Hay lugares en los que nos hemos acordado del escritor estadounidense incluso con antelación, bien que fuese a nuestro pesar. En Galicia, las alas negras del Cuervo, uno de los poemas más conocidos de Poe, arribaron a las costas en forma de chapapote escupido por petroleros naufragados. Corría el año 2002, y el mismo poema de Poe sirvió de clave de unión social ante el drama colectivo: Nunca máis, Nevermore, como se sabe, es el verso fetiche que se repite a lo largo del poema.
Pero no hemos venido a hablar del nacimiento de Poe, sino de su muerte. Como, sin embargo, según mucha filosofía, el hombre es un ser para la muerte y vivir en el fondo no es sino un aprender a morir, a morirse, y según la clase de vida que hubiésemos llevado nos tocará esperar tal o cual manera de morirnos, algo habrá que decir acerca de la biografía de Poe. Porque, en este sentido, no hay contradicción alguna entre su vida y su muerte. El misterio circunda ambas.
Hijo natural de unos cómicos ambulantes, huérfano a los dos años, fue adoptado por un rico propietario de Richmond, del cual herederaría el primer apellido (Allan) y poco más. Porque en su juventud se aficiona al juego y al alcohol y, disconforme con el puesto en una ofina que le había buscado su protector, huye a Boston. A partir de entonces la vida de Poe estará caracterizada por una pobreza infinita.
Se siente artista, poeta. Se enrola en el ejército y busca un camino en el periodismo. Empieza a escribir cuentos, algunos de los cuales estaban entre los mejores del mundo, según creería Cortázar. No lo negamos. Los relatos de Poe son, en su mayoría, hijos del genio atormentado de su autor y portadores ellos mismos de una vena insondable de desasosiego.
La época no estaba madura para entender a Poe. Al menos no en Norteamérica. Baudelaire, otro amigo de la absenta y del opio, en Francia, fue uno de los primeros admiradores (y traductores) del americano. Compartían mucho más que una vida disipada. La concepción del artista, el romanticismo analítico, el genio endemoniado, el simbolismo y las visiones dolorosas a través de la poesía, el spleen o el hastío.
Cuando Poe pierde a su esposa, se precipita en las tinieblas de su penar. Enferma, tiene ataques de delirium tremens y alucinaciones sobre la muerte. Pero de súbito se recupera. Se va a casar con una rica dama, a quien promete dejar la bebida. En los últimos meses, en Baltimore, a Poe se lo ve animado, tranquilo, contento. Una tarde, un par de semanas antes de la boda, sale de casa y no vuelve.
Lo encontraron varios días más tarde, a las puertas de una taberna o tirado sobre la calle, con ropas que no le pertenecían, delirando. No olía a alcohol. Cuatro días después, 7 de octubre de 1849, moría en el hospital al que lo habían llevado.
Un misterio rodea su muerte. ¿Había vuelto a beber? ¿Lo habían emborrachado repetidas veces para conseguir su voto en las elecciones, práctica nada inusual en los USA de la época para con los mendigos? ¿Se trataba de un ataque de delirium tremens? ¿Un perro le había transmitido la rabia, como se llegó a decir? ¿O era el cólera? ¿Y no se habría suicidado? ¿Pero no estaba feliz con su nueva situación? Preguntas y más preguntas.
Sólo una cosa está clara: Edgar Allan Poe, uno de los mejores escritores de suspense y de terror, creador de relatos donde las sombras de lo sobrenatural parecen siempre a punto de abalanzarse sobre el lector para llevárselo a sabe dios qué mundos, tenía que irse como se fue. Delirando y entre fantasmas.
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