico. De nuevo, un antiguo dicho se cumplía.
Evidentemente, aquellas investigaciones de Guarducci siempre han estado en entredicho por su falta de rigor científico. Tanto fue así que posteriores pruebas realizadas nuevamente sobre los restos encontrados en aquella tumba determinaron que los huesos no pertenecían a una sola persona, sino que entre ellos había huesos de un niño, de una mujer de unos 50 años, de un caballo y hasta de un cerdo.
Pero ahondando más en la antigua Historia de Pedro, nada, ningún escrito ni ningún texto, atestigua que verdaderamente Pedro estuviera en Roma. De hecho, incluso el apóstol Pablo escribió siete cartas desde Roma en las que nunca mencionó a Pedro. Es cierto, eso sí, que hubo un monumento levantado en honor a Pedro en aquel mismo lugar, aunque se data en el siglo II, pero no fue sino hasta la época de Constantino, cuando el cristianismo comenzó a hacerse fuerte, cuando comenzó a extenderse el rumor de que bajo aquel monumento había una sepultura. A eso se unió la cada vez mayor creencia popular de aquel entonces de que Pedro era el centro de la Iglesia… sólo hubo que atar cabos para que aquello se extendiera por todo el cristianismo, sin más pruebas que la de un monumento erigido en las colinas vaticanas.
Ateniéndonos además a las tradiciones de la época, y dado que supuestamente Pedro fue martirizado por un delito grave por aquel entonces, el de pertenencia al cristianismo, los cuerpos de los así sacrificados, eran arrojados a las aguas del Tíber, y desde luego, difícilmente, se les concedía sepultura.
Muchas coincidencias, una vez, como tantas otras en la historia del cristianismo, las que se dieron desde el siglo II, hasta el año 1950, para considerar al fin, que las palabras atestiguadas en el Libro de los Apóstoles eran ciertas.
¿Ciertas? quizás sí, quizás no. Pero a día de hoy, difícilmente demostrable que lo que hoy se venera bajo San Pedro sean los restos reales del apóstol Pedro.