Sigfrido, hijo del rey Sigmund de Niederland y de la bella Siegelinde, escuchó la llamada de la aventura a edad temprana. Siendo apenas un niño abandonó el castillo de sus padres y vagó a través de campos, ríos y bosques, hasta que el enano Mimir lo acogió en su fragua.
Cerca de la casa de Mimir se abría una profunda cueva que conducía al reino de los nibelungos. Estos enanos, expertos en la minería y la orfebrería, poseían un fabuloso tesoro que guardaban en una gran cámara próxima a la superficie. Un dragón llamado Fafnir protegía el tesoro.
Mimir era también un nibelungo, pero odiaba a sus congéneres por haberlo expulsado del reino subterráneo. Cuando vio que Sigfrido tenía valor suficiente para convertirse en un gran héroe, concibió la idea de utilizar al joven como instrumento de venganza. A partir de ese instante comenzó a enseñarle todo lo que sabía y a adiestrarlo en el manejo de las armas, con la esperanza de que algún día venciera al dragón Fafnir, arrebatando a los nibelungos sus riquezas.
Llegó el momento en que Sigfrido estuvo preparado para batir a Fafnir, pero no tenía una espada lo suficientemente resistente como para enfrentarse con garantías a él. Así que Mimir forjó la espada Balmung con los fragmentos de otra que había encontrado en el bosque (y que algunos dicen había fabricado el mismísimo Odín tiempo atrás) y se la entregó a Sigfrido antes de que partiera a combatir con el dragón.
Tras una dura lid, Sigfrido logró clavar la espada en el corazón de la bestia, que murió entre rugidos y coletazos ya inútiles. Cuando el dragón dejó de moverse, Sigfrido se bañó en su sangre aún caliente, pues Mimir le había revelado que si hacía así se volvería invulnerable. Sin embargo, una pequeña hoja de tilo pegada a su espalda dejó un punto en el que la sangre del dragón no llegó a tocar.
La hazaña no calmó la sed de aventuras de Sigfrido, que abandonó la casa del herrero para buscar nuevos desafíos. Del tesoro de los nibelungos sólo se llevó un casco mágico que volvía invisible a quien lo llevara puesto y también, a pesar de los consejos de Mimir, un anillo muy hermoso pero que según una antigua maldición traía la muerte a su dueño.
Pasó a Dinamarca, cuyo rey le obsequió con el caballo Grani, descendiente de Sleipnir, el mítico caballo de ocho patas de Odín, y embarcó en dirección a Islandia. En la isla del hielo encontró un castillo rodeado por un muro de llamas, en cuyo patio una hermosa doncella vestida con cota de malla yacía dormida sobre un escudo. Montado en Grani, Sigfrido saltó por encima de las llamas, y despertó a la joven con un beso. Brunilda, pues así se llamaba la doncella, le contó a Sigfrido su historia: Odín la había castigado, a ella que era una valquiria, a permanecer dormida en aquel castillo hasta que llegase un caballero tan valiente como para cruzar el cerco de fuego.
Sigfrido acompañó a Brunilda durante unos días, pero pronto sintió nostalgia de la casa de sus padres, con quienes hacía tanto tiempo que no estaba, y abandonó Islandia para regresar a la corte de Niederland, en donde fue recibido como un hijo pródigo y como un héroe.
Sin embargo, no permanecería por mucho tiempo en el castillo paterno. A Niederland llegaban noticias acerca de la magnificencia del vecino reino de Burgundia, del valor de su rey Gunther y del vasallo Hagen, y de la hermosura de la hermana del rey, Crimilda. Sigfrido sintió deseos de verlo con sus propios ojos, así que viajó a Burgundia, en donde trabó amistad con el rey y se enamoró de su hermana, siendo correspondido por ella.
Un día llegó a la capital de Burgundia, la ciudad de Worms, un escaldo islandés declamando versos acerca de una princesa de su tierra llamada Brunilda que desafiaba en combate a todo aquel que pretendiera casarse con ella. Hasta aquel momento nadie había pasado la prueba. Inflamada su imaginación por las palabras del escaldo, Gunther quiso ir a Islandia para vencer a Brunilda y tomarla como esposa. Sigfrido sabía que tal empresa excedía la capacidad del rey, así que intentó disuadirlo. No lo logró, y encima Gunther le pidió que lo ayudara en su propósito, algo a lo que Sigfrido se negó en principio, aunque, como el burgundio le ofrecía a cambio la mano de Crimilda, acabó por ceder.
Juntos embarcaron hacia Islandia. En el momento de subir al barco, Sigfrido se puso el casco mágico del tesoro de los nibelungos, que volvía invisible a su portador. De esa manera podría guiar el brazo del rey Gunther durante su pelea con Brunilda sin que esta se diera cuenta. El combate salió como ellos esperaban y, una vez derrotada, Brunilda accedió a marchar a Worms y casarse con Gunther.
La ceremonia se celebró con todo el boato del que la corte burgunda era capaz, pues no sólo se casaba el rey, sino que lo hacía también su hermana. Aunque a partir de ese día Gunther colmó de atenciones a Brunilda, esta no era feliz: su marido no se comportaba como el gallardo héroe que la valquiria esperaba y ella en realidad ardía de celos por Sigfrido. Las discusiones con su cuñada se volvían cada vez más agrias, y en lo más álgido de una de ellas Crimilda le contó la verdad acerca de lo sucedido en Islandia. Brunilda montó en cólera y se marchó de Worms para no volver nunca.
Abandonado y humillado, Gunther culpaba a Sigfrido de la marcha de su esposa. El vasallo Hagen vertía palabras llenas de ponzoña en sus oídos, incitándole a matarlo, pero el rey dudaba, ya que, después de todo, Sigfrido era invencible. Sin embargo, Hagen le convenció de que dejara el asunto en sus manos. Él encontraría el modo.
Su habilidad para manipular el corazón de sus semejantes no tenía par y con medias verdades se ganó rápidamente la confianza de Crimilda. Le confesó que Gunther quería asesinar a su marido, pero añadió que él estaba de parte suya y se encargaría de evitarlo. Ella le reveló entonces que Sigfrido era invulnerable por haberse bañado en la sangre de Fafnir salvo en aquel pequeño punto de la espalda en el que la hoja de tilo había impedido que la sangre tocara su piel. Una vez supo esto, Hagen organizó una cacería durante la que, tras quedarse a solas con Sigfrido, le clavó una daga en la espalda, atravesando su corazón.
Así murió el valiente Sigfrido, hijo de Sigmund y de Siegelinde. Con su muerte se cumplió la maldición del anillo de los nibelungos.
Esta es sólo una entre las múltiples versiones de la leyenda de Sigfrido, cuyo origen se remonta a la época en que los pueblos germánicos y escandinavos regían las tierras del otro lado del Rhin, más allá de la frontera del Imperio Romano.
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