Según una leyenda germana que nos llega desde la Edad Medida, en un tiempo muy lejano, en la ciudad de Cleves, la duquesa Elsa había quedado viuda. Aparte de la inmensa tristeza por la muerte de su marido, la angustia se hizo dueña de ella al ver que, nada más enterrar el cuerpo de su esposo, ya había alguien dispuesto a reclamar el ducado. Y ese no era otro que uno de los vasallos del difunto duque, un sujeto llamado Telramund. Era tan grande su arrogancia y osadía que incluso llegó a pedir en matrimonio a la reciente viuda, alegando que sólo así podría seguir siendo duquesa.
Elsa, la joven y hermosa viuda, rogó a los caballeros del ducado que la ayudaran a derrotar a aquellos que querían usurpar el lugar que había ocupado el ya fallecido duque. Aún así Telramund, lejos de asustarse y seguro de que nadie se atrevería a enfrentarle, retó a todos a medir sus fuerzas de uno en uno en combate.
Llegó el día de la gran prueba y Elsa, vestida de luto y con el alma acongojada pero con porte digno, apareció en la explanada del castillo donde esperaba la multitud y los caballeros blandían sus lanzas y vestían sus brillantes armaduras.
Entonces, el malvado Telramund salió ante los presentes y cogiendo la mano de la viuda, la levantó y desafió a los soldados para que la consiguieran y así obtener el ducado. Sus seguidores rompieron en aplausos y gritos de apoyo, mientras la multitud que observaba el espectáculo se compadecía de la triste suerte de la joven Elsa.
Luego se hizo el silencio. Ningún valiente apareció para el combate cuerpo a cuerpo, por lo que Telramund repitió su demanda una segunda vez. Otra vez el silencio. Telramund, viendo que ninguno de los caballeros osaba adelantarse para enfrentarse contra él, ya estaba convencido de su victoria. Con la seguridad de que así sería pronunció el desafío una tercera y última vez. Elsa esta a punto de desmayarse de puro terror.
Todas la miradas se clavaron en la duquesa, que había empezado a rezar. En el momento en que su colgante en forma de cruz empezó a temblar entre sus manos, una pequeña barca apareció navegando sobre el río. Una extraña y hermosa barcaza arrastrada por un cisne blanco, y en ella un apuesto caballero de brillante armadura reluciente como la plata.
Al llegar a la orilla, el caballero bajó de la barcaza ante la asombrada multitud. Sus ojos eran de un azul brillante y bajo su casco asomaba una larga cabellera rubia. En su mano blandía con firmeza una poderosa espada. Con una simple señal del caballero, el cisne abandonó la orilla y siguió navegando río abajo.
El extranjero avanzó con paso firme entre la muchedumbre hasta llegar a la asamblea. Allí presentó sus respetos a los presentes y luego se acercó a la duquesa, arrodillándose ante ella. Luego, volviéndose hacia Telramund le dijo que aceptaba el reto de enfrentarse contra él para conseguir la mano y el ducado de la joven viuda.
Telramund no podía creer lo que estaba pasando. ¿Cómo podía atreverse un extraño a desafiarle de esa manera ?... Como no podía ser de otra manera, comenzó el combate y las espadas de los dos caballeros lanzaban chispas y cortaban el aire.
El extranjero de cabellos rubios repelía todos los golpes de Telramund, cuya fuerza era movida sobre todo por la impotencia que le causaba la habilidad de su contrincante. La lucha parecía durar una eternidad para todos los presentes... Hasta que, de pronto, Telramund se desplomó sobre la arena. La espada del extranjero le había atravesado y herido mortalmente. Finalmente, el traidor murió.
La explanada entera estalló en una algarabía de alegría y júbilo. Elsa, profundamente agradecida y con los ojos inundados en lágrimas, se postró ante Lohengrin -así era el nombre del misterioso caballero-. Amablemente, éste le rogó que se levantara y le pidió matrimonio. Por supuesto Elsa accedió, y lo que había empezado como gratitud terminó convirtiéndose en un amor apasionado por ambas partes.
En el día de su boda, Lohengrin le pidió a Elsa que le hiciera una extraña promesa, una promesa que debía cumplir pasase lo que pasase. Esta era que jamás debía preguntarle su nombre (de hecho, la joven no lo sabía). A Elsa le pareció lo más justo, dado que su futuro marido le había otorgado la libertad, así que aceptó cumplir la promesa.
Pasaron años de felicidad para la pareja y de su relación nacieron tres adorables hijos, que eran la alegría de sus padre y a los que esperaban dar un futuro como valientes caballeros.
Pero he aquí que Elsa empezó a preguntarse por el linaje de su marido. Le entristecía pensar que sus hijos no pudieran llevar jamás su apellido. Un apellido que a lo mejor podría aportarle aún más linaje a la familia. Y aunque ella estaba muy orgullosa de su progenie ese era un tema que le preocupaba cada día más.
El fatídico día llegó y la promesa que jamás tuvo que romper se hizo añicos. Nada más salir la pregunta de sus labios, Lohengrin, con el rostro descompuesto abrazó tiernamente a su esposa, se despidió de ella sin decir palabra y abandonó el castillo.
Mientras Elsa se deshacía entre gritos de desesperación y llantos de dolor, Lohengrin había llegado a orillas del río.
Allí hizo sonar una especie de bocina de plata y apareció la barcaza que le había traído años antes a aquellas tierras. El cisne blanco que la conducía se deslizó suavemente hasta el caballero de ojos azules. Este se subió al bote y pronto desapareció de la vista de todos. Poco tiempo después, Elsa murió de pena.
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